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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (50 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Así pasamos como quince días, dándole yo al
Aguilucho qué comer, y él dándome qué
beber en mutua y recíproca correspondencia; bien es verdad que
cada instante me decía que vendiéramos o
empeñáramos las sábanas y colcha de la cama, pero
no lo pudo conseguir de mí por entonces, porque le juré
y rejuré que no las vendería por cuanto había en
este mundo, y para mejor cumplirlo se las llevé al presidente
rogándole que me las guardara para cuando su dueño las
mandara llevar a su casa.

El dicho presidente me hizo el favor de guardarlas, y yo me
quedé sin más abrigo que mi sarapillo, con lo que
perdió el taimado de mi buen amigo las esperanzas de tener
parte en ellas; mas no por eso se dio por sentido conmigo, ya porque
era de los que no tienen vergüenza, y ya porque no le
tenía cuenta ser delicado y perder la coca de mi convite al
medio día, a cuya hora jamás faltó de mi lado,
pues la comida que mi incógnito bienhechor me enviaba provocaba
a cortejarla, así por su sazón como por su abundancia,
no digo al tosco paladar del Aguilucho, sino a otros más
exquisitos.

Yo conceptué que el tal pícaro había sido el
principal agente de mi robo, como fue en efecto, pero no me di por
entendido porque consideré que me daba a odiar demasiado entre
aquella gente, y al fin más fácil sería sacar un
judío de la inquisición que un real de lo que ellos
tendrían ya hasta digerido.

Con este disimulo fuimos pasando, recibiendo yo de tragos de
aguardiente los bocados que le daba al Gavilán.

Un día que estaba yo espulgando mi sucia y andrajosa camisa
me llamaron para arriba. Subí corriendo, creyendo que fuera
para alguna diligencia judicial; pero no fue el escribano quien me
llamó, sino mi buen amigo don Antonio y su esposa, que tuvieron
la bondad de visitarme.

Luego que me vio, me abrazó con demasiado cariño, y
su esposa me saludó con mucho agrado. Yo, en medio del gusto
que tenía de ver a aquel verdadero y generoso amigo, no
dejé de asustarme bastante considerando que iba por sus
trastos, y yo había de darle las cuentas del Gran
Capitán; pero don Antonio me sacó pronto del cuidado,
pues a pocas palabras me dijo que ¿por qué estaba tan sucio y
despilfarrado? Porque ya sabe usted, le contesté, que no tengo
otra cosa que ponerme. ¿Cómo no?, dijo mi amigo, ¿pues
qué se ha hecho la ropita que dejé en la caja? Turbeme
al oír esta pregunta, y no pude menos que mentir con disimulo,
pues, sin responder derechamente a la pregunta, le signifiqué
que no la usaba por no ser mía, diciéndole con miedo,
que él supuso efecto de vergüenza: como esa ropa no es
mía sino de usted… No, señor, interrumpió don
Antonio, es de usted y por eso la dejé en su
poder. Úsela norabuena. Le encargué que me la guardara
por experimentarlo; pero pues la ha sabido conservar hasta hoy,
úsela.

La alma me volvió al cuerpo con esta donación, aunque
en mi interior me daba a Barrabás reflexionando que si
él me exoneraba de la responsabilidad de la ropa, ya los
malditos ladrones me habían embarazado el uso. Preguntele si
había de llevar su cama, para ir a disponerla, y me dijo que
no, que todo me lo daba. Agradecile, como era justo, su afecto y
caridad, contándole a la señorita los favores que
debía a su marido y desatándome en sus elogios; pero
él embarazó mi panegírico refiriéndome
cómo luego que salió de la cárcel fue a ver a su
esposa, quien ya le tenía una carta cerrada que le había
llevado un caballero encargándole que, luego que la viera,
fuera a su casa pues le importaba demasiado; que
habiéndole hecho así, supo por boca del mismo individuo
que era el primer albacea del marqués, quien le suplicó
encarecidamente no cesase hasta sacar a don Antonio de la
prisión, que le pidiese perdón otra vez en su nombre, y
a su esposa, de todos sus atentados, y que se le diesen de contado
ocho mil pesos, tanto para compensarle su trabajo cuanto para
resarcirle de algún modo los perjuicios que le había
inferido, y que a su esposa se le diese un brillante cercado de
rubíes, que lo tenía destinado para precio de su
lubricidad, en caso de haber accedido a sus ilícitas
seducciones, pero que habiendo experimentado su fidelidad conyugal se
lo donaba de toda voluntad como corto obsequio a su virtud, suplicando
a ambos lo perdonasen y encomendasen a Dios.

Don Antonio y su esposa me mostraron el cintillo, que era alhaja
digna de un marqués rico; pero los dos se enternecieron al
acabar de contarme lo que he escrito, añadiendo la virtuosa
joven: cuando advertí las malas intenciones de ese caballero, y
vi cuánto tuvo que padecer Antonio por su causa, lo
aborrecí y pensé que mi odio sería eterno; pero
cuando he visto su arrepentimiento y el empeño con que
murió por satisfacernos, conozco que tenía una grande
alma, lo perdono y siento su temprana muerte.

