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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (27 page)

BOOK: El policía que ríe
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Registrar los nombres de todos los individuos que hubieran tenido relación con Teresa Camarão no era, desde luego, trabajo fácil. Causaba asombro descubrir cuánta gente había muerto, emigrado o cambiado de nombre durante dieciséis anos. Otros habían contraído enfermedades mentales incurables, e ingresado en algún tipo de institución. Unos cuantos estaban internados en cárceles o en instituciones para alcohólicos. No eran tampoco escasos los que habían desaparecido sin dejar rastro, en el mar o de algún otro modo. Varios de ellos se habían ido a vivir hacía ya tiempo a regiones remotas del país, en busca de una nueva vida para ellos y los suyos y podían ser, en la mayor parte de los casos, despachados mediante rápidos controles rutinarios. Aparte de todos éstos, la lista de Kollberg contenía veintinueve nombres. Se trataba de individuos que campaban libremente y seguían residiendo en Estocolmo o en sus alrededores. Hasta el momento, sólo había recogido datos sumarísimos de dichas personas: edad actual, oficio, dirección postal y estado civil. La lista, numerada de uno a veintinueve y puesta en orden alfabético, era la siguiente:

1. Sven Ahlgren, cuarenta y uno, dependiente, Estocolmo NE, casado.

2. Karl Andersson, sesenta y tres, ¿?, Estocolmo SO (clínica de Högalid), soltero.

3. Ingvar Bengtsson, cuarenta y tres, periodista, Estocolmo Oa, divorciado.

4. Rune Bengtsson, cincuenta y seis, director, Stocksund, casado.

5. Jan Carlsson, cuarenta y seis, chatarrero, Upplands Väsby, soltero.

6. Rune Carlsson, treinta y dos, ingeniero, Nacka 5, casado.

7. Stig Ekberg, ochenta y tres, peón jubilado, Estocolmo SO (Residencia de ancianos de Roselund), viudo.

8. Ove Eriksson, cuarenta y siete, mecánico, Bandhagen, casado.

9. Valter Eriksson, sesenta y nueve, trabajador portuario jubilado, Estocolmo SO (clínica de Högalid), viudo.

10. Stig Ferm, treinta y uno, pintor, Sollentuna, casado.

11. Bjórn Forsberg, cuarenta y ocho, empresario, Stocksund, casado.

12. Bengt Eredriksson, cincuenta y seis, artista, Estocolmo C, divorciado.

13. Bo Frostensson, sesenta y seis, actor, Estocolmo E, divorciado.

14. Johan Gran, cincuenta y dos, camarero jubilado, Solna, soltero.

15. Jan—Åke Karlsson, treinta y ocho, oficinista, Enköping, casado.

16. Kenneth Karlsson, treinta y tres, chófer, Skälby, soltero.

17. Lennart Lindgren, ochenta y uno, director de sucursal bancaria jubilado, Lindigö 1, casado.

18. Sven Lundström, treinta y siete, mozo de almacén, Estocolmo K, divorciado.

19. Tage Nilsson, sesenta y uno, procurador, Estocolmo SE, soltero.

20. Carl-Gustaf Nilsson, cincuenta y uno, mecánico jubilado, Johanneshov, divorciado.

21. Heinz Ollendorf, cuarenta y seis, artista, Estocolmo K, soltero.

22. Kurt Olsson, cincuenta y nueve, director de oficina, Saltsjöbaden, casado.

23. Bernhard Peters, treinta y nueve, dibujante, Bromma, casado (de raza negra).

24. Vilhelm Rosberg, setenta y uno, ¿?, Estocolmo SO, viudo.

25. Bernt Turesson, cuarenta y dos, mecánico, Gustavberg, divorciado.

26. Ragnar Viklund, sesenta, comandante, Vaxholm, casado.

27. Bengt Wahlberg, treinta y ocho, comprador al por mayor, Estocolmo K, soltero.

28. Hans Wennström, setenta y seis, dependiente de pescadería jubilado, Solna, soltero.

29. Lennart Öberg, treinta y cinco, ingeniero, Enskede, casado.

Kollberg suspiró y miró la lista. Teresa Camarão no había descuidado ningún segmento social. Además, su ámbito de actuación abarcaba varias generaciones. Cuando ella murió, el más joven de estos individuos tenía quince años, y el más viejo sesenta y siete. Sólo en la enumeración presente había desde directores de banco residentes en Stocksund a viejos rateros alcoholizados internados en la clínica de Högalid.

— ¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Martin Beck.

— No sé —respondió Kollberg, desalentado, pero sin faltar a la verdad.

Luego entró en el despacho de Melander y puso el papel sobre su mesa.

— Oye, tú que te acuerdas de todo. Si tienes tiempo, mira a ver si recuerdas algo de interés sobre estos individuos.

Melander echó una mirada inexpresiva a la lista y asintió.

El día 23, víspera de Nochebuena, Månsson y Nordin cogieron un vuelo a casa, sin que nadie los echara en falta. Estaba previsto que regresaran en los días comprendidos entre Navidad y Año Nuevo.

Arreciaba el frío y hacía un tiempo espantoso. La sociedad de consumo funcionaba a pleno rendimiento. En un día como ése resultaba posible vender prácticamente cualquier cosa. Y al precio que fuera. A menudo, con cargo a tarjetas de crédito y cheques sin fondos.

Esa tarde, mientras regresaba a casa, Martin Beck pensó que ahora Suecia tenía su primer asesinato en masa propiamente dicho. Y el primer asesinato de un policía sin esclarecer.

La investigación policial parecía haberse frenado en seco. Y desde el punto de vista técnico, a diferencia del caso Teresa, esta investigación era un montón de basura.

CAPÍTULO XXVIII

Llegó Nochebuena.

Martin Beck recibió un regalo de Navidad que, pese a todas las especulaciones en sentido contrario, no le hizo reír.

Lennart Kollberg recibió un regalo que hizo llorar a su mujer.

Los dos se habían propuesto no dedicar ni un solo pensamiento a Åke Stenström y a Teresa Camarão, pero ambos fracasaron en su empeño.

Martin Beck se despertó temprano, pero permaneció en la cama, leyendo el libro sobre el
Graf Spree
hasta que el resto de su familia diese signos de vida. Entonces se levantó, colgó el traje de todos los días y se puso unos pantalones caqui y un jersey de lana. Su mujer, que consideraba que en Nochebuena había que estar bien vestido, frunció las cejas al examinar su ropa, pero por una vez no dijo nada.

Mientras ella hacía su ya tradicional visita a la tumba de sus padres en Skogskyrkogården, Martin Beck se puso a engalanar el árbol en compañía de Rolf e Ingrid. Los chicos estaban excitados y alborotados, y él se esforzó todo lo que pudo para no amargar la fiesta. Finalmente, la mujer regresó de su visita ritual a los difuntos y él participó esforzadamente en una costumbre con la que le costaba un gran esfuerzo reconciliarse: mojar pan en la olla en que se hervía el jamón.

Pasado un rato, el dolor en el diafragma comenzó a dejarse sentir. Martin Beck estaba ya tan acostumbrado a estos accesos de dolor sordo que prácticamente no les prestaba atención, aunque tenía la sensación de que en los últimos tiempos se sucedían con mayor frecuencia e intensidad. De un tiempo a esta parto, cuando el dolor sobrevenía ya no le decía nada a Inga. Antes si, pero ella había estado a punto de matarle con sus tisanas de hierbas y sus inagotables cuidados. Para ella, la enfermedad constituía un acontecimiento tan importante como la vida misma.

La cena de Nochebuena fue colosal, sobre todo teniendo en cuenta que estaba destinada a cuatro personas, de las cuales una sólo raramente conseguía meterse en el cuerpo una ración normal de comida guisada, otra estaba a régimen, y otra había trabajado demasiado en la cocina como para tener ganas de comer lo que ella misma había preparado. Sólo quedaba Rolf, que, él sí, comió como una lima. El chaval tenía doce años y a Martin Beck no dejaba de asombrarle que, con ese cuerpo tan flaco, pudiese meterse diariamente entre pecho y espalda una cantidad de comida aproximadamente equivalente a la que el propio Martin Beck, haciendo un esfuerzo, lograba ingerir en toda una semana.

