Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
A tantas preguntas yo no respondía palabra, sorprendido al
ver a un hombre a quien no conocía que me hablaba por mi nombre
y con una confianza no esperada; mas él, advirtiendo la causa
de mi turbación, me dijo: ¿que no me conoces? No señor,
la verdad, le respondí, si no es para servirle. Pues yo
sí te conozco, y conocí a tus padres y les debí
mil favores. Yo me llamo Agustín Rapamentas; afeité al
difunto señor don Manuel Sarmiento tu padrecito muchos
años, sí, muchos, sobre que te conocí
tamañito, hijo, tamañito; puedo decir que te vi nacer, y
no pienses que no; te quería mucho y jugaba contigo mientras
que tu señor padre salía a afeitarse.
Pues, señor don Agustín, le dije, ahora voy
recordando especies, y en efecto es así como usted lo
dice. ¿Pues qué haces aquí, hijo, y en este estado?, me
preguntó.
¡Ay, señor!, le respondí remedando el llanto de las
viudas, mi suerte es la más desgraciada; mi madre murió
dos años hace; los acreedores de mi padre me echaron a la calle
y embargaron cuanto había en mi casa; yo me he mantenido
sirviendo a éste y al otro; y hoy el amo que tenía,
porque la cocinera echó el caldo frío y yo lo
llevé así a la mesa, me tiró con él y con
el plato me rompió la cabeza, y, no parando en esto su
cólera, agarró el cuchillo y corrió tras de
mí, que a no tomarle yo la delantera no le cuento a usted mi
desgracia.
¡Mire qué picardía!, decía el cándido
barbero, ¿y quién es ese amo tan cruel y vengativo?
¿Quién ha de ser, señor?, le dije, el Mariscal de
Biron. ¿Cómo? ¿Qué estás hablando?, dijo el
rapador, no puede ser eso, si no hay tal nombre en el
mundo. Será otro. ¡Ah!, sí señor, es verdad, dije
yo, me turbé; pero es el Conde… el Conde… el
Conde… ¡válgate Dios por memoria!, el Conde de… de… de
Saldaña. Peor está ésa, decía don
Agustín, ¿que te has vuelto loco? ¿Qué estás
hablando, hijo? ¿No ves que estos títulos que dices son de
comedia? Es verdad, señor, a mí se me ha olvidado el
título de mi amo porque apenas hace dos días que estaba
en su casa; pero para el caso no importa no acordarse de su
título, o aplicarle uno de comedia, porque si lo vemos con
seriedad, ¿qué título hay en el mundo que no sea de
comedia? El Mariscal de Biron, el Conde de Saldaña, el
Barón de Trenk y otros mil, fueron títulos reales,
desempeñaron su papel, murieron, y sus nombres quedaron para
servir de títulos de comedias. Lo mismo sucederá al
Conde del Campo azul, al Marqués de Casa nueva, al Duque de
Ricabella, y a cuantos títulos viven hoy con nosotros;
mañana morirán y
Laus Deo
, quedarán sus
nombres y sus títulos para acordarnos sólo algunos
días de que han existido entre los vivos, lo mismo que el
Mariscal de Biron y el gran Conde de Saldaña. Conque nada
importa, según esto, que yo me acuerde o me olvide del
título del amo que me golpeó. De lo que no me
olvidaré será de su maldita acción, que
éstas son las que se quedan en la memoria de los hombres, o
para vituperarlas y sentirlas, o para ensalzarlas y aplaudirlas, que
no los títulos y dictados que mueren con el tiempo, y se
confunden con el polvo de los sepulcros.
Atónito me escuchaba el inocente barbero teniéndome
por un sabio y un virtuoso. Tal era mi malicia a veces, y a veces mi
ignorancia. Yo mismo ahora no soy capaz de definir mi carácter
en aquellos tiempos, ni creo que nadie lo hubiera podido comprender;
porque unas ocasiones decía lo que sentía, otras obraba
contra lo mismo que decía, unas veces me hacía un
hipócrita, y otras hablaba por el convencimiento de mi
conciencia; mas lo peor era que cuando fingía virtud lo
hacía con advertencia, y cuando hablaba enamorado de ella
hacía mil propósitos interiores de enmendarme; pero no
me determinaba a cumplirlos.
Esta vez me tocó hablar lo que tenía en mi
corazón, pero no me aproveché de tales verdades; sin
embargo, me surtió un buen efecto temporal, y fue que el
barbero, condolido de mí, me llevó a su casa, y su
familia, que se componía de una buena vieja llamada tía
Casilda y del muchacho aprendiz, me recibió con el extremo
más dulce de hospitalidad.
Cené aquella noche mejor de lo que pensaba, y al día
siguiente me dijo el maestro: hijo, aunque ya eres grande para
aprendiz (tendría yo diez y nueve a veinte años,
decía bien), si quieres, puedes aprender mi oficio, que si no
es de los muy aventajados, a lo menos da qué comer; y
así aplícate que yo te daré la casa y el
bocadito, que es lo que puedo.