Haces muy bien, hija, en pensar de esa manera, dijo don Antonio, y
lo debemos perdonar aun cuando no nos hubiera satisfecho. El
marqués era un buen hombre, ¿pero qué hombre, por bueno
que sea, deja de tener pasiones? Si nos acordáramos de nuestra
miseria seríamos más indulgentes con nuestros enemigos,
y remitiríamos los agravios que recibimos con más
facilidad; pero por desgracia somos unos jueces muy severos para con
los demás, nada les disculpamos, ni una inadvertencia, ni una
equivocación, ni un descuido; al paso que quisiéramos
que a nosotros nos disculparan en todas ocasiones.

En estas pláticas pasamos gran rato de la mañana,
preguntándome sobre el estado de mi causa y que si tenía
qué comer. Díjele que sí, que todos los
días me llevaban una canasta con comida, cena, dos tortas de
pan y una cajilla de cigarros; que yo lo recibía y lo
agradecía, pero que tenía el sentimiento de no saber a
quién, pues el mozo no había querido decirme
quién era mi bienhechor.

Eso es lo de menos, dijo don Antonio, lo que importa es que
continúe en su comenzada caridad, que espero en Dios que
sí continuará.

Diciendo esto se levantaron despidiéndose de mí, y
añadiendo don Antonio que al día siguiente
saldrían de esta capital para Jalapa, a donde podría yo
escribirles mis ocurrencias, pues tendrían mucho gusto en saber
de mí, y que si salía de la prisión y
quería ir por allá supuesto que era soltero, no me
faltaría en qué buscar la vida honradamente por su
medio.

No era don Antonio, como habéis visto, de los amigos que
toda su amistad la tienen en el pico, él siempre confirmaba con
las obras cuanto decía con las palabras; y así, luego
que concluyó lo que os dije, me dio diez pesos, la
señorita su esposa otros tantos, y repitiendo sus abrazos y
finas expresiones se despidieron de mí con harto sentimiento,
dejándome más triste que la primera vez, porque me
consideraba ya absolutamente sin su amparo.

No dejó el Aguilucho de estar en observación de lo
que pasaba con la visita, y ni pestañeaba cuando se despidieron
de mí mis bienhechores, y así vio muy bien el agasajo
que me hicieron, y se debió de dar las albricias como que se
juzgaba coheredero conmigo de don Antonio.

Luego que éste se fue, me bajé para mi calabozo
bastante confundido; pero ya me esperaba en él mi amigo
carísimo el Aguilucho con un vaso de aguardiente y un par de
chorizones, que no sé de dónde los mandó
traer tan pronto; y sin darse por entendido de que había estado
alerta sobre mis movimientos, me dijo: ¡vamos, Periquillo, hijo! ¿Que
me hayas tenido sin almorzar hasta ahora por esperarte? ¡Caramba, y
qué visita tan larga! Si a mano viene sería don Antonio
que te vendría a cobrar sus cosas. ¿Qué tal?
¿Cómo saliste? ¿Creyó el robo? Yo salí bien y
mal, le respondí. Bien, porque mi buen amigo no sólo no
me cobró nada de lo que dejó a mi cuidado, sino que me
lo dio todo, y unos cuantos duros de socorro; y me fue mal, porque
pienso que éste será el último auxilio que
tendré, pues él mañana sale para su tierra con su
familia, y a más de que siento su ausencia como amigo, lo he de
extrañar como bienhechor.

Dices muy bien, y harás muy bien de sentirlo, dijo el
Gavilán al pollo tonto, porque de esos amigos no, no se hallan
todos los días; pero cómo ha de ser, Dios es grande y a
nadie crió para que se muera de hambre. Que mal que bien,
tú verás como no te falta nada conmigo. Soy un pobre
moreno, mas hermano, aunque yo lo diga, el color me agravia, pero soy
buen amigo, y arañaré la tierra porque no te falte
nada. No sé si me verías allá arriba cuando
estabas con tu visita. No te lo quería decir, por eso me hice
disimulado ahora que bajaste; pero subí luego que supe que
quien te llamaba era don Antonio, por prevenir los testigos en caso
que te cobrara y tú te acortaras; mas así que al
despedirse te abrazó, perdí el cuidado con que me
tenías y bajé a prevenirte este bocadito, y si no te
gusta, te mandaré traer otra cosita, que todavía tengo
aquí cuatro reales que acabo de ganar al rentoy. ¿Los has
menester?, tómalos. No hermano, le dije, Dios te lo pague; por
ahora estoy habilitado.

No te pregunto cuántos años tienes, decía el
negrillo, sino que si los has menester gástalos, y si no
tíralos; pero sábete que yo siento más un
desprecio de un amigo que una puñalada. Si no fueras mi
amigo ni yo te estimara tanto como te estimo, seguro está que
te ofreciera nada.

