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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (59 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Acabó Andrés de contarme todo esto mientras
comió, y yo le disfracé mis aventuras haciéndole
creer que me había acabado de examinar en medicina; que ya le
había insinuado que quería salir de esta ciudad; y
así que me lo llevaría de buena gana, dándole de
comer y haciéndole pasar por barbero en caso de que no lo
hubiera en el pueblo de nuestra ubicación.

Pero señor, decía Andrés, todo está muy
bien; pero si yo apenas sé afeitar un perro,
¿cómo me arriesgaré a meterme a lo que no
entiendo? Cállate, le dije, no seas cobarde: sábete que
audaces fortuna juvat, timidosque
repellit
… ¿Qué dice usted, señor, que no
lo entiendo? Que a los atrevidos, le respondí, favorece la
fortuna y a los cobardes los desecha; y así, no hay que
desmayar, tú serás tan barbero en un mes que
estés en mi compañía, como yo fui médico
en el poco tiempo que estuve con mi maestro, a quien no sé bien
cuánto le debo a esta hora.

Admirado me escuchaba Andrés, y más lo estaba al
oírme disparar mis latinajos con frecuencia, pues no
sabía que lo mejor que yo aprendí del doctor Purgante
fue su pedantismo y su modo de curar,
methodus medendi
.

En fin, dieron las tres de la tarde y me salí con
Andrés al baratillo, en donde compré un colchón,
una cubierta de baqueta para envolverlo, un baúl, una chupa
negra y unos calzones verdes con sus correspondientes medias negras,
zapatos, sombrero, chaleco encarnado, corbatín y un capotito
para mi fámulo y barbero que iba a ser, a quien también
le compré seis navajas, una bacía, un espejo, cuatro
ventosas, dos lancetas, un trapo para paños, unas tijeras, una
jeringa grande y no sé qué otras baratijas, siendo lo
más raro que en todo este ajuar apenas gasté veinte y
siete o veinte y ocho pesos. Ya se deja entender que todo ello estaba
como del baratillo; pero con todo eso, Andrés volvió al
mesón contentísimo.

Luego que llegamos pagué al cargador y acomodamos en el
baúl nuestras alhajas. En esta operación vio
Andrés que mi haber en plata efectiva apenas llegaba a ocho o
diez pesos. Entonces muy espantado me dijo: ¡ay, señor! ¿Y que
con ese dinero nomás nos hemos de ir? Sí, Andrés,
le dije, ¿pues y que no alcanza? ¿Cómo ha de alcanzar,
señor? ¿Pues y quién carga el baúl y el
colchón de aquí a Tepeji, o a Tula? ¿Qué comemos
en el camino? ¿Y, por fin, con qué nos mantenemos allí
mientras que tomamos crédito? Ese dinero orita orita se acaba,
y yo no veo que usted tenga ni ropa ni alhajas, ni cosa que lo valga
que empeñar.

No dejaron de ponerme en cuidado las reflexiones de Andrés;
pero ya para no acobardarlo más, y ya porque me iba mucho en
salir de México, pues yo tenía bien tragado que el
médico me andaría buscando como una aguja (por
señas que cuando fui al baratillo en un zaguán
compré la mayor parte de los tiliches que dije) y temía
que, si me hallaba, iba yo a dar a la cárcel, y de consiguiente
a poder de Chanfaina. Por esto con todo disimulo y
pedantería le dije a Andrés: no te apures,
hijo,
Deus providebit
[142]
. No
sé lo que usted me dice, contestó Andrés, lo que
sé es que con ese dinero no hay ni para empezar.

En estas pláticas estábamos cuando a cosa de las
siete de la noche en el cuarto inmediato oí ruido de voces y
pesos. Mandé a Andrés que fuera a espiar qué cosa
era. Él fue corriendo y volvió muy contento
diciéndome: señor, señor, ¡qué bueno
está el juego! ¿Pues que están jugando? Sí
señor, dijo Andrés, están en el cuarto diez o
doce payos jugando albures, pero ponen los chorizos de pesos.

Picome la culebra, abrí el baúl, cogí seis
pesos de los diez que tenía y le di la llave a Andrés
diciéndole que la guardara, y que aunque se la pidiera y me
matara no me la diera, pues iba a arriesgar aquellos seis pesos
solamente, y si se perdían los cuatro que quedaban, no
teníamos ni con qué comer ni con qué pagar el
pesebre de la mula a otro día. Andrés, un poco triste y
desconfiado, tomó la llave y yo me fui a entrometer en la rueda
de los tahures.

No eran éstos tan payos como yo los había menester;
estaban más que medianamente instruidos en el arte de la
baraja, y así fue preciso irme con tiento. Sin embargo, tuve la
fortuna de ganarles cosa de veinte y cinco pesos, con los que me
salí muy contento, y hallé a Andrés
durmiéndose sentado.

