El pibe que arruinaba las fotos (11 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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—Qué hacen… —dijo casi para sí, alargando la
a
como un lamento, como si le estuviesen dando una puñalada en el medio del árbol genealógico.

El Chiri y yo, muertos de vergüenza, pusimos rapidito TyC Sport y nos quedamos callados, con el clima asfixiante de Arthur Miller todavía retumbándonos en la cabeza y aplastándonos de tristeza el corazón, con las lágrimas que no podían dejar de brotar, viendo de repente en la tele a gente que se llamaba Borelli, Ortega Sánchez o Rubén Paz, correr como locos atrás de una pelotita. Cuando escribo este recuerdo, lo juro, me tiemblan las manos y un sudor ominoso me recorre el cogote.

Desde entonces Roberto Casciari nunca creyó del todo en mi hombría. Nunca significó demasiado, más tarde, que yo me haya casado, ni que haya engendrado una hija, ni que por fin me haya aparecido la barba. Su concepto de homosexualidad fue siempre más simple que la complejidad hormonal: según su teoría, el que hace cosas de putos, es puto. Su ecuación era sencilla: si los domingos te levantás temprano para ver una carrera de Turismo Carretera, sos hombre. Si te pasás la tarde leyendo un libro que se llama
La insoportable levedad del ser,
sos otra cosa. Y esa otra cosa a él lo avergonzaba y lo humillaba.

Cuando me fui a vivir a España y hablábamos por teléfono él y yo, o chateábamos, me preguntaba incidencias sobre casi todos los eventos deportivos ocurridos en la semana, para saber si me seguía preocupando el tema o si, por el contrario, ahora que vivía lejos y era libre había caído en la tentación de pasarme por alto algo en la grilla de Fox Sports. Yo ya estaba muy acostumbrado, y sabía que sus preguntas no eran fáciles. Jamás preguntaba el resultado de un partido, porque sabía que la respuesta se podía encontrar rápidamente en Google. Él me preguntaba siempre cosas extrañas:

—¿Viste los octavos de final de la Copa de África? —por ejemplo.

—Claro: Mozambique dos, Madagascar uno —le decía yo, transpirando, y acotaba, para certificar:— ¡Qué buen arquero el negro!

—Sí, gran arquero… Fue tremendo lo que le pasó a los dieciocho minutos del segundo tiempo —me decía él, y esperaba a que yo completara la frase.

Si yo le decía lo que había ocurrido, todo estaba bien. Si no le decía nada o cambiaba de tema, yo era puto. No había modo de engañarlo nunca. Por eso desde el año dos mil me pasé los primeros años del exilio mirando deportes, día y noche. Cuando me iba a dormir, dejaba grabando la NBA. A la mañana, mientras leía con desesperación el diario Olé para memorizar los resultados del descenso, con el otro ojo recuperaba los videos nocturnos. Un sábado me tuve que volver de una fiesta divertida porque empezaba el Gran Premio de Australia a las cinco y media de la madrugada.

—¿De verdad te vas? —me decían los anfitriones españoles—. ¿Tan fanático eres del automovilismo?

—No, me aburro como un hongo. Pero mi papá va a llamarme más tarde para preguntarme cosas raras.

Hoy tengo casi cuarenta años y, con la mano en el corazón, no sé si me gusta el fútbol, ni el tenis, ni los autos. Ni siquiera sé si realmente me gustan las mujeres. Puede que sí, puede que no. Hago todo lo que hay que hacer: veo en directo todos los deportes, voy a la cancha cada vez que puedo, miro culos por la calle, converso sobre cosas de hombres, grito los goles y despotrico contra los jueces de línea, conozco los apellidos de los diez mejores jugadores de casi cualquier cosa, toco bocina cuando pasa una señorita tetona por la vereda, entiendo casi por completo las reglas del fútbol australiano, sé qué cosa es un
passing shot,
etcétera, pero en el fondo de mi alma desconozco si todo eso es fruto de un gusto genuino o si se trata de una imposición cultural por parte de padre, arraigada, enquistada en mi personalidad.

