Me interesé. El albañil viejo se dio cuenta que había logrado seducirme con su respuesta serena, más moderada que las del resto, y me puso una mano sobre el hombro. Habló con la misma cadencia que usan los hombres de campo cuando están a punto de decir algo sobre pájaros:
—La hembra no responde al chiflido, compañero —dijo—. Nunca.
Los otros tres asintieron en silencio.
—Yo empecé como aprendiz de obra en el año cincuenta y dos —continuó el viejo—, y desde esa época las chiflo a todas. No me importa que sean vistosas o bagres, ni que sean gordas, ni que sean viejas. Mire usted: yo debo de haber chiflado —hizo una larga suma en el aire, entrecerrando los ojos—, debo de haber chiflado a un millón doscientas mil mujeres, por abajo de las patas. Y no es solamente que nunca vino ni una: ni siquiera dan vuelta la cabeza para ver quién llama. ¡Nada! Y no es indiferencia, ojo; es que no perciben el chiflido humano. ¿Vio que el perro oye un silbato especial que el cristiano no oye? Con las mujeres pasa lo mismo. Pero a la inversa.
—¿Y para qué les silban, entonces? —insistí—. Yo trabajo ahí enfrente, en el primer piso, en aquella ventana. Y los veo a ustedes silbar siempre que pasa una mujer. ¿Para qué las silban, si no vienen?
—Para que vengan, así le damos —repitió de nuevo el más joven, con puesta en escena incluida, y todos rieron otra vez.
En ese momento (y esto fue muy impresionante) dejaron de reírse todos a un tiempo y miraron hacia la esquina vacía. Los cuatro, al unísono, se pusieron en posición de alerta y de perfil, como en una coreografía ensayada la noche anterior. Si hubieran tenido agua hasta el cuello habría creído que eran nadadoras sincronizadas.
Uno de ellos, el gordo, presagió muy concentrado:
—Rubia. Unos treinta años.
Otro, el flaco, aguzó el oído y dio más detalles:
—Buenas tetas, complexión mediana.
Yo no escuchaba nada más que las bocinas de los coches. El viejo cerró los ojos para concentrarse mejor, apretó los labios y negó:
—Tetas sí, pero no rubia: morocha teñida.
Entonces, sólo entonces, yo también comencé a escuchar el sonido levísimo de un taconeo, desde la izquierda, y diez segundos más tarde, efectivamente, dobló hacia nosotros una mujer rubia, bien proporcionada, de unos treinta o treinta y cinco años de edad.
Los cuatro albañiles actuaron como era su costumbre: usaron el silbido llamador y los verbos venir y chupar en diferentes variaciones, siempre en la segunda del imperativo. Hicieron lo de siempre, con la diferencia de que, esta vez, yo no los observaba desde la abstracción de mi oficina sino que estaba con ellos, era uno más, y quizás por eso sus silbidos y propuestas me turbaron. La posibilidad de que la mujer creyera que yo también participaba del petitorio, del llamado, me hizo sonrojar y bajar la mirada al suelo.
Después de silbarla y llamarla en vano, los cuatro obreros se quedaron mirando el culo de la mujer hasta que desapareció detrás de una marquesina. Sólo entonces recordaron que yo estaba allí, y volvieron a prestarme atención.
—Qué va a ser… Así es la cosa —dijo el albañil gordo, con el mismo tono de aceptación resignada de un pescador al que se le ha escapado otro pez imposible.
—Ésta tampoco quiso entrar —acoté yo, con un poco de maldad, para ocultar mi vergüenza, que no era vergüenza ajena y por eso me dolía.
—Pero si entraba le dábamos —dijo el albañil flaco, aunque esta vez nadie hizo gestos de fornicación ni tampoco hubo risas.
Pasó una ambulancia y comenzó a caer la tarde. Nos quedamos los cinco en silencio, y yo pensé que quizá no decían toda la verdad, que quizás mentían. No adrede, sino con la intención, involuntaria, de salvarse de un destino lejano que no les correspondía.
Pensé que, tal vez, el más joven de los albañiles silbaba a las mujeres porque, al llegar a la obra el primer día, los otros ya tenían esa misma costumbre. Y pensé que quizás el viejo silbaba a las mujeres porque en el año cincuenta y dos, cuando era tan sólo un aprendiz, los oficiales de obra ya también silbaban a las mujeres. Me dio por pensar que ninguno de los cuatro sabría qué hacer si, un día, una mujer respondía el llamado milenario.
—Lo de ustedes es un acto reflejo —dije, como si pensara en voz alta—, es un gesto sin esperanza. Un mecanismo que no tiene sentido.
Se quedaron callados los cuatro.
El viejo bajó la vista. El más joven dejó de sonreír. El flaco dio media vuelta y se quedó de espaldas a mí, mirando una montaña de cerecita. Tan pronto como acabé de decir aquello, me arrepentí de haber hablado de ese modo, y también me arrepentí de haber salido de mi oficina y de haber cruzado la calle para hacer preguntas. ¿Qué me importaba a mí la vida de esa gente?