Lo desperté y le mostré la ganancia, la que
guardó muy placentero contándome cómo ya
tenía el viaje dispuesto y todo corriente, porque abajo estaban
unos mozos de Tula que habían traído un colegial y se
iban de vacío; que con ellos había propalado el viaje, y
aun se había determinado a ajustarlo en cuatro pesos, y que
sólo esperaban los mozos que yo confirmara el ajuste. ¿Pues no
lo he de confirmar, hijo?, le dije a Andrés. Anda y llama a
esos mozos ahora mismo.

Bajó Andrés como un rayo y subió luego luego
con los mozos, con quienes quedé en que me habían
de dar mula para mi avío y una bestia de silla para
Andrés, todo lo que me ofrecieron, como también que
habían de madrugar antes del alba, y se fueron a recoger.

A seguida mandé a mi criado que fuera a comprar una botella
de aguardiente, queso, bizcochos y chorizones para otro día; y
mientras que él volvía, hice subir la cena.

No me cansaba yo de complacerme en mi determinación de
hacerme médico, viendo cuán bien se facilitaban todas
las cosas, y al mismo tiempo daba gracias a Dios que me había
proporcionado un criado tan fiel, vivo y servicial como Andresillo,
quien en medio de estas contemplaciones fue entrando cargado con el
repuesto.

Cenamos los dos amigablemente, echamos un buen trago y nos fuimos a
acostar temprano, para madrugar despertando a buena hora.

A las cuatro de la mañana ya estaban los mozos
tocándonos la puerta. Nos levantamos y desayunamos mientras que
los arrieros cargaban.

Luego que se concluyó esta diligencia, pagué el gasto
que habíamos hecho yo y mi mula, y nos pusimos en camino.

Yo no estaba acostumbrado a caminar, con esto me cansé
pronto y no quise pasar de Cuautitlán, por más que los
mozos me porfiaban que fuéramos a dormir a Tula.

Al segundo día llegamos al dicho pueblo, y yo posé o
me hospedé en la casa de uno de los arrieros, que era un pobre
viejo, sencillote y hombre de bien, a quien llamaban tío
Bernabé, con el que me convine en pagar mi plato, el de
Andrés y el de la mula, sirviéndole, por vía de
gratificación, de médico de cámara para toda su
familia, que eran dos viejas, una su mujer y otra su hermana, dos
hijos grandes y una hija pequeña como de doce años.

El pobre admitió muy contento, y cátenme ustedes ya
radicado en Tula y teniendo que mantener al maestro barbero, que
así llamaremos a Andrés, a mí y a
mi
macha
, que, aunque no era mía, yo la nombraba por
tal, bien que siempre que la miraba me parecía ver delante de
mí al doctor Purgante con su gran bata y birrete parado, que
lanzando fuego por los ojos me decía: pícaro,
vuélveme mi mula, mi gualdrapa, mi golilla, mi peluca, mis
libros, mi capa y mi dinero, que nada es tuyo. Tan cierto es, hijos
míos, aquel principio de derecho natural que nos dice que en
donde quiera que está la cosa clama por su
dueño,
Ubicumque res est, pro domino suo clamat
.
¿Qué importa que el albacea se quede con la herencia de los
menores porque éstos no son capaces de reclamarla? ¿Qué
conque el usurero retenga los lucros? ¿Qué conque el
comerciante se engrandezca con las ganancias ilícitas? ¿Ni
qué conque otros muchos, valiéndose de su poder o de la
ignorancia de los demás, disfruten procazmente los bienes que
les usurpan? Jamás los gozarán sin zozobras, ni por
más que disimulen podrán acallar su conciencia que
incesantemente les gritará: esto no es tuyo, esto es mal
habido; restitúyelo o perecerás eternamente.

Así me sucedía con lo que le hurté a mi pobre
amo; pero como los remordimientos interiores rara vez se conocen en la
cara, procuré asentar mi conducta de buen médico en
aquel pueblo, prometiendo interiormente restituirle al doctor todos
sus muebles en cuanto tuviera proporción. Bien que en esto no
hacía yo más que ir con la corriente.

Como no se me habían olvidado aquellos principios de
urbanidad que me enseñaron mis padres, a los dos días
luego que descansé me informé de quiénes eran los
sujetos principales del pueblo, tales como el cura y sus vicarios, el
subdelegado y su director, el alcabalero, el administrador de correos,
tal cual tendero y otros señores decentes; y a todos ellos
envié recado con el bueno de mi patrón y Andrés,
ofreciéndoles mi persona e inutilidad.

Con la mayor satisfacción recibieron todos la noticia
correspondiendo corteses mi cumplimiento, y haciéndome mis
visitas de estilo, las que yo también les hice de noche vestido
de ceremonia, quiero decir, con mi capa de golilla, la golilla misma y
mi peluca encasquetada, porque no tenía traje mejor ni peor,
siendo lo más ridículo que mis medias eran blancas, todo
el vestido de color y los zapatos abotinados, con lo que
parecía más bien alguacil que médico; y para
realzar mejor el cuadro de mi ridiculez, hice andar conmigo a
Andrés con el traje que le compré, que os acordareis que
era chupa y medias negras, calzones verdes, chaleco encarnado,
sombrero blanco y su capotillo azul rabón y remendado.