Y todo empezó aquella tarde, con Dustin Hoffman. Todos los años de haber escondido las poesías, de haber puesto cara de hombre frente al dolor, de haber ido a rugby los sábados por la mañana a que me pegaran patadas en la cabeza sin motivos, de haber tomado vino tinto y haber aprendido chistes verdes para repetir delante de Roberto, ¡todo ese esfuerzo, Dios mío!, lo acababa de tirar a la basura, así, como una rosa deshecha por el viento. Así, como una hoja reseca por el sol. Así, como se arroja de costado un papel viejo… Esa tarde de domingo, aciaga e iniciática, dejé de escribir poesía para siempre.

Pero sí. Hasta ese día escribí unos quinientos poemas, que fueron desapareciendo en diversas mudanzas, o en quemas voluntarias, o en ataques de lucidez. Por suerte ya no queda casi ninguno. Tengo un vago recuerdo sobre la mediocridad de esas líneas, y además el Chiri todavía hoy se acuerda de memoria un par de aquellos poemas; son espantosos. Los recuerda solamente para poder humillarme en las sobremesas, que no está mal. Chichita es mucho más peligrosa en ese sentido, porque también guarda unos pocos papeles viejos de mi literatura adolescente —poesías, cuentos tempranos—, pero no para burlarse, sino porque
realmente
cree que son buenos. En general me avergüenza cuando mi madre llega a España y saca, de su bolsito, una hoja de cuaderno en donde reconozco mi letra antigua, o un folio amarilleado con tinta de Olivetti. Sin embargo no hace mucho me sorprendió al mostrarme (y no me lo quiso regalar) el original de mi primer cuento.

Esos papeles mecanografiados solían estar, doblados en cuatro partes, en unos cuadernos Rivadavia tapa dura donde Chichita guardaba moldes viejos del
Para ti,
fotos de mi hermana cuando era chica y tickets de supermercados que ya no existen. Mi adolescencia fue un tiempo de inseguridad literaria, y yo quemaba mis papeles cada dos o tres meses. Si todavía quedaba alguno vivo ahora, era porque Chichita solía robarlos del cajón del escritorio y los resguardaba de mis fantasmas pirómanos. El cuento se llamó, y se llama,
Un detalle sin importancia.
Cuando aquel relato llegó a mis manos otra vez, habían pasado dos décadas enteras desde su primera redacción; fue una sorpresa inesperada. Me quedé mirándolo como quien ve a un hermano mellizo después de que cada uno ha vivido en distintos orfanatos. Ese cuento era yo, pero no era yo.

Son siete folios apretados, escritos con la primera
Léxicon,
en hojas de oficio muy angostas y a doble espacio. Lo miré un rato largo, tratando de recordar el departamento de Almagro donde fue escrito, la cocina de Mercedes donde fue corregido, el patio del colegio donde ojos ajenos lo leyeron por primera vez, el jardín de la casa quinta donde lo pasé a limpio. Y entonces hubo algo en esas páginas que me dejó boquiabierto. No, no era el argumento. Fue más bien un pormenor en la construcción del texto, un detalle estético. Recordé, maravillado, un ejercicio increíble que por alguna razón ya estaba fuera de mi memoria: en mi juventud yo no podía permitirme que el margen derecho de la hoja quedara serruchado. Al principio me pareció la obsesión de un imbécil joven. Yo era casi tan estúpido como hoy, hace veinte años, pero no me sentía tan orgulloso como ahora.

Mis reglas de entonces, al escribir a máquina, eran pocas pero inquebrantables: con espacios incluidos, cada línea debía tener cincuenta y ocho caracteres, tres la sangría de comienzo de párrafo, y treinta y cinco líneas cada folio. Sin que el argumento variase demasiado, yo debía encontrar palabras que cayeran con exactitud en la prisión de los cincuenta y ocho espacios. Para eso, a la mitad de un renglón ya debía saber cómo seguir, y encontrar sinónimos si el asunto se ponía imposible.

