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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (54 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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En cuanto entró le dijo mi amo: anda, hija,
desnúdate
[131]
y vete con nana
Clara, que ella te impondrá de lo que has de hacer. Fuese ella
muy humilde, y cuando estuvimos solos me dijo Chanfaina: Periquillo,
me debes dar las albricias por esta nueva criada que he traído;
ella viene de recamarera, y te vas a ahorrar de algún quehacer,
porque ya no barrerás, ni harás la cama, ni
servirás la mesa, ni limpiarás los candeleros, ni
harás otras cosas que son de su obligación, sino
solamente los mandados. Lo único que te encargo es que tengas
cuidado con ella, avisándome si se asoma al balcón muy
seguido, o si sale o viene alguno a verla cuando no estuviere yo en
casa. En fin, tú cuídala y avísame de cuanto
notares. Pues, porque al fin es mi criada, está a mi cargo,
tengo que dar cuenta a Dios de ella y no soy muy ancho de conciencia,
ni quiero condenarme por pecados ajenos. ¿Entiendes? Sí,
señor, le contesté, riéndome interiormente de la
necedad con que pensaba que era yo capaz de tragar su
hipocresía. Ya se ve, el muy camote me tenía por un buen
muchacho o por un mentecato. Como en cerca de dos meses que yo
vivía con él había hecho tan al vivo el papel de
hombre de bien, pues ni salía a pasear aun dándome
licencia él mismo, ni me deslicé en lo más
mínimo con la vieja cocinera, me creyó el amigo
Chanfaina, muy inocente, o quién sabe qué, y me
confió a su Luisa, que fue fiarle un mamón a un perro
hambriento. Así salió ello.

Esa noche cenamos y me fui a acostar sin meterme en más
dibujos. Al día siguiente nos dio chocolate la recamarerita,
hizo la cama, barrió, atizó el cobre, porque plata no la
había, y puso la casa albeando, como dicen las
mujeres.

Seis u ocho días hizo la Luisa el papel de criada sirviendo
la mesa y tratando a Chanfaina como amo, delante de mí y de la
vieja; pero no pudo éste sufrir mucho tiempo el disimulo.
Pasado este plazo la fue haciendo comer de su plato, aunque en pie;
después la hacía sentar algunas veces, hasta que se
desnudó del fingimiento y la colocó a su lado
señorilmente.

Los tres comíamos y cenábamos juntos en buena paz y
compañía. La muchacha era bonita, alegre, viva y
decidora; yo era joven, no muy malote y sabía tocar el
bandoloncito y cantar no muy ronco; al paso que mi amo era casi viejo,
no poseía las gracias que yo; sacándolo de sus
trapacerías con la pluma, era en lo demás muy tonto;
hablaba gangoso y rociaba de babas al que lo atendía, a causa
de que el gálico y el mercurio lo habían dejado sin
campanilla ni dientes; no era nada liberal y sobre tantas prendas
tenía la recomendable de ser celosísimo en extremo.

Ya se deja entender que no me costaría mucho trabajo la
conquista de Luisa teniendo un rival tan despreciable. Así fue
en efecto. Breve nos conchabamos, y quedamos de acuerdo
correspondiéndonos nuestros afectos amigablemente.

El pobre de mi amo estaba encantado con su recamarera y plenamente
satisfecho de su escribiente, quien no osaba alzar los ojos a verla
delante de él.

Mas ella, que era pícara y burlona, abusaba del candor de mi
amo y me ponía en unos aprietos terribles en su presencia; de
suerte que a veces me hacía reír y a veces incomodar con
sus chocarrerías.

Algunas ocasiones me decía: señor Pedrito, qué
mustio es usted, parece usted novicio o fraile recién profeso;
ni alza los ojos para verme, ¿que soy tan fea que espanto? ¡Zonzo!
Dios me libre de usted. Será usted más tunante que el
que más. Sí, de estos que no comen miel libre Dios
nuestros panales, don Cosme.

Otras veces me preguntaba si estaba yo enamorado de alguna
muchacha o si me quería casar, y treinta mil simplezas de
éstas, con las que me exponía a descubrir nuestros
maliciosos tratos; pero el bueno de mi maestro estaba lelo y en nada
menos pensaba que en ellos; antes solía preguntarme a excusas
de ella si le observaba yo alguna inquietud. Y yo le decía: no,
señor, ni yo lo permitiera, pues los intereses de usted los
miro como míos, y más en esta parte. Con esto quedaba el
pobre enteramente satisfecho de la fidelidad de los dos.