—Mire señor —me dijo entonces el albañil gordo, y yo levanté la vista y lo miré a los ojos—: cuando el trabajador de la construcción le chifla a una mujer, siempre hay esperanza. Siempre esperamos que la mujer se dé la vuelta y venga un rato, o que por lo menos se dé la vuelta y nos mire. Hace siglos que las estamos llamando, no es de ahora. ¿Ellas qué saben si es para
darles,
como dice Pedro, o si es porque se les cayó la bufanda al suelo y se la queremos devolver? ¿Ellas qué saben? Un trabajador que chifla siempre espera que la mujer se dé la vuelta y lo mire a los ojos. Siempre espera. Porque, mire —y señaló la silueta de la ciudad, abarrotada de cemento—, mire todo esto, señor, mire esta ciudad: si no tuviéramos esperanza, si todo fuera porque sí, ¿usted cree que habría tantos edificios terminados?
No era posible. Si yo era el flaco, si yo era el que usaba un traje, si yo era el que tenía un trabajo respetable, ¿por qué eran ellos los que tenían esperanzas? Quizá fuera que ellos decían ser albañiles y construían edificios, mientras que yo decía ser escritor y trabajaba en una revista de mierda escribiendo idioteces. No sé, pero exactamente seis meses después de aquella charla con los cuatro amigos de la construcción, el mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial, me cansé de mi vida.
Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero esta vez por hacer crónicas de viajes y, una vez que aceptó, me subí a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al norte. Tenía veintitrés años. Aunque no era la primera vez que estaba en lo más profundo de una crisis, nunca había pegado semejante volantazo en medio de la tormenta. En el tren, incluso antes de llegar a Rosario, ya pude percibir esa paz liberadora que nos invade cuando somos jóvenes y no sabemos, ni nos importa, lo que va a pasar diez minutos después.
Hasta aquel punto final, hasta la tarde que en un bar de Junín y Rivadavia escuché la sentencia más triste del mundo —me cortaron las piernas—, había puesto mi crisis en pausa a raíz del Mundial de Fútbol. El torneo empezó justo en medio de mi depresión, y fue la mejor excusa para postergar la debacle. Desde el dos de junio tuve algo en qué ocupar la cabeza y no pensar en mí. Todos los días había un partido, y por primera vez Argentina era un equipo que me gustaba. Lo dirigía Basile y estaba Maradona: no podíamos perder. Confiaba con desesperación en el triunfo porque, si ganábamos, quizás me olvidaría, camuflado mi cuerpo entre los festejos y los bocinazos, que alguna vez había perdido la brújula. Pero no contaba con el dopaje, y la cortina de humo se disipó temprano.
Por herencia paterna, no había podido disfrutar de las dos finales anteriores. En casa somos de Racing, y un hincha de Racing con memoria histórica no festeja los triunfos de Bilardo. Ahora me parece surrealista, incluso esnob esa postura, pero en las finales de México y de Italia en casa se gritaron, como propios, los goles alemanes. Mi padre y yo nos abrazamos cuando Andreas Brehme metió el penal esquinado, igual que cuatro años antes habíamos apagado el televisor con bronca después de la carrera agónica de Burruchaga. Durante mucho tiempo esa excentricidad me pareció legendaria, un punto a favor en mi biografía. En cambio ahora que estoy lejos de Buenos Aires, ahora que soy capaz de enloquecer de alegría por una triste medalla olímpica en canotaje, me avergüenza no haber festejado la gesta del ochenta y seis.
Ocho años después y sin Bilardo, cuando por fin pude reivindicarme, se me acabó el Mundial en octavos y me reencontré de golpe con una vida vacía de epopeyas. Unos meses antes me habían caído del cielo mil y pico de dólares en un premio literario y aproveché el dinero para escapar una larga temporada a la intemperie, solo, a ver si era capaz de encontrar la pasión esquiva. En esas épocas yo pensaba que a los veinticinco años me sonaría la campanada final de la literatura; sentía que me quedaba poco trecho y que todavía no había escrito una sola novela decente. Ahora, que tengo cuatro canas en la barba, ya no me pongo esos límites temporales para contar una historia. Tampoco escupo novelas como un desesperado, es cierto. Pero entonces era cuestión de vida o muerte ser un escritor: lo deseaba con la misma fuerza con que hoy deseo ser feliz.
