El poder del perro (42 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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—Así es —contesta Parada—. Por ejemplo, en este mismo momento estoy intentando dar de comer a miles de personas hambrientas, proporcionarles agua potable, casas decentes, medicinas, educación y alguna esperanza de futuro. Cualquiera de estas cosas sería un milagro.

—Si es una cuestión de dinero...

—Métete el dinero en el culo —dice Parada—. ¿Me he expresado con claridad?

Adán sonríe, y recuerda por qué quiere a este hombre. Y por qué el padre Juan es el único cura lo bastante duro para ayudar a Tío.

—Mi tío vive en un tormento —dice.

—Bien. Se lo merece.

Cuando Adán enarca una ceja, Parada dice:

—No estoy seguro de creer en el infierno de las llamas, Adán, pero si existe uno, no me cabe duda de que tu tío acabará en él.

—Es un adicto al crack.

—Me abstendré de comentar la ironía de la circunstancia —dice Parada—. ¿Conoces el concepto de karma?

—Vagamente —dice Adán—. Sé que necesita ayuda. Y sé que usted no puede negarse a ayudar a un alma atormentada.

—Un alma que acude arrepentida de verdad, en busca de una forma de cambiar su vida —dice Parada—. ¿Describe esa frase a tu tío?

—No.

—¿Te describe a ti?

—No.

Parada se levanta.

—Entonces, ¿de qué tenemos que hablar?

—Vaya a verle, por favor —dice Adán. Saca una libreta del bolsillo de la chaqueta y escribe la dirección de Tío—. Si pudiera convencerle de que fuera a una clínica, a un hospital...

—Hay cientos de personas en mi diócesis que quieren seguir ese tratamiento y no se lo pueden permitir —dice Parada.

—Envíe cinco con mi tío, y me envía las facturas a mí.

—Como ya he dicho antes.

—Sí, que me meta el dinero en el culo —dice Adán—. Sus principios, el sufrimiento de los demás.

—Por culpa de las drogas que vendes.

—Y lo dice con un cigarrillo en la boca.

Adán agacha la cabeza, contempla el suelo durante un segundo.

—Lo siento. He venido a pedirle un favor. Tendría que haber cambiado de actitud en la puerta. Quería hacerlo.

Parada da una larga calada al cigarrillo, se acerca a la ventana y mira el
zócalo
, donde los vendedores callejeros han extendido sus mantas y dispuesto los
milagros
que venden.

—Iré a ver a Miguel Ángel —dice—. Dudo que sirva de algo.

—Gracias, padre Juan.

Parada asiente.

—Padre Juan...

—¿Sí?

—Hay mucha gente que quiere saber esa dirección.

—No soy policía —replica Parada.

—No tendría que haber dicho nada —contesta Adán. Camina hacia la puerta—. Adiós, padre Juan. Gracias.

—Cambia de vida, Adán.

—Es demasiado tarde.

—Si de veras lo creyeras, no habrías venido.

Parada acompaña a Adán hasta el pequeño vestíbulo, donde está esperando una mujer con una pequeña bolsa de viaje colgada del hombro.

—Tengo que irme —dice Nora a Parada. Mira a Adán y sonríe.

—Nora Hayden —dice Parada—. Adán Barrera.


Mucho gusto
—dice Adán.


Mucho gusto
. —Nora se vuelve hacia Parada—. Volveré dentro de unas semanas.

—Ojalá sea así.

Ella se vuelve para salir.

—Yo también me voy —dice Adán—. ¿Puedo llevarle la bolsa? ¿Necesita un taxi?

—Muy amable.

Nora besa a Parada en la mejilla.

—Adiós.

—Buen viaje.

—Esa sonrisa irónica... —dice ella fuera, en el
zócalo
.

—¿Yo he sonreído con ironía?

—... no viene a cuento. No es lo que usted piensa.

—Me ha malinterpretado —dice Adán—. Quiero y respeto a ese hombre. Jamás envidiaré la felicidad que pueda encontrar en este mundo.

—Solo somos amigos.

—Como usted diga.

—Es la verdad.

Adán mira al otro lado de la plaza.

—Allí hay un buen café. Me disponía a desayunar, y detesto comer solo. ¿Tiene tiempo y ganas de acompañarme?

—No he comido nada.

—Pues vamos —dice Adán. Cruza la calle con ella—. Perdone, tengo que llamar por teléfono.

—Adelante.

Saca el móvil y marca el número de Gloria.

—Hola,
sonrisa de mi alma
—dice cuando ella contesta. Ella es la sonrisa de su alma. Su voz es su aurora y su crepúsculo—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Bien, papá. ¿Dónde estás?

—En Guadalajara. He ido a ver a Tío.

—¿Cómo está?

—Bien, también —dice Adán. Contempla la plaza donde se han reunido los vendedores ambulantes—.
Consuelo de mi corazón
, aquí venden pájaros cantores. ¿Quieres que te traiga uno?

