El poder del perro (4 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Se tocaron los guantes.

No intentes ganar, se dijo Art. Trátale bien. Has venido a hacer amigos.

Diez segundos después, Art se estaba riendo de sus pretensiones. Entre puñetazo y puñetazo. No podrías ser menos eficaz, se dijo, aunque estuvieras atado con cable de teléfono. Creo que no deberás preocuparte por ganar.

Preocúpate de sobrevivir, tal vez, se dijo diez segundos después. La velocidad de manos del muchacho era asombrosa. Art ni siquiera veía llegar los golpes, y no conseguía pararlos, y muchísimo menos devolverlos.

Pero tienes que intentarlo.

Es una cuestión de honor.

Por lo tanto, lanzó un derechazo tras un golpe con la izquierda y recibió una combinación de tres golpes a cambio. Bum bum bum. Es como vivir dentro de un maldito timbal, pensó Art, al tiempo que reculaba.

Mala idea.

El chico se precipitó hacia él, lanzó dos golpes rapidísimos, y después un directo a la cara, y si la nariz de Art no se rompió, la imitación fue excelente. Se secó la sangre de la nariz, se protegió y recibió casi todos los martillazos siguientes en los guantes, hasta que el chico cambió de táctica y empezó a atacar las costillas de Art por ambos lados.

Art tuvo la impresión de que había transcurrido una hora cuando sonó la campana y volvió a su taburete.

Big Brother le estaba esperando.

—¿Ya has tenido bastante,
picaflor
?

Solo que esta vez no parecía tan hostil.

Art contestó en tono cordial.

—Solo estoy comprobando desde dónde sopla el aire, perra.

Se quedó sin aire a los cinco segundos del segundo asalto. Un gancho con la izquierda al hígado logró que Art hincara una rodilla. Tenía la cabeza gacha, y de su nariz manaban sangre y sudor. Jadeaba en busca de aire, y por el rabillo de sus ojos anegados en lágrimas vio que, entre la multitud, había hombres intercambiando dinero, y oyó que el hermano pequeño contaba hasta diez en tono concluyente.

Que os den por el culo a todos, pensó Art.

Se levantó.

Oyó maldiciones procedentes de la multitud, gritos de ánimo de algunos pocos.

Vamos, Art, se dijo. Recibir una paliza no va a servirte de nada. Tienes que plantar cara un poco. Neutraliza la velocidad de la mano del chico, no le dejes lanzar puñetazos con tanta facilidad.

Se arrojó hacia delante.

Recibió tres golpes fuertes, pero siguió adelante y acorraló al muchacho contra las cuerdas. Con los pies trabados, empezó a lanzar golpes breves y cortantes, insuficientes para hacer daño, pero que obligaron al chico a cubrirse. Después, Art se agachó, le golpeó dos veces en las costillas, se inclinó hacia delante y le inmovilizó.

Tómate unos segundos de descanso, pensó Art, recibe un golpe. Apóyate contra el chico, cánsale un poco. Pero incluso antes de que Little Brother pudiera llegar para romper el
clinch
, el chico se deslizó bajo los brazos de Art, giró en redondo y le
alcanzó
dos veces en la cabeza.

Art siguió avanzando.

Recibió golpes todo el rato, pero era Art el agresor, y esa era la cuestión. El chico estaba retrocediendo, bailando, golpeándole a voluntad, pero retrocediendo. Bajó las manos y Art lanzó la izquierda contra su pecho, forzando que retrocediera de nuevo. El chico parecía sorprendido, así que Art lo repitió.

Entre asalto y asalto, los dos hermanos estaban demasiado ocupados azuzando a su boxeador para que propinara una paliza a Art. Este agradecía los descansos. Un asalto más, pensó. Dejadme superar otro asalto.

Sonó la campana.

Un montón de
dinero
cambió de manos cuando Art se levantó del taburete.

Tocó los guantes con los del chico para el último asalto, le miró a los ojos y vio al instante que había herido su orgullo. Mierda, pensó Art, no era mi intención. Controla tu ego, capullo, y ni se te ocurra ganar.

No tendría que haberse preocupado.

Con independencia de lo que los hermanos le hubieran aconsejado al chico entre asalto y asalto, se amoldó a su estilo, moviéndose sin cesar a su izquierda, en la dirección de su golpe, con las manos altas, golpeando a Art a placer, para luego apartarse.

Art se movía hacia delante y golpeaba al aire.

Se detuvo.

Se quedó en el centro del cuadrilátero, sacudió la cabeza, rió e indicó por señas al chico que se acercara.

Al público le encantó.

Al chico le encantó.

Se encaminó arrastrando los pies al centro del cuadrilátero y empezó a lanzar puñetazos sobre Art, que los paraba como mejor podía sin dejar de cubrirse. Art devolvía un golpe cada pocos segundos, y el chico volvía a machacarle.

El chico no quería dejarle inconsciente. Se le había pasado la rabia. Solo estaba entrenando, siguiendo la rutina de los ejercicios y demostrando que podía golpear a Art cuando quisiera, ofreciendo a la multitud el espectáculo que deseaba. Al final, Art dobló una rodilla, con los guantes pegados a la cabeza y los codos hundidos en las costillas, con el fin de recibir la mayor parte de los golpes en los guantes y los brazos.