Te lo agradezco, Aguilita, le respondí, pero no es
desprecio, sino que por ahora estoy bastantemente socorrido. Pues me
alegro infinito de tus ventajas como si yo las disfrutara, me
respondió; pero mira qué chorizoncitos tan
sabrosos. Come…

Es la lisonja astuta, y como tal se introduce al corazón por
los oídos más prevenidos y circunspectos, ¿cómo
no se introduciría por los míos incautos y no
acostumbrados a sus malicias? En efecto, yo quedé
prendadísimo del negrito, y mucho más cuando,
después de repetir los brindis a menudo, me dijo con la mayor
seriedad: amigo Periquillo, yo soy amigo de los amigos y no de su
dinero. Acaso tú lo dudarás de mí porque me ves
enredado en esta
picha
y sin camisa; pero te voy a dar una
prueba que debe dejarte satisfecho de mi verdad.

Ya hemos tomado más de lo regular, especialmente tú
que no estás acostumbrado al aguardiente. No digo que
estás borracho, pero sí
sarazoncito
. Temo no te
cargues más y te vaya a suceder lo que el otro día, esto
es, que te acabes de privar y te roben ese dinero de la bolsa; porque
aquí, hijo, en tocando al pillaje, el que menos corre vuela, y
en son de una Águila hay un sin número de Gavilanes,
Girifaltes, Halcones y otras aves de rapiña; y así me
parece muy puesto en razón que vayamos a dar a guardar esos
medios que tienes al presidente, pues dándole una corta galita,
porque no da paso sin lanterna, te los asegurará en su
baúl y tendrás un peso o dos cuando los hayas menester,
y no que disfruten de tu dinero otros pícaros que no
sólo no te lo agradecerán, sino que te tendrán
por un salvaje, pues no escarmentaste con la espumada que te dieron no
mucho hace.

Agradecile su consejo, no previniendo la finura de su
interés, y fui con él a buscar al presidente, a quien
entregué peso sobre peso los veinte que acababa de
recibir.

Concluida esta diligencia, me dijo mi grande amigo que fuera a
esperarlo al calabozo, que no tardaba.

Yo lo obedecí puntualmente, y sentándome en la cama
decía entre mí: no hay remedio, éste es un negro
fino, su color le agravia, como él dice; hasta hoy no he
conocido lo que me ama, a la verdad, es mi amigo y digno de tal
nombre. Sí, yo lo amaré, y después de don Antonio
lo preferiré a cualesquiera otros, pues tiene la cualidad
más recomendable que se debe apetecer en los que se eligen para
amigos, que es el desinterés.

En estos equivocados soliloquios estaba yo, cuando entró mi
camarada con cigarros, chorizones y aguardiente, y me dijo: ahora
sí, hermano Perico, podemos chupar, comer y beber alegres con
la confianza de que tus realillos están seguros.

Así lo hice sin haber menester muchos ruegos, hasta que en
fuerza de la repetición de tragos me quedé
dormido. Entonces mi tierno amigo me puso en la cama, teniendo cuidado
de soplarse la comida que me trajeron.

A la tarde desperté más fresco, como que ya se
habían disipado los vapores del aguardiente, y el Aguilucho,
comenzando a realizar sus proyectos, me hizo sacar los calzones
empeñados, diciéndome era lástima se perdieran en
tan poco dinero. Su fin era aprovecharse de mis mediecillos poco a
poco, valiéndose para esto de las repetidas lisonjas que me
vendía, y con las que me aseguraba que todo cuanto me
aconsejaba era para mi bien; y así por mi bien me
aconsejó que sacara los calzones, que pidiera la ropa de la
cama que había dado a guardar, y los mediecillos que
tenía depositados; y por mi bien, pues, deseando mis adelantos,
según decía, me provocó a jugar, se
compactó con otro y me dejaron sin blanca dentro de dos
días; y dentro de ocho sin colcha ni colchón,
sábanas, caja ni sarape.

Ya que me vio reducido a la última miseria, fingió no
sé qué pretexto para reñir conmigo, y
abandonar mi amistad enteramente. Concluido este negocio, sólo
trató de burlarse de mí siempre que podía. Efecto
propio de su mala condición, y justo castigo de mi imprudente
confianza.

Es verdad que el frío que se me introducía por los
agujeros de mis trapos, los piojillos que anidaban en las hilachas, la
tal cual vergüenza que me causaba mi indecencia, la ingratitud de
los amigos, en especial del Aguilucho, y la dureza conque el suelo me
recibía por la noche, eran suficientes motivos para que yo
estuviese lleno de confusión y tristeza; sin embargo, algo
calmaba esta pasión al medio día cuando me llegaba el
canastito y satisfacía mi hambre con algún bocadito
sazonado; pero después que hasta esto me faltó, porque
dejó de venir el cuervo al medio día sin saber la causa,
me daba a Barrabás y a todo el infierno junto, maldiciendo mi
imprudencia y falta de conducta, más a mala hora.

Desnudo y muerto de hambre sufrí algunos cuantos meses
más de prisión, en los cuales me puse en la espina, como
suele decirse, porque mi salud se estragó en términos
que estaba demasiado pálido y flaco, y con sobrada causa,
porque yo comía mal y poco, y los piojos bien y bastante como
que eran infinitos.

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