No se podía utilizar la trampa del doble espacio, ni el truco de los tres puntos suspensivos donde la trama no los pedía. En cambio sí estaba permitido cortar la última palabra con el guión normal, y también con el guión bajo subrayando la última letra (eso se conseguía pulsando la tecla “6” en mayúscula). Tampoco estaba permitido tachar. Si había un error, había que empezar de vuelta. Para poner un ejemplo, yo le tenía fobia a esto:

Le contás a Un Detalle otra verdad. Le decís que lo más importante ha sido una mujer llorando, porque había llorado justo cuando hubieras querido besarla, y eso te había cambiado la vida. Le decís que lo más importante ha sido una lluvia golpeándote la cara como un látigo, y que haberte perdido de noche en un barrio desconocido también fue lo más importante.

Y, con mucha práctica, había logrado escribir de esta otra manera, sin perjudicar demasiado al texto:

Le contás a Un Detalle otra verdad. Le decís que lo más importante ha sido una mujer llorando, porque había llorado justo cuando hubieras querido besarla, y aquello te había cambiado la vida. Le explicás que lo más importante ha sido una lluvia pegándote en la cara como un látigo, y que haberte perdido de madrugada en un barrio desconocido también fue lo más importante.

Creo que la primera de mis obsesiones literarias fue aquélla, la de justificar el texto a la derecha desde el primer borrador. Ese berretín debió servirme, sin saberlo, para pensar mejor cada palabra antes de ponerla en el papel, y para abrir a cada rato el diccionario de sinónimos. Con el tiempo logré tanta eficacia en este ritual que lo había automatizado por completo. Es decir: llegó un momento en que ya no tuve que pensar en eso: la cabeza trabajaba sola en el problema de las sílabas y los espacios, sin quitarme energía para la imaginación o el deseo de narrar. Llegó un momento, casi a principio de los años noventa, en el que yo era capaz de escribir, a una velocidad increíble, textos con el margen derecho impoluto, sin darme casi cuenta.

Aquéllos fueron tiempos en que las computadoras personales eran un rumor de progreso que no se podía confirmar, y tenían más que ver con ser millonario que con el año dos mil. Y seguramente yo hubiera seguido así toda la vida, esquivando el serrucho de la derecha, si entonces no hubieran aparecido las máquinas electrónicas, después las eléctricas (que ya justificaban el texto a placer) y por fin las primeras computadoras a precios razonables, llamadas con cariño “dos-ocho-seis”.

La del serrucho fue la primera de una interminable seguidilla de rituales que todavía me persiguen cuando escribo, y que muchas veces son solamente excusas para disfrazar la escasez de voluntad o la falta de inspiración. De joven tenía más de la segunda; ahora casi únicamente de la primera.

La única obsesión que conservo desde las primeras épocas es el pantalón de escribir. Esta prenda —que no ha tenido más de cuatro o cinco versiones a lo largo de mi vida— es con lo único que puedo sentarme a la máquina, desde el año ochenta y cinco hasta la fecha. Debe ser un pijama azul de invierno, recortado a tijera a la altura de la rodilla. Debe tener el elástico roto, algunos agujeros de cenizas caídas y, esencialmente, más de cinco años de antigüedad para que me resulte cómodo y, sobre todo, amistoso. Pero más que otra cosa, debo tener siempre un poco de frío, como si estuviese a la intemperie y hubiese un río no muy lejos. Me resulta necesario, desde que vivo en un país que no es mío, sentir en algún momento de la noche una especie de excitación infantil que solamente me producía el ir a pescar solo cuando tenía diez años. Es difícil que hoy pueda recordar algo mejor que un río bonaerense, que un puñado de lombrices vivas en una lata de duraznos y un paquete de cigarros en el bolsillo secreto de la campera. Sin aún escribir, empecé a sentir la necesidad de los rituales en esa época.