Sonó la campana final.

El chico levantó a Art y se abrazaron.

—Algún día serás campeón —dijo Art.

—Has estado bien —dijo el chico—. Gracias por el combate.

—Tienes un buen luchador —dijo Art a Little Brother, mientras le quitaban los guantes.

—Vamos a por todas —dijo Little Brother. Extendió la mano—. Me llamo Adán. Este es mi hermano Raúl.

Raúl miró a Art y asintió.

—No has abandonado, yanqui. Pensé que abandonarías.

Esta vez se ahorró el
picaflor
, observó Art.

—Si hubiese tenido cerebro, habría abandonado —dijo.

—Peleas como un mexicano —dijo Raúl.

La alabanza definitiva.

De hecho, peleo como un medio mexicano, pensó Art, pero se lo guardó para sí. No obstante, sabía a qué se refería Raúl. Pasaba lo mismo en Barrio Logan. No importa tanto lo que eres capaz de pegar como lo que eres capaz de recibir.

Bien, esta noche he recibido de lo lindo, pensó Art. Lo único que deseo ahora es volver al hotel, tomar una larga ducha caliente y pasar el resto de la noche en compañía de una compresa de hielo.

Está bien, varias compresas de hielo.

—Vamos a tomar unas cervezas —dijo Adán—. ¿Quieres venir?

Sí, pensó Art. Sí.

De modo que pasó la noche bebiendo cervezas en un
cafetín
con Adán.

Años después, Art habría dado cualquier cosa en el mundo por haber matado a Adán Barrera en aquel momento.

Tim Taylor le llamó al despacho a la mañana siguiente.

Art tenía un aspecto de mierda, un fiel reflejo externo de su realidad interna. Le dolía la cabeza a causa de las cervezas y la
yerba
que había terminado fumando en el after-hours al que Adán le había arrastrado. Tenía los ojos morados, y quedaban rastros de sangre oscura seca debajo de su nariz. Se había duchado, pero no afeitado, porque, uno, no había tenido tiempo, y dos, la idea de pasar algo sobre su mandíbula hinchada se le antojaba poco apetecible. Y aunque se sentó en la silla muy despacio, sus costillas doloridas gritaron ofendidas.

Taylor le miró con repugnancia no disimulada.

—Menuda nochecita te has pegado.

Art sonrió con humildad. Hasta eso le dolió.

—Ya te has enterado.

—¿Sabes qué me han dicho? —preguntó Taylor—. Esta mañana me he reunido con Miguel Barrera. Ya sabes quién es, ¿verdad, Keller? Es un poli del estado de Sinaloa, ayudante especial del gobernador, el hombre de esta zona. Hace dos años que estamos intentando convencerle de que trabaje con nosotros. Y ha tenido que ser él quien me informe de que uno de mis agentes está armando bulla con los lugareños...

—Fue un combate de entrenamiento.

—Da igual —dijo Taylor—. Estos tipos no son nuestros colegas ni nuestros compañeros de copas. Son nuestros objetivos y...

—Tal vez sea ese el problema —se oyó decir Art.

Una voz incorpórea que no podía controlar. Tenía la intención de mantener la boca cerrada, pero estaba demasiado jodido para ceñirse a la disciplina.

—¿Cuál es el problema?

Joder, pensó Art. Demasiado tarde.

—Que a «esos tipos» los consideramos «objetivos».

Y en cualquier caso, estaba cabreado. ¿Las personas eran objetivos? He estado allí, he hecho eso. Además, averigüé más cosas anoche que en los últimos tres meses.

—Escucha, aquí no vas de agente secreto —dijo Taylor—. Trabaja con la policía local...

—No puedo, Tim —contestó Art—. Has conseguido indisponerme con ellos.

—Voy a echarte de aquí —dijo Tim—. Te quiero fuera de mi equipo.

—Empieza el papeleo —dijo Art. Estaba harto de aquella mierda.

—No te preocupes, lo haré —dijo Taylor—. Entretanto, Keller, intenta comportarte como un profesional.

Art asintió y se levantó de la silla.

Despacio.

Mientras la espada de Damocles de la burocracia pendía sobre su cabeza, Art pensó que podría seguir trabajando.

¿Cómo es ese dicho?, se preguntó. ¿Que pueden matarte, pero no pueden comerte? Lo cual no es cierto, pueden matarte y comerte, pero eso no significa que te lo tomes con calma. La idea de ir a trabajar con el equipo de un senador le deprimía hasta extremos insospechables. No era tanto el trabajo como que se lo consiguiera el padre de Althie, y Art tenía una actitud ambivalente hacia las figuras paternas.

Era la idea del fracaso.

No dejes que te noqueen, oblígales a noquearte. Oblígales a romperse las putas manos para noquearte, infórmales de que están peleando, dales algo para que se acuerden de ti cada vez que se miren en el espejo.

Volvió al gimnasio.