Yo le dije que sí, porque por entonces me pareció
conveniente; y según esto, me comedía
[132]
a
limpiar los paños, a tener la vacía y a hacer algo
de lo que veía hacer al aprendiz.
Una ocasión que el maestro no estaba
en casa, por ver si estaba algo adelantado, cogí un perro, a
cuya fajina me ayudó el aprendiz, y, atándole los pies,
las manos y el hocico, lo sentamos en la silla amarrado en ella, le
pusimos un trapito para limpiar las navajas, y comencé la
operación de la rasura. El miserable perro ponía sus
gemidos
[133]
en el cielo. ¡Tales eran las cuchilladas
que solía llevar de cuando en cuando!
Por fin, se acabó la operación y quedó el
pobre animal retratable, y luego que se vio libre salió para la
calle como alma que se llevan los demonios, y yo, engreído con
esta primera prueba, me determiné a hacer otra con un pobre
indio que se fue a rasurar de a medio. Con mucho garbo le puse los
paños, hice al aprendiz trajera la vacía con la agua
caliente, asenté las navajas y le di una zurra de raspadas y
tajos, que el infeliz, no pudiendo sufrir mi áspera mano, se
levantó diciendo:
amoquale quistiano, amoquale
, que
fue como decirme en castellano: no me cuadra tu modo, señor, no
me cuadra. Ello es que él dio el medio real y se fue
también medio rapado.
Todavía no contento con estas tan malas pruebas, me
atreví a sacarle una muela a una vieja que entró a la
tienda rabiando de un fuerte dolor y en solicitud de mi maestro; pero
como era resuelto, la hice sentar y que entregara la cabeza al
aprendiz para que se la tuviera.
Hizo éste muy bien su oficio, abrió la cuitada vieja
su desierta boca después de haberme mostrado la muela que lo
dolía, tomé el descarnador y comencé a cortarla
trozos de encía alegremente.
La miserable, al verse tasajear tan seguido y con una porcelana de
sangre delante, me decía: maestrito, por Dios, ¿hasta
cuándo acaba usted de descarnar? No tenga usted cuidado,
señora, le decía yo, haga una poca de paciencia, ya le
falta poco de la quijada.
En fin, así que le corté tanta carne cuanta
bastó para que almorzara el gato de casa, le afiancé el
hueso con el respectivo instrumento, y le di un estirón tan
fuerte y mal dado que le quebré la muela lastimándole
terriblemente la quijada.
¡Ay, Jesús!, exclamó la triste vieja, ya me
arrancó usted las quijadas, maestro del diablo. No hable usted,
señora, le dije, que se le meterá el aire y le
corromperá la
mandíbula. ¡Qué
malíbula
ni qué
demonios!, decía la pobre… ¡Ay, Jesús!, ¡ay!, ¡ay!,
¡ay!… Ya está señora, decía yo, abra usted la
boca, acabaremos de sacar el raigón, ¿no ve que es muela
matriculada? Matriculado esté usted en el
infierno,
chambón
, indigno, condenado, decía la
pobre.
Yo, sin hacer caso de sus injurias, le decía, ande nanita,
siéntese y abra la boca, acabaremos de sacar ese hueso maldito,
vea usted que un dolor quita muchos. Ande usted, aunque no me
pague. Vaya usted mucho noramala, dijo la anciana, y sáquele
otra muela o cuantas tenga a la grandísima borracha que lo
parió. No tienen la culpa estos raspadores cochinos, sino quien
se pone en sus manos. Prosiguiendo en estos elogios se salió
para la calle sin querer ni volver a ver el lugar del sacrificio.
Yo algo me compadecí de su dolor, y el muchacho no
dejó de reprenderme mi determinación atolondrada, porque
cada rato decía: ¡pobre señora!, ¡qué dolor
tendría!, y lo peor que si se lo dice al maestro, ¿qué
dirá? Diga lo que dijere, le respondí, yo lo hago por
ayudarle a buscar el pan; fuera de que así se aprende, haciendo
pruebas y ensayándose. A la maestra le dije que habían
sido monadas de la vieja, que tenía la muela matriculada, y no
se la pude arrancar al primer tirón, cosa que al mejor le
sucede.
Con esto se dieron todos por satisfechos y yo seguí haciendo
mis diabluras, las que me pagaban o con dinero o con
desvergüenzas.
Cuatro meses y medio permanecí con don Agustín, y fue
mucho, según lo variable de mi genio. Es verdad que en esta
dilación tuvo parte el miedo que tenía a Chanfaina, y el
no encontrar mejor asilo, pues en aquella casa comía,
bebía y era tratado con una estimación respetuosa de
parte del maestro. De suerte que yo ni hacía mandados ni cosa
más útil que estar cuidando la barbería y
haciendo mis fechorías cada vez que tenía
proporción; porque yo era un aprendiz de honor, y tan
consentido y hobachón que, aunque sin camisa, no me faltaba
quien envidiara mi fortuna. Éste era Andrés el aprendiz,
quien, un día que estábamos los dos conversando en
espera de marchante que quisiera ensayarse a mártir, me dijo:
señor, ¡quién fuera como usted! ¿Por qué,
Andrés?, le pregunté. Porque ya usted es hombre grande,
dueño de su voluntad y no tiene quien lo mande; y no yo, que
tengo tantos que me regañen, y no sé lo que es tener
medio en la bolsa. Pero así que acabes de aprender el oficio,
le dije, tendrás dinero y serás dueño de tu
voluntad.