Pero como nada hay oculto que no se revele, al fin se
descubrió nuestro mal procedimiento de un modo que pudo haberme
costado bien caro.

Estaba una mañana Luisa en el balcón y yo escribiendo
en la sala. Antojóseme chupar un cigarro y fui a encenderlo a
la cocina. Por desgracia estaba soplando la lumbre una muchacha de no
malos bigotes llamada Lorenza, que era sobrina de nana Clara y la iba
a visitar de cuando en cuando por interés de los percances que
le daba la buena vieja, la que a la sazón no estaba en casa,
porque había ido a la plaza a comprar cebollas y otras
menestras para guisar. Me hallé, pues, solo con la muchacha, y
como era de corazón alegre comenzamos a chacotear
familiarmente.

En este rato me echó menos Luisa; fue a buscarme y,
hallándome enajenado, se enceló furiosamente y me
reconvino con aspereza, pues me dijo: muy bien, señor
Perico. En eso se le va a usted el tiempo, en retozar con esa
grandísima tal… No, eso de tal, dijo Lorenza toda
encolerizada, eso de tal lo será ella y su madre y toda su
casta. Y sin más cumplimientos se arremetieron y afianzaron de
las trenzas dándose muchos araños y diciéndose
primores; pero esto con tal escándalo y alharaca que se
podía haber oído el pleito y sabido el motivo a dos
leguas en contorno de la casa.

Hacía yo cuanto estaba de mi parte por desapartarlas, mas
era imposible según estaban empeñadas en no
soltarse.

A este tiempo entró nana Clara y,
mirando a su sobrina bañada en sangre, no se metió en
averiguaciones sino que, tirando el canasto de verdura,
arremetió contra la pobre de Luisa, que no estaba muy sana,
diciéndole: eso no, grandísima cochina,
lambe-platos
, piojo resucitado; a mi sobrina no, tal. Agora
verás quién es cada cual. Y en medio de estas
jaculatorias le menudeaba muy fuertes palos con una cuchara.

Yo no pude sufrir que con tal ventaja estropearan dos a mi pobre
Luisa, y así, viendo que no valían mis ruegos para que
la dejaran, apelé a la fuerza y di sobre la vieja a
pescozones.

Una zambra era aquella cocina, ni pienso que sería
más terrible la batalla de César en Farsalia. Como no
estábamos quietos en un punto, sino que cayendo y levantando
andábamos por todas partes, y la cocina era estrecha, en un
instante se quebraron las ollas, se derramó la comida, se
apagó la lumbre y la ceniza nos emblanqueció las cabezas
y ensució las caras.

Todo era desvergüenzas, gritos, porrazos y desorden. No
había una de las contendientes que no estuviera sangrada
según el método del Aguilucho, y a más de esto
desgreñada y toda hecha pedazos, sin quedarme yo limpio en la
función. El campo de batalla o la cocina estaba sembrada de
despojos. Por un rincón se veía una olla hecha pedazos,
por otra la tinaja del agua, por aquí una sartén, por
allí un manojo de cebollas, por esotro lado la mano del metate,
y por todas partes las reliquias de nuestra ropa. El perrillo
alternaba sus ladridos con nuestros gritos, y el gato todo espeluzado
no se atrevía a bajar del brasero.

En medio de esta función llegó Chanfaina vestido en
su propio traje, y, viendo que su Luisa estaba desangrada, hecha
pedazos, bañada en sangre y envuelta entre la cocinera y su
sobrina, no esperó razones, sino que haciéndose de un
garrote dio sobre las dos últimas, pero con tal gana y coraje
que a pocos trancazos cesó el pleito dejando a la infeliz
recamarera, que ciertamente era la que había llevado la peor
parte.

Cuando volvimos todos en nuestro acuerdo, no tanto por el respeto
del amo, cuanto por el miedo del garrote, comenzó el escribano
a tomarnos declaración sobro el asunto o motivo de tan
desaforada riña. La vieja nana Clara nada decía, porque
nada sabía en realidad; Luisa tampoco, porque no le
tenía cuenta; yo menos, porque era el actor principal de
aquella escena; pero la maldita Lorenza, como que era la más
instruida e inocente, en un instante impuso a mi amo del contenido de
la causa diciéndole que todo aquello no había sido
más que una violencia y provocación de aquella tal
celosa que estaba en su casa, que quizá era mi amiga, pues por
celos de mí y de ella había armado aquel
escándalo…

Hasta aquí oí yo a Lorenza, porque en cuanto
advertí que ésta había descorrido el velo de
nuestros indignos tratos más de lo que era necesario, y que mi
amo me miraba con ojos de loco furioso, temí como hombre, y
eché a correr como una liebre por la escalera abajo, con lo que
confirmé en el momento cuanto dijo Lorenza, acabando de irritar
a mi patrón, quien, no queriendo que me fuera de su casa sin
despedida, bajó tras de mí como un rayo y con tal
precipitación que no advirtió que iba sin sombrero ni
capa y con la golilla por un lado.