Todos ayudaron a fregar, circunstancia ésta que sólo acontecía en Nochebuena.

Luego Martin Beck encendió las luces del árbol de Navidad acordándose de los hermanos Assarsson, que importaban árboles navideños de plástico como tapadera para su negocio de narcotráfico. Llegó la hora del glögg y las pastas y fue Ingrid quien dijo:

— Bueno, me parece que ya es hora de hacer entrar al caballo.

Como de costumbre, todos habían prometido no regalar más que una sola cosa a cada uno y, como de costumbre, todos habían comprado muchas más.

Martin Beck no le había comprado un caballo a Ingrid, pero como sustituto ésta recibió pantalones de montar y un vale que financiaba sus lecciones de equitación durante el próximo semestre.

A él le regalaron, entre otras cosas, un modelo a escala del clipper
Cutty Sark
, y una bufanda de dos metros tejida por Ingrid.

Su hija le hizo también entrega de un paquete plano. Mientras lo desenvolvía, ella le miraba expectante. Resultó que el paquete contenía un disco EP de cuarenta y cinco revoluciones. En la funda plastificada del disco había una foto que representaba a un hombre gordo, ataviado con el uniforme y el casco de los populares bobbies londinenses. Lucía un bigote largo y poblado y aparecía con las manos enguantadas dobladas sobre la barriga. Estaba colocado junto a un micrófono de los antiguos y, a juzgar por la expresión de su rostro, reía a carcajadas. Según el texto impreso, se llamaba Charles Penrose, y el título del disco era
The Adventures of the Laughing Policeman.

Ingrid fue a buscar el tocadiscos, que colocó en el suelo, junto a la silla de Martin Beck.

— Ahora lo vas a ver —dijo—. Es una locura.

Sacó el disco de la funda y observó la etiqueta.

— La primera canción se titula «El policía que ríe». ¿Pega, a que sí?

Martin Beck no era un gran melómano, pero advirtió inmediatamente que la grabación debía de haber sido realizada en los años veinte o treinta, quizá incluso antes. Recordó haber oído la canción en su infancia y de repente le vinieron a la cabeza un par de estrofas en la versión sueca:

Si un día por la calle,

A un poli ves reír,

Dale un par de monedas,

Le harás aún más feliz.

Creyó incluso recordar que esta canción, entonces, la cantaba uno de Escania. Entre verso y verso había grandes salvas de risotadas, que por lo visto debían de ser contagiosas, pues Inga, Rolf e Ingrid se estaban partiendo de risa.

Martin Beck no fue capaz de hacer un gesto. Ni siquiera pudo sonreír. A fin de no defraudar a los suyos, se levantó y, dándoles la espalda, hizo como que retocaba las luces del árbol.

Cuando el plato del tocadiscos dejó de girar, regresó a su silla. Ingrid se secaba las lágrimas de los ojos y lo miraba.

— Pero, papá, ¡no te has reído! —dijo en tono de reproche.

— Claro que sí, me ha parecido muy divertido —respondió de forma poco convincente.

— Bueno, ahora escucha ésta —dijo Ingrid, dando la vuelta al disco—. «Jolly Coppers on Parade».

— Desfile de maderos contentos —tradujo Rolf.

Resultaba evidente que Ingrid se había puesto el disco muchas veces, y entraba en la canción en el momento exacto, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que formar dueto con el policía reidor.

There' s a tramp, tramp, tramp

At the end of the street

It's the jolly coppers walking on parade

And their uniforms are blue

And the brass is shining too

A finer lot of men were never made…

El abeto hacía sentir su olor, las luces ardían, los niños cantaban e Inga se acurrucaba en su bata nueva y mordisqueaba la cabeza de un cerdito de mazapán. Martin Beck estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas y la mandíbula cogida entre las manos, contemplando al policía sonriente de la carátula del disco.

Pensaba en Stenström.

Y sonó el teléfono.

En su fuero interno, Kollberg no estaba contento ni conseguía olvidar sus obligaciones. Pero como no resultaba fácil precisar en