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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (79 page)

BOOK: El poder del perro
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¿Qué tal el gobierno de Estados Unidos?

—¿Qué quieres? —pregunta Art.

—Una nueva vida.

Para mí.

Y para Nora.

Art le mira durante un largo rato. Adán sonríe como perro viejo.

—Vete a tomar por el culo —dice Art.

Se alegra de que Adán tenga las pruebas. Se alegra de que vayan a salir a la luz. Ya es hora de morder el polvo amargo de la verdad.

¿Crees que me da miedo la cárcel, Adán?

¿Dónde coño crees que estoy ahora?

Nora deja la revista y se pone a pasear por la habitación. Eso es algo que ha hecho muchas veces durante los últimos meses. Primero cuando la deshabituaron de las drogas, y después, cuando se sintió mejor, de puro aburrimiento.

Les ha dicho cientos de veces que quería marcharse. Ojos Castaños le ha dado cientos de veces la misma respuesta.

—Aún no es seguro.

—¿Cómo? ¿Estoy prisionera?

—No estás prisionera.

—Entonces quiero irme.

—Aún no es seguro.

Los suyos fueron los primeros ojos que vio cuando recobró la conciencia, aquella horrible noche en el mar de Cortés. Estaba tendida en el fondo de una barca, abrió los ojos y vio sus ojos castaños, que la estaban mirando. No con frialdad, como muchos hombres la habían mirado, ni con deseo, sino con preocupación.

Un par de ojos castaños.

Estaba volviendo a la vida.

Quiso decir algo, pero él sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios, como acallando a una niña pequeña. Ella intentó moverse, pero no pudo. Estaba envuelta en algo cálido y apretado, como un saco de dormir demasiado pequeño. Entonces le pasó con delicadeza la palma por encima de los ojos, como diciéndole que volviera a dormir, y ella obedeció.

Incluso ahora, sus recuerdos de aquella noche son vagos. Había oído a gente en programas tontos de entrevistas hablar acerca de abduciones alienígenas, y era algo similar, aunque sin las sondas y los experimentos médicos. Recuerda que la pincharon con una aguja, envuelta en aquella especie de bolsa, y no recuerda haberse asustado cuando subieron la cremallera y la cerraron por encima de su cabeza, porque había una rejilla negra pequeña sobre su cara, lo cual le permitía respirar sin problemas.

Recuerda que la trasladaron a otra barca, más grande, y después a un avión, y luego otra aguja y, cuando despertó, estaba en esta habitación.

Y él estaba con ella.

—Estoy aquí para protegerte —fue todo cuanto dijo. No le dijo su nombre, así que ella empezó a llamarle Ojos Castaños. Más tarde, ya avanzado el día, la puso en comunicación con Art Keller.

—Es solo por un breve tiempo —le aseguró Keller.

—¿Dónde está Adán? —preguntó ella.

—Escapó —admitió Keller—. No obstante, abatimos a Raúl. Estamos bastante seguros de que ha muerto.

Y tú también, añadió Keller. Le explicó toda la farsa. Aunque habían fabricado el bulo de que Fabián Martínez era el
soplón
, sería mejor que todo el mundo, en especial Adán, la creyera muerta. De lo contrario, Adán jamás cejaría en su empeño de rescatarla, o tal vez de asesinarla. Haremos circular la noticia de que falleciste en un accidente de coche, dijo Keller. Adán sabrá que «falleciste» en la redada, por supuesto, cuando lea la noticia.

Y eso también estuvo bien.

Experimentó una sensación rara cuando Ojos Castaños le enseñó su esquela. Era breve, como profesión citaba la de planificadora de eventos, y daba algunos detalles del funeral, las horas del velatorio, toda esa mierda. Se preguntó quién habría asistido. Su padre, probablemente, ebrio sin la menor duda. Su madre, por supuesto. Y Haley.

Y punto.

Un breve tiempo se convirtió en un largo tiempo.

Keller llama una vez a la semana, dice que aún está siguiendo la pista de Adán, dice que le gustaría ir a verla, pero no sería seguro. El mantra de siempre, piensa Nora. No sería seguro que fuera a dar un paseo, no sería seguro que fuera de compras, al cine, cualquier cosa parecida a reanudar algún tipo de vida.

Cada vez que interroga a Ojos Castaños al respecto, la respuesta es siempre la misma. La mira con aquellos ojos de cachorrillo y dice: «No sería seguro».

—Dime lo que necesitas —le dice Ojos Castaños—. Yo te lo iré a buscar.

Se convierte en una de sus principales diversiones, enviar a Ojos Castaños en misiones de compras cada vez más complicadas. Le proporciona detalladas solicitudes de productos cosméticos caros, difíciles de encontrar. Instrucciones muy particulares sobre el tono concreto de la blusa que necesita. Solicitudes muy meticulosas, imposibles-de-comprender-para-un-hombre, de ropa de diseño de sus tiendas favoritas.

El hombre obedece en todo, salvo cuando le pide un vestido de su tienda favorita de La Jolla.