Ya los señores principales me habían visitado,
según dije, y habían formado de mí el concepto
que quisieron; pero no me había visto el común del
pueblo vestido de punta en blanco ni acompañado de mi escudero;
mas el domingo que me presenté en la iglesia vestido a mi modo
entre médico y corchete, y Andrés entre tordo y perico,
fue increíble la distracción del pueblo, y creo que
nadie oyó misa por mirarnos, unos burlándose de nuestras
extravagantes figuras, y otros admirándose de semejantes
trajes. Lo cierto es que cuando volví a mi posada fue
acompañado de una multitud de muchachos, mujeres, indios,
indias y pobres rancheros que no cesaban de preguntar a Andrés
¿quiénes éramos? Y él muy mesurado les
decía: este señor es mi amo, se llama el señor
doctor don Pedro Sarmiento, y médico como él no lo ha
parido el reino de Nueva España; y yo soy su mozo, me llamo
Andrés Cascajo y soy maestro barbero, y muy capaz de afeitar a
un capón, de sacarle sangre a un muerto y desquijarar a un
león si trata de sacarse alguna muela.

Estas conversaciones eran a mis espaldas, porque yo a fuer de amo
no iba lado a lado con Andrés, sino por delante y muy gravedoso
y presumido escuchando mis elogios; pero por poco me hecho a
reír a dos carrillos cuando oí los despropósitos
de Andrés, y advertí la seriedad con que los
decía, y la sencillez de los muchachos y gente pobre que
nos seguía colgados de la lengua de mi lacayo.

Llegamos a la casa entre la admiración de nuestra comitiva,
a la que despidió el tío Bernabé con buen modo
diciéndoles que ya sabían dónde vivía el
señor doctor para cuando se les ofreciera. Con esto se fueron
retirando todos a sus casas y nos dejaron en paz.

De los mediecillos que me sobraron compré por medio del
patrón unas cuantas varas de pontiví y me hice una
camisa y otra a Andrés, dándole a la vieja casi el resto
para que nos dieran de comer algunos días, sin embargo del
primer ajuste.

Como en los pueblos son muy noveleros, lo mismo que en las
ciudades, al momento corrió por toda aquella comarca la noticia
de que había médico y barbero en la cabecera, y de todas
partes iban a consultarme sobre sus enfermedades.

Por fortuna los primeros que me consultaron fueron de aquellos que
sanan aunque no se curen, pues les bastan los auxilios de la sabia
naturaleza, y otros padecían porque o no querían o no
sabían sujetarse a la dieta que les interesaba. Sea como fuere,
ellos sanaron con lo que les ordené, y en cada uno labré
un clarín a mi fama.

A los quince o veinte días ya yo no me entendía de
enfermos, especialmente indios, los que nunca venían con las
manos vacías, sino cargando gallinas, frutas, huevos, verduras,
quesos y cuanto los pobres encontraban. De suerte que el tío
Bernabé y sus viejas estaban contentísimos con su
huésped. Yo y Andrés no estábamos tristes, pero
más quisiéramos monedas, sin embargo de que
Andrés estaba mejor que yo, pues los domingos desollaba indios
a medio real que era una gloria, llegando a tal grado su atrevimiento
que una vez se arriesgó a sangrar a uno y por accidente
quedó bien. Ello es que con lo poco que había visto y el
ejercicio que tuvo se le agilitó la mano en términos que
un día me dijo: hora sí, señor, ya no tengo
miedo, y soy capaz de afeitar al
Sursum-corda
.

Volaba mi fama de día en día, pero lo que me
encumbró a los cuernos de la luna fue una curación que
hice (también de accidente como Andrés) con el
alcabalero, para quien una noche me llamaron a toda prisa.

Fui corriendo, y encomendándome a Dios para que me sacara
con bien de aquel trance, del que no sin razón pensaba que
pendía mi felicidad.

Llevé conmigo a Andrés con todos sus instrumentos,
encargándole en voz baja, porque no lo oyera el mozo, que no
tuviera miedo como yo no lo tenía; que para el caso de matar a
un enfermo lo mismo tenía que fuera indio que español, y
que nadie llevaba su pelea más segura que nosotros; pues si el
alcabalero sanaba, nos pagarían bien y se aseguraría
nuestra fama; y si se moría, como de nuestra habilidad se
podía esperar, con decir que ya estaba de Dios y que se le
había llegado su hora estábamos del otro lado, sin que
hubiera quien nos acusara del homicidio.

En estas pláticas llegamos a la casa, que la hallamos hecha
una Babilonia, porque unos entraban, otros salían, otros
lloraban y todos estaban aturdidos.

A este tiempo llegó el señor cura y el padre vicario
con los santos óleos. Malo, dije a Andrés, ésta
es enfermedad ejecutiva. Aquí no hay medio, o quedamos bien o
quedamos mal. Vamos a ver cómo nos sale este albur.

Entramos todos juntos a la recámara y vimos al enfermo
tirado boca arriba en la cama, privado de sentidos, cerrados los ojos,
la boca abierta, el semblante denegrido y con todos los
síntomas de un apoplético.

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