A principios de aquel año había empezado a leer como un loco a Juan Filloy. Además de Maradona y su desgracia mítica, el cordobés había propiciado también ese viaje norteño. En su novela
Op Oloop
había leído una frase que me empujó a desprenderme de todos los contextos: La soledad es el placer de la propia perspectiva, escribía don Juan en mil novecientos treinta y dos, y sigo pensando que es una de las verdades más redondas que se han dicho nunca. Entre los pocos libros que llevaba en mi mochila había un par de mi admirado Filloy y la obra poética de César Vallejo. Casi nada más. El dieciocho de julio, en un pueblo perdido de Santiago del Estero, estaba leyendo el poema
Los nueve monstruos,
del peruano, cuando una radio cercana me avisó del atentado en la AMIA. El párrafo que leía en ese momento me pareció una señal:
Jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca jugó mejor
su rol de frío muerto.
Jamás, señor ministro de salud,
fue la salud más mortal.
El viaje estuvo lleno de códigos secretos como ése. Señales imperceptibles, guiños que a simple vista no querían decir nada pero que, tan frágiles mis huesos y tan necesitado yo de milagros, significaban muchas cosas y me hacían tener esperanza. En ese viaje pensé, por primera vez, que la vida estaba grabada en los surcos de un
longplay,
y que uno era la púa ciega que rasguñaba el vinilo. Lo difícil no era que sonara la música —siempre suena—, sino dar con el surco que a cada cual le correspondía. Una crisis era un salto antiestético en la canción, y encontrar otra vez la música correcta podía resultar muy complicado. A veces no ocurría nunca y enloquecíamos. La locura era un disco rayado, era la desesperación que le hacía repetir al desequilibrado la misma historia triste, siempre.
Una tarde que nunca voy a olvidar terminé de leer, de un tirón, una novela de don Juan —era
Caterva
— y sentí una profunda reconciliación interior. Me supe, digamos, casi feliz después de muchos meses. Yo estaba en Salta, a punto de pasar a Bolivia, sentado en la mesa de madera de un camping abandonado, en patas. Di vuelta el libro para revisar la solapa (esas cosas que hacemos para no concluir un buen libro, para que siga en nuestras manos un poco más) y allí, en la reseña, estaba la más grande todas las señales:
“Filloy nació en Córdoba el 1° de agosto de 1894; de madre francesa y padre español, compartió la vida y el trabajo con sus seis hermanos en el…”
Interrumpí la lectura biográfica con el corazón latiéndome en la yema de los dedos.
1° de agosto de 1894:
increíble. Hacía ya dos meses que vagaba por pueblos perdidos, haciendo reportajes a brujos y calesiteros, a toda clase de gente marginal que tuviera algo extraño que contar, sacándole fotos a manchas de humedad que parecían la cara de un cristo, pescando bogas. No tenía idea de la fecha en que vivía. Casi de casualidad estaba al tanto de la provincia que pisaba, y a veces ni eso. Pero sí sabía algo: que hacía frío y que era invierno. Y otra cosa más. Que estábamos en el noventa y cuatro. Por eso tuve la corazonada. No sé a quién le pregunté:
—Qué día es hoy, maestro —y crucé los dedos.
Me dijeron que martes. Martes treinta y uno de julio. Por primera vez me sentía apurado para llegar a algún sitio. Tanteé en los bolsillos cuánta plata me quedaba: había que salir ya mismo si quería estar a tiempo. Hice dedo hasta Ojo de Agua: me llevaron unos santiagueños que traficaban fotocopiadoras en una combi. Nunca entendí el negocio, pero tenían porro y contaban buenos chistes sobre tucumanos. Y esa misma noche —con la ansiedad más grande del mundo— me encontré mal durmiendo en un micro que se dirigía, por fin, a la provincia de Córdoba.
Las pequeñas desgracias cotidianas eran, a mi entender, productos de una mala decisión muy anterior, tan anterior que nos resultaba imposible relacionar una cosa con la otra. La decisión que nos incorporaba a un surco nuestro, en cambio, sólo podía traer ventura. Aunque Maradona ya no estuviese en el Mundial ni hubiera Mundial para mí ni para nadie.
Estos guiños eran complicidades del destino, que ya estaba escrito; eran señas de truco que nos alertaban justo en los momentos de cambio, hacia una expectativa nueva. ¿Es este riesgo un surco tuyo?, parecía preguntar el destino, con un gesto mínimo. ¿Realmente deberías dar este giro, asumir ese riesgo, firmar ese papel, seguir tan lejos a esa mujer, tener ahora ese hijo, escribir esa novela, mudarte de casa; justo ahora? ¿De verdad serás feliz en esa casa, o con ese hijo, o con esa mujer, o en ese proyecto? ¿Es ése el surco del disco en el que sonarán las mejores canciones de tu vida? Muchas veces me había ocurrido que la vida pegaba un volantazo inesperado y torpe, a todas luces innecesario, que sin embargo años después comenzaba a tener sentido. Mi abuelo materno, por ejemplo, fue el tipo más espantoso que conocí en la vida, y sin querer resultó fundamental en mi crecimiento como escritor. Dos veces, y no una, Don Marcos me empujó a la literatura, al esfuerzo de la literatura. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.