—¿Qué cantan, papá?

—No sé. Creo que tienes que enseñarles canciones. ¿Te sabes alguna?

—Papá, yo siempre te canto —ríe la niña, complacida, pues sabe que su padre está bromeando.

—Ya lo sé.

Tus canciones me parten el corazón.

—Sí, papá, por favor. Me encantaría tener un pájaro.

—¿De qué color?

—¿Amarillo?

—Creo que veo uno amarillo.

—O verde. De cualquier color, papá. ¿Cuándo volverás a casa?

—Mañana por la noche —dice Adán—. Tengo que ir a ver a tío Güero, y después vuelvo.

—Te echo de menos.

—Yo también te echo de menos. Te llamaré esta noche.

—Te quiero.

—Te quiero.

Finaliza la llamada.

—¿Su novia? —pregunta Nora.

—El amor de mi vida —contesta Adán—. Mi hija.

—Ah.

Eligen una mesa de la terraza. Adán le acerca una silla, y después se sienta. Contempla aquellos increíbles ojos azules. Ella no aparta la vista, se encoge o enrojece. Sostiene su mirada.

—¿Y su mujer?

—¿Qué pasa con ella?

—Es lo que le iba a preguntar —dice Nora.

La puerta chasquea como un disparo.

El metal destroza la madera.

El
pito
de Tío se sale de la chica cuando se vuelve y ve que los
federales
irrumpen por la puerta.

Art piensa que es casi cómico ver a Tío arrastrar los pies con los pantalones en los tobillos, en un burdo intento de correr, el gotero móvil siguiéndole como un lacayo servil, con la intención de llegar a las armas amontonadas en un rincón de la habitación. Entonces el gotero móvil se derrumba, le arranca la aguja del brazo, Tío cae sobre las armas y se levanta con una granada de mano, forcejeando con la anilla hasta que un
federal
le arrebata la granada de la mano.

Un culo gordo y blanco sobresale de la mesa de la cocina, como una pila de masa gigantesca. Ramos se acerca y lo golpea con la culata del rifle.

Ella suelta un «Ay» indignado.

—Tendrías que haber preparado el desayuno, puta perezosa.

Ramos la agarra del pelo y la levanta.

—Ponte los pantalones, nadie quiere ver tus
gordas nalgas
.

—Te daré cinco millones de dólares —dice Ángel al
federal
—. Cinco millones de dólares norteamericanos si me sueltas. —Entonces ve a Art y sabe que los cinco millones no van a servirle de nada, no hay dinero suficiente. Se pone a gritar—. Mátame. Por favor, mátame ahora.

Este es el rostro de la maldad, piensa Art.

Una triste parodia.

Sentado en un rincón con los pantalones caídos, suplicándome que le mate.

Patético.

—Tres minutos —dice Ramos.

Antes de que vuelvan los guardias.

—Saquemos de aquí a este pedazo de mierda —dice Art. Se arrodilla para acercar la boca al oído de Tío—. Tío, voy a decirte lo que siempre has querido saber —susurra.

—¿Qué?

—Quién era Mamada.

—¿Quién?

—Güero Méndez —dice Art.

Güero Méndez, grandísimo cabronazo.

—Te odiaba —añade Art—, porque le robaste a la putita y la mancillaste. Sabía que la única forma de conseguirla era deshaciéndose de ti.

Tal vez me sea imposible acabar con Adán, Raúl y Güero, piensa Art, de modo que me conformaré con la mejor alternativa.

Conseguiré que se destruyan entre sí.

Adán se derrumba sobre el cuerpo de Nora. Ella le sujeta el cuello y acaricia su pelo.

—Ha sido increíble —murmura él.

—Hace mucho tiempo que no estabas con una mujer —dice Nora.

—¿Tan evidente ha sido?

Habían salido del café para dirigirse al hotel más cercano. Los dedos de Adán temblaban cuando le desabrochó la blusa.

—No te has corrido —dice él.

—Lo haré. La próxima vez.

—¿La próxima vez?

Una hora después, ella apoya las manos contra el antepecho de la ventana, con las piernas formando una V musculosa, mientras él la empala por detrás. La brisa que entra por la ventana abierta enfría el sudor que cubre su piel, en tanto gime y finge un hermoso orgasmo, hasta que él se queda satisfecho y se corre.

—Quiero verte otra vez —dice después Adán, tendido en el suelo. —Podríamos arreglarlo —contesta Nora.

Es solo un asunto de negocios.

Tío está sentado en una celda.

La lectura del acta de acusación no salió como él esperaba.

—No sé por qué me relacionan con el negocio de la cocaína —dijo desde el banquillo de los acusados—. Me dedico a la compraventa de coches. Del tráfico de drogas solo sé lo que leo en los periódicos.

Y la gente que estaba en la sala del tribunal se echó a reír.