¡Qué noche brutal!
—dijo a Adán—.
Me mata la cabeza
.

—Pero gozamos.

Ya lo creo que nos lo pasamos bien, pensó Art. Tengo la cabeza hecha una mierda.

—¿Cómo está el Leoncito?

—¿César? Mejor que tú —dijo Adán—. Y mejor que yo.

—¿Dónde está Raúl?

—Echando un polvo, seguramente —dijo Adán—.
Es el coño ese
. ¿Quieres una cerveza?

—Sí, joder.

Dios, qué bien sabía. Art tomó un sorbo largo y maravilloso, y después apoyó la botella fría contra su mejilla hinchada.

—Estás hecho una mierda —dijo Adán.

—¿Tanto?

—Casi.

Adán hizo una seña al camarero y pidió un plato de embutidos. Los dos hombres se sentaron a una mesa de la terraza y vieron desfilar el mundo ante sí.

—Así que eres un agente de la brigada de narcóticos —dijo Adán.

—Ese soy yo.

—Mi tío es poli.

—¿No quieres seguir la tradición familiar?

—Soy contrabandista —dijo Adán.

Art enarcó una ceja. Le dolió.

—Tejanos —dijo Adán, y rió—. Mi hermano y yo vamos a San Diego, compramos tejanos y los pasamos clandestinamente por la frontera. Los vendemos libres de impuestos en la parte trasera de un camión. Te sorprendería saber cuánto dinero se gana.

—Pensaba que ibas a la universidad. ¿Qué era?, ¿contabilidad?

—Hay que tener algo que contar —dijo Adán.

—¿Tu tío sabe lo que haces para pagarte las cervezas?

—Tío lo sabe todo —dijo Adán—. Cree que es frivolo. Quiere que me dedique a algo «serio». Pero el negocio de los tejanos es bueno. Aporta algo de dinero hasta que lo del boxeo despegue. César será campeón. Ganaremos millones.

—¿Has intentado boxear? —preguntó Art.

Adán sacudió la cabeza.

—Soy pequeño, pero lento. Raúl es el luchador de la familia.

—Bien, creo que yo he librado mi último combate.

—Creo que es una buena idea.

Los dos rieron.

Es curiosa la forma en que se forjan las amistades.

Art pensaría en eso unos años después. Un combate de entrenamiento, una noche de borrachera, una tarde en la terraza de un café. Conversación, ambiciones compartidas mientras se suceden platos, botellas y horas compartidas. Un torneo de chorradas. Risas.

Art pensaría en eso, cuando se dio cuenta de que, hasta que no conoció a Adán Barrera, no había tenido amigos.

Tenía a Althie, pero eso era diferente.

Puedes describir a tu mujer como tu mejor amiga, pero no es lo mismo. No es el rollo masculino, el hermano que nunca tuviste, el tipo con el que te vas de copas.

Cuates, amigos
, casi
hermanos
.

Cuesta saber cómo ocurre.

Tal vez lo que Adán vio en Art fue lo que no encontraba en su hermano: una inteligencia, una seriedad, una madurez de las que él carecía pero anhelaba. Tal vez lo que Art vio en Adán... Joder, durante años intentaría explicarlo, incluso a sí mismo. Era solo que, en aquellos tiempos, Adán Barrera era un buen chico. Realmente lo era, o al menos lo parecía. Fuera lo que fuese lo que dormía en su interior...

Tal vez duerme en el fondo de todos nosotros, pensaría más tarde Art.

En mi interior se ocultaba, ya lo creo. El poder del perro.

Fue Adán, inevitablemente, quien le presentó a Tío.

Seis semanas después, Art estaba tumbado en su cama de la habitación del hotel viendo un partido de fútbol en la tele, sintiéndose como una mierda porque Tim Taylor acababa de recibir la autorización para trasladarle. Supongo que me enviará a Iowa para comprobar que las farmacias cumplen las normas de prescripción de medicamentos para el resfriado o algo por el estilo, pensó Art.

Carrera terminada.

Alguien llamó a la puerta.

Art la abrió y vio a un hombre con traje negro, camisa blanca y fina corbata negra. El pelo peinado hacia atrás a la vieja usanza, bigotillo, ojos tan negros como la medianoche.

Unos cuarenta años, con una seriedad del Viejo Mundo.

—Señor Keller, perdone por entrometerme en su privacidad —dijo—. Me llamo Miguel Ángel Barrera, de la policía estatal de Sinaloa. Me pregunto si podría robarle unos minutos de su tiempo.

Por supuesto, pensó Art, y le invitó a entrar. Por suerte, a Art le quedaba casi toda una botella de whisky, abandonada tras una serie de noches solitarias, de modo que pudo ofrecer una copa al hombre. Barrera la aceptó y ofreció a Art un delgado habano.

—Lo dejé —dijo Art.

—¿Le importa que fume?

—Viviré indirectamente por mediación de usted —contestó Art.

Buscó a su alrededor un cenicero y descubrió uno. Después, los dos hombres se sentaron a una pequeña mesa junto a la ventana. Barrera miró a Art unos segundos, como si meditara sobre algo.

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