Como dos cuadras corrió Chanfaina tras de mí
gritándome sin cesar: párate bribón,
párate pícaro. Pero yo me volví sordo y no
paré hasta que lo perdí de vista y me hallé bien
lejos y seguro del garrote.

Éste fue el honroso y lucidísimo modo con que
salí de la casa del escribano, peor de lo que había
entrado y sin el más mínimo escarmiento, pues en cada
una de éstas comenzaba de nuevo la serie de mis aventuras, como
lo veréis en el capítulo siguiente.

Capítulo XI

En el que Periquillo cuenta la acogida que le
hizo un barbero, el motivo por que se salió de su casa, su
acomodo en una botica y su salida de ésta, con otras aventuras
curiosas

Es increíble el terreno que avanza
un cobarde en la carrera. Cuando sucedió el lance que acabo de
referir eran las doce en punto, y mi amo vivía en la calle de
las Ratas; pues corrí tan de buena gana que fui a esperar el
cuarto de hora a la Alameda; eso sí, yo llegué lleno de
sudor y de susto, mas lo di de barato, así como el verme sin
sombrero, roto de cabeza, hecho pedazos y muerto de hambre, al
considerarme seguro de Chanfaina, a quien no tanto temía por su
garrote como por su pluma cavilosa; pues, si me hubiera habido a las
manos, seguramente me da de palos, me urde una calumnia y me hace ir a
sacar piedra mucar a San Juan de Ulúa.

Así es que yo hube de tener por bien el mismo mal, o
elegí cuerdamente del mal el menos; pero esto está muy
bien para la hora ejecutiva, porque pasada ésta se reconoce
cualquier mal según es, y entonces nos incomoda
amargamente.

Tal me sucedió cuando sentado a la orilla de una zanja,
apoyado mi brazo izquierdo sobre una rodilla, teniéndome con la
misma mano la cabeza y con la derecha rascando la tierra con un
palito, consideraba mi triste situación. ¿Qué
haré yo ahora?, me preguntaba a mí mismo. Es harto
infeliz el estado presente en que me hallo. Solo, casi desnudo, roto
de cabeza, muerto de hambre, sin abrigo ni conocimiento, y,
después de todo, con un enemigo poderoso como Chanfaina, que se
desvelará por saber de mí para tomar venganza de mi
infidelidad y de la de Luisa. ¿Adónde iré? ¿Dónde
me quedaré esta noche? ¿Quién se ha de doler de
mí, ni quién me hospedará si mi pelaje es
demasiado sospechoso? Quedarme aquí, no puede ser, porque
me echarán los guardas de la Alameda; andar toda la noche en la
calle es arrojo, porque me expongo a que me encuentre una ronda y me
despache más presto a poder de Chanfaina; irme a dormir a un
cementerio retirado como el de San Cosme, será lo más
seguro… pero, ¿y los muertos y las fantasmas son acaso poco
respetables y temibles? Ni por un pienso. ¿Qué haré
pues, y qué comeré en esta noche?

Embebecido estaba en tan melancólicos pensamientos sin poder
dar con el hilo que me sacara de tan confuso laberinto, cuando Dios,
que no desampara a los mismos que le ofenden, hizo que pasara junto a
mí un venerable viejo, que con un muchacho se entretenía
en sacar sanguijuelas con un
chiquihuite
en aquellas
zanjitas; y estando en esta diligencia me saludó, y yo le
respondí cortésmente.

El viejo, al oír mi voz, me miró con atención,
y, después de haberse detenido un momento, salta la zanja, me
echa los brazos al cuello con la mayor expresión y me dice:
¡Pedrito de mi alma! ¿Es posible que te vuelva a ver? ¿Qué es
esto? ¿Qué traje, qué sangre es ésa? ¿Cómo
está tu madre? ¿Dónde vives?

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