¡Qué verde está eso!, decía Andrés, ya
llevo aquí dos años de aprendiz y no sé
nada. ¿Cómo nada, hombre?, le pregunté muy
admirado. Así nada, me contestó. Ahora que está
usted en casa he aprendido algo. ¿Y qué has aprendido?, le
pregunté. He aprendido, respondió el gran bellaco, a
afeitar perros, desollar indios y desquijarar viejas, que no es
poco. Dios se lo pague a usted que me lo ha enseñado. Pues, y
¿que tu maestro no te ha enseñado nada en dos años?
Qué me ha de enseñar, decía Andrés, todo
el día se me va en hacer mandados aquí y en casa de
doña Tulitas, la hija de mi maestro; y
allí
pior
, porque me hacen cargar el niño,
lavar los pañales, ir a la pulquería, fregar toditos los
trastes, y aguantar cuantas calillas quieren, y con esto ¿qué
he de aprender del oficio? Apenas sé llevar la vacía y
el escalfador cuando me lleva consigo mi amo, digo, mi maestro;
me turbé. A fe que don Plácido, el hojalatero que vive
junto a la casa de mi madre grande, ése sí que es
maestro de cajeta, porque, afuera de que no es muy demasiado
regañón, ni les pega a sus aprendices, los enseña
con mucho cariño, y les da sus medios muy buenos así que
hacen alguna cosa en su lugar; pero, eso de mandados, ¡cuándo,
ni por un pienso! Sobre que apenas los envía a traer medio de
cigarros,
contimás
manteca, ni chiles, ni pulque, ni
carbón, ni nada como acá. Con esto
orita, orita
aprenden los muchachos el oficio.
Tú hablas mal, le dije, pero dices bien. No deben ser los
maestros amos, sino enseñadores de los muchachos; ni
éstos deben ser criados o
pilguanejos
de ellos, sino
legítimos aprendices; aunque, así por la
enseñanza como por los alimentos que les dan, pueden mandarlos
y servirse de ellos en aquellas horas en que estén fuera de la
oficina y en aquellas cosas proporcionadas a las fuerzas,
educación y principios de cada uno. Así lo oía yo
decir varias veces a mi difunto padre que en paz descanse.
Pero dime, ¿que estás aquí con escritura? Sí,
señor, me respondió Andrés, y ya cuento dos
años de aprendiz, y vamos corriendo para tres, y no se da modo
ni manera el maestro de enseñarme nada. Pues entonces, le dije,
si la escritura es por cuatro años, ¿cómo
aprenderás en el último, si se pasa como se han pasado
los tres que llevas? Eso
mesmo
digo yo, decía
Andrés. Me sucederá lo que le sucedió a mi
hermano Policarpo con el maestro Marianito el sastre. ¿Pues qué
le sucedió? ¿Qué? Que se llevó los tres
años de aprendiz en hacer mandados como
ora
yo, y en
el cuarto
izque
quería el maestro enseñarle
todo el oficio de a tiro, y mi hermano no lo podía aprender, y
el maestro se lo llevaba el diablo de coraje, y le echaba cuarta
al
probe
de mi hermano a manta de Dios, hasta que
el
probe
se aburrió y se
juyó
, y
ésta es la hora que no hemos vuelto a saber dél; y tan
bueno que era el
probe
, pero ¿cómo había
de salir sastre en un año, y eso haciendo mandados y con
tantísimo día de fiesta, señor, como tiene el
año? Y
asina
yo pienso que el maestro de acá
tiene trazas de hacer lo
mesmo
conmigo
[134]
.
¿Pero por qué no aprendiste tú a sastre?,
pregunté a Andrés, y éste me dijo: ¡ay,
señor!, ¿sastre? Se enferman del pulmón. ¿Y a
hojalatero? No señor, por no ver que se corta uno con la hoja
de lata y se quema con los hierros. ¿Y a carpintero por qué no?
¡Ay!, no, porque se lastima mucho el pecho. ¿Y a carrocero o herrero?
No lo permita Dios, si parecen diablos cuando están junto a la
fragua aporreando el hierro. Pues hijo de mi alma, Pedro Sarmiento,
hermano de mi corazón, le dije a Andrés
levantándome del asiento, tú eres mi hermano,
tatita
[135]
, sí, tú
eres mi hermano; somos mellizos o
cuates
; dame un
abrazo. Desde hoy te debo amar y te amo más que antes, porque
miro en ti el retrato de mi modo de pensar; pero tan parecido que se
equivoca con el prototipo, si ya no es que nos identificamos tú
y yo.