—Keller dice que no puedo ir allí —dice en tono de disculpa—. No sería...

—... seguro —termina ella.

Para vengarse, le envía a comprar productos femeninos y ropa interior. Le oye alejarse en su moto, y dedica las horas de soledad a imaginarle entrando sonrojado en Victoria's Secret pidiendo ayuda a una vendedora.

Pero no le gusta que se vaya, porque la deja sola con el extraño trío de guardaespaldas. Se presta a la estúpida farsa de que no sabe sus nombres, aunque les oye hablar entre sí desde su habitación. El viejo, Mickey, es muy amable y le lleva tazas de té. O-Bop, el del pelo rojo ondulado, solo es raro, pero la mira como si se la quisiera follar, a lo cual está acostumbrada. Es el otro quien la inquieta de verdad, el gordo que siempre está comiendo melocotón en almíbar de la lata.

Big Peaches.

Jimmy Piccone.

Fingen haber perdido la memoria.

Pero yo sí me acuerdo de ti, piensa ella.

Mi primer polvo profesional.

Recuerda su brutalidad, su repugnante fealdad, que la utilizó hasta que experimentó la sensación de ser un trapo con el que él se estaba haciendo una paja. Recuerda bien aquella noche.

También recuerda a Callan.

Tardó un tiempo, sobre todo porque todavía estaba muy atontada cuando la trajeron aquí. Pero fue Callan, Ojos Castaños, quien fue disminuyendo la cantidad de pastillas, quien le daba astillas de hielo para que las chupara cuando tenía mucha sed pero aún lo vomitaba todo, quien le acariciaba el pelo cuando se agachaba sobre el váter, quien hablaba de chorradas con ella durante las horribles horas de insomnio, jugaba a las cartas con ella a veces toda la noche, la animaba a comer otra vez, le preparaba una tostada y caldo de pollo, y hacía viajes especiales para comprarle un budín de tapioca solo porque ella había dicho que sonaba bien.

Recordó dónde le había visto antes cuando ya estaba casi desintoxicada, cuando se encontraba mejor.

Mi debut como puta, piensa, mi fiesta de largo para ser presentada en la sociedad de los puteros. Era él a quien quería para mi primera vez, recuerda, porque parecía amable y dulce, y me gustaban sus ojos castaños.

—Me acuerdo de ti —dijo cuando entró en su habitación con su comida, una banana y una tostada de trigo.

Él pareció sorprenderse. —Yo también me acuerdo de ti —contestó con timidez.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Mucho tiempo.

—Ha llovido mucho desde entonces. —Sí.

De modo que, si bien su «confinamiento», tal como había llegado a llamarlo, era aburrido, lo estaba llevando muy bien. Le compraron un televisor, una radio y un walkman, una colección de cedés y un puñado de libros y revistas, y hasta crearon una pequeña zona de gimnasia al aire libre para ella. Callan y Mickey erigieron una valla de madera, aunque no había otra casa en kilómetros a la redonda, y después le compraron una rueda de andar y una bicicleta estática. Así que podía hacer ejercicio, leer y ver la tele, y lo estaba llevando muy bien hasta la noche que se acomodó en la cama y la PBS emitió un programa especial de una hora sobre la Guerra contra las Drogas, y vio imágenes de la matanza de El Sauzal.

Sintió que se quedaba sin aliento cuando el narrador especuló con que toda la familia de Fabián Martínez, el Tiburón, había sido ejecutada en represalia por haberse convertido en informador de la DEA. Toda ella se puso a temblar cuando vio las imágenes de los cuerpos esparcidos por el patio.

Obligó a Callan a que llamara a Keller en aquel momento.

—¿Por qué no me lo dijiste? —chilló por teléfono.

—Pensé que sería mejor que no lo supieras.

—No tendrías que haberlo hecho —lloró Nora—. No tendrías que haberlo hecho...

A partir de entonces se hundió en picado, postrada en el lecho, en posición fetal, sin querer levantarse, sin querer comer, una depresión total.

Diecinueve vidas, reflexionaba.

Mujeres, niños.

Un bebé.

Por mí.

Sus guardaespaldas estaban aterrorizados. Callan entraba en su habitación y se sentaba al pie de la cama como un perro, sin hablar ni nada, solo sentado, como si pudiera protegerla del dolor que la estaba carcomiendo por dentro.

Pero no podía hacer nada.

Nadie podía.

Ella seguía tumbada en la cama.

Hasta que un día Callan, con semblante muy serio, le tendió el teléfono y era Keller, que se limitó a decir:

—Le tenemos.

John Hobbs y Sal Scachi también reaccionan ante la noticia de la captura de Adán.

—Estaba convencido de que Arthur se limitaría a matarle —dice Hobbs—. Habría sido lo más sencillo.

—Tenemos un problema —dice Scachi.

—Desde luego —dice Hobbs—. Esto se nos está escapando de las manos. Tenemos que poner un poco de orden.

Adán Barrera muerto es una cosa. Adán Barrera vivo y hablando, sobre todo en un tribunal, es otra muy diferente. Y Arthur Keller... Es difícil saber qué pasa por su mente en los últimos tiempos. No, lo más prudente es arreglar el asunto.