Rieron, y el juez decretó que fuera a juicio. Sin fianza. Un delincuente peligroso, dijo el juez. Riesgo de fuga muy elevado. Sobre todo en Guadalajara, donde el acusado ejerce una notable influencia sobre las fuerzas de la ley. Así que le condujeron esposado a un avión militar con destino a Ciudad de México. Bajo un dosel especial desde el avión hasta una furgoneta con las ventanillas tintadas. Después, a la cárcel de Almoloya, a una celda de aislamiento.

Donde el frío se filtra en sus huesos.

Y la necesidad de crack roe sus huesos como un perro hambriento. El perro le devora, le devora, ansioso de cocaína.

Pero lo peor es su rabia.

La rabia de la traición.

La traición de sus aliados, pues tiene que haber existido traición a los niveles más altos para que esté en esta celda.

Aquel
hijo de puta
y su hermano en Los Pinos. A los que compró, pagó y nombró. Las elecciones robadas a Cárdenas utilizando mi dinero y el dinero que obligué al cártel a darles... y me han traicionado así. Los hijos de puta,
cabrones, lambiosos
.

Y
los norteamericanos, los norteamericanos a los que ayudé en su guerra contra los comunistas, también me han traicionado.

Y Güero Méndez, que me robó mi amor. Méndez, quien posee a la mujer que debería ser mía, y los hijos que deberían ser míos.

Y Pilar, el putón que me traicionó.

Tío está sentado en el suelo de la celda, con los brazos alrededor de las piernas, meciéndose atrás y adelante con rabia y mono. Tarda un día en localizar a un guardia que le venda crack. Inhala el delicioso humo y lo retiene en los pulmones. Deja que suba hasta su cerebro. Que le proporcione euforia, y después claridad.

Entonces lo ve todo.

Venganza.

De Méndez.

De Pilar.

Se duerme sonriente.

Fabián Martínez, alias el Tiburón, es un asesino implacable.

El Junior se ha convertido en uno de los principales
sicarios
de Raúl, su pistolero más eficaz. El director del periódico de Tijuana que llevó demasiado lejos el periodismo de investigación... El Tiburón acabó con él como si fuera el blanco de un videojuego. Aquel surfero y camello californiano que desembarcó tres toneladas de
yerba
en la playa, cerca de Rosarita, pero no pagó la cuota de desembarco... El Tiburón lo reventó como un globo, y después se fue a una fiesta. Y aquellos tres idiotas
pendejos
de Durango que robaron un cargamento de coca que los Barrera habían garantizado... Bien, el Tiburón cogió un AK y los cosió a balas en plena calle como si fueran mierda de perro, después vertió gasolina sobre sus cuerpos, les prendió fuego y dejó que quemaran como
luminarias
. Los bomberos tuvieron miedo de apagarlos, y con fundadas razones, y la historia dice que dos de los tipos todavía respiraban cuando el Tiburón dejó caer la cerilla.

—Eso son chorradas —dijo Fabián, negando la veracidad de la historia—. Utilicé mi encendedor.

Da igual.

Mata sin remordimientos ni conciencia.

Justo lo que necesitamos, piensa Raúl, sentado en el coche con el chico, cuando le pide el favor de que sea el nuevo
pasador
de los Barrera.

—Queremos que te encargues de las entregas de dinero a Güero Méndez —le dice Raúl—. Que seas el nuevo correo.

—¿Eso es todo? —pregunta Fabián.

Pensaba que habría algo más, algo húmedo, algo que implicara el dulce y penetrante chute de adrenalina de matar.

De hecho, hay algo más.

Los hijos de Pilar son el amor de su vida.

Es una joven
madonna
, con una hija de tres años y un bebé, de rostro y cuerpo ya maduros, y una personalidad alrededor de los ojos que antes no existía. Está sentada en el borde de la piscina y sus pies desnudos cuelgan en el agua.

—Los niños son
la sonrisa de mí corazón
—le dice a Fabián Martínez—. Mi marido no —añade después con tristeza.

Fabián cree que la
estancia
de Güero Méndez es de una ordinariez apabullante.

«Un
traficante
chic», le describe Pilar en privado, en un tono que no pretende disimular su desprecio.

—Intento cambiarlo, pero tiene metida esa imagen en su cabeza...

Narcovaquero
, piensa Fabián.

En lugar de disimular sus raíces rurales, Güero las exhibe. Recrea una grotesca versión moderna de los grandes terratenientes del pasado, los dones, los rancheros, los
vaqueros
que llevaban sombreros de ala ancha, botas y chaparreras porque los necesitaban para conducir los rebaños. Ahora, los nuevos
narcos
han recreado la imagen en su mente: camisas de vaquero de poliéster negro con falsos botones de nácar, chaparreras de poliéster de colores chillones, verde lima, amarillo canario y rosa coral. Y botas de tacón alto. No son botas prácticas para caminar, sino botas puntiagudas de vaquero yanqui, hechas de toda clase de materiales, cuanto más exóticos mejor (avestruz, caimán), teñidas de rojos y verdes brillantes.

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