Las ciudades más hermosas tenían río: Areco, San Pedro, Flandria, Gualeguaychú, Concepción, Baradero. Los domingos todos dormían hasta tarde. Yo salía de la canadiense ya vestido, con el primer rayo del sol. La noche anterior ya había preparado todo para no perder el tiempo: las dos cañas (anzuelo de mojarra y anzuelo de bagre), la línea para los pescados grandes, el termo con agua caliente, las lombrices en tierra mojada, un poco de corazón (no del verbo ímpetu, sino del verbo pollo muerto) y las botas amarillas para meter las patas en el agua. También el librito de Agatha Christie, o de Conan Doyle, o de Twain. Y el paquete miedoso de Galaxy suaves.

Siempre hacía un poco de fresco y quedaba algo de rocío nocturno, que mojaba el pasto de camino al río. Mientras más me alejaba de los autos, y de las otras carpas, y de las casas rodantes, menos se oían los ronquidos de todo el mundo. Entonces subía el canto de los pájaros y los árboles se hacían más grandes. Antes de aparecer, el río podía intuirse por el olor.

Medio minuto después yo estaba con los pies en el agua. Más abajo, los peces de las seis de la mañana eran todos para mí. Sin chicos alrededor, ni bañistas, ni matrimonios felices. Yo estaba conmigo y sin nadie. Entonces me sentaba, encarnaba y miraba la boya como un autista, durante muchos minutos. Y en ese momento, siempre, porque no falló nunca, ocurría aquello que había ido a buscar: un lento bienestar en forma de corriente fría empezaba a subirme por los pies y me recorría los huesos hasta llegar a la cabeza. Era una magia irrepetible.

Cuando dejé de ir a pescar y de ser un chico de diez años, esa sensación desapareció para siempre. Pero no los rituales que convocaban al frío ni aquella obsesión que me contagiaba el placer de la soledad. Ahora, que ya no importa si las palabras están serruchadas a la derecha, ahora que han pasado tantos años y que estoy tan lejos de esas personas que duermen en la canadiense, solamente escribo para sentir ese hormigueo de la infancia, y para justificar los márgenes de los textos y de los ríos por los que anduve.

Pero los rituales son los mismos, siempre son los mismos. Con la llegada de la tecnología las cosas no mejoraron mucho en mi cabeza, sólo cambiaron algunas taras. Ahora necesito que el teclado de la máquina no sea demasiado celoso, por ejemplo, y que sea blanco, no esos teclados negros modernos, ni mucho menos ergonómicos o partidos en dos: asco. Que la tipografía del procesador tenga serif, en lo posible garamond o georgia, jamás helvética ni arial ni mucho menos courier.

Durante los felices años en que muy pocos teníamos una PC y una impresora, siempre llegaban a casa amistades sin trabajo con un lastimoso pedido de auxilio:

—¿No me hacés un currículum, vos que tenés computadora?

A mí me fascinaba hacer estos favores porque nunca, ni siquiera en este libro, tuve la oportunidad de mentir con tanta soltura y sangre fría como en las épocas en que mi oficio era el de componer, con pasión y paciencia, la vida de otras personas.

En los ajetreados años noventa, un compositor de currículum sólo aceptaba pedidos de dos grupos de clientes: amigos varones íntimos muy arraigados, por obligación moral; o chicas tetonas, por intereses filosóficos. Jamás debía brindarse este servicio, al menos de forma gratuita, a varones conocidos del barrio, ni a parientes en primer grado, ni a señoritas feas, ni a señoritas tetonas pero comprometidas con amigo varón íntimo muy arraigado. Ésta era la regla número uno. La regla número dos: usar siempre letra garamond, que es muy vistosa.

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