John Hobbs se pone al teléfono para hacerlo.

Hace una llamada a Venezuela.

Sal Scachi va a poner orden.

La tetera silba.

Con estrépito.

—¿Quieres cerrar ese maldito trasto? —grita Peaches—. ¡Tú y tu jodido té!

Mickey aparta la tetera de los fogones.

—Déjale en paz —dice Callan.

—¿Qué?

—He dicho que no le hables así.

—Eh —dice O-Bop—. Creo que estamos todos un poco tensos.

No me jodas, piensa Peaches. Encerrados en esta cabaña, en las colinas yermas que hay al norte de la frontera durante meses, con la amante de Adán Barrera en la habitación del fondo. Puta de mierda.

—Mickey, siento haberte gritado, ¿vale? —Peaches se vuelve hacia Callan—. ¿Vale?

Callan no contesta.

—Voy a llevarle el té —dice Mickey.

—¿Quién coño eres? ¿El mayordomo? —pregunta Peaches. No quiere que Mickey le coja cariño a esa mujer. Los tipos que han pasado por la cárcel son así. Se ponen sentimentales, le toman cariño a cualquier ser vivo que no intente matarles o darles por el culo, ratones, pájaros. Peaches ha visto a presidiarios ponerse a llorar porque una cucaracha murió por causas naturales en su celda—. Deja que otro se encargue del servicio de habitaciones. O-Bop, por ejemplo. Tiene pinta de camarero. No, pensándolo mejor, que sea Callan.

Callan sabe en qué está pensando Peaches.

—¿Por qué no lo llevas tú? —pregunta.

—Te lo he pedido a ti —dice Peaches.

—Se está enfriando —dice Mickey.

—No, no me lo has pedido —dice Callan—. Me lo has ordenado.

—Señor Callan —dice Peaches—, ¿sería tan amable de llevar su té a la joven dama?

Callan levanta la taza de la encimera.

—Dios, la mierda que tengo que tragar —dice Peaches mientras Callan se encamina hacia la habitación de Nora.

—Llama antes de entrar —dice Mickey.

—Es una puta —dice Peaches—. Nadie la ha visto desnuda nunca, ¿eh?

Sale al porche, contempla de nuevo la luz de la luna que brilla sobre las colinas yermas, y se pregunta cómo ha terminado así. Haciendo de canguro de una puta.

Callan sale.

—¿Cuál es tu problema?

—La puta de Barrera —dice Peaches—. ¿No tendríamos que haberla devuelto ya? Tendría que haberle cortado las manos, y luego habérselas enviado.

—No te ha hecho nada.

—Tú solo quieres follártela —dice Peaches—. Te digo una cosa, nos la podemos ir turnando.

Callan asiente lentamente.

—Escucha, Jimmy: intenta tocarla, y te meteré dos balas entre ceja y ceja. Ahora que lo pienso, tendría que haberlo hecho hace años, la primera vez que vi tu gordo culo.

—Si quieres bailar, irlandés, no es demasiado tarde.

Mickey sale al porche y se interpone entre los dos.

—Dejadlo ya, capullos. Este rollo terminará pronto.

No, piensa Callan.

Se va a terminar ahora.

Conoce a Peaches, sabe cómo es. Si se le mete algo en la cabeza, lo hace, pese a quien pese. Y sabe lo que está pensando Peaches: Barrera mató a alguien a quien yo quería, yo mataré a alguien a quien él quiere.

Callan entra, pasa ante O-Bop, llama a la puerta de Nora y entra.

—Vamonos —dice.

—¿Adónde vamos? —pregunta Nora.

—Vámonos —repite Callan—. Ponte los zapatos. Nos marchamos.

Ella está desconcertada por su actitud. No la está tratando con dulzura ni timidez. Está enfadado, la está chuleando. Como no le gusta, se calza sin prisas, solo para demostrarle que no va a permitir que la chulee.

—Venga, date prisa.

—Tranqui.

—Estoy tranqui —dice Callan—. Pero pon tu culo en movimiento, ¿de acuerdo?

Ella se pone en pie y le fulmina con la mirada.

—¿Cómo quieres que lo mueva?

Se queda estupefacta cuando la agarra por la muñeca y tira de ella. Se está comportando como el típico macho capullo, y a ella no le gusta.

—¡Eh!

—No tengo tiempo para chorradas —dice Callan.

Solo quiero acabar de una vez por todas.

Ella intenta soltarse, pero él la retiene con fuerza, de modo que no le queda otra alternativa que seguirle cuando la conduce hasta la otra habitación.

—Quédate detrás de mí.

Saca la 22 y la sostiene ante él.

—¿Qué está pasando? —pregunta Nora.

Callan no contesta, se limita a tirar de ella hasta entrar en la estancia principal.

—¿Qué coño estás haciendo? —pregunta Peaches.

—Me largo.

Peaches se lleva la mano hacia la pistola que guarda en el bolsillo de la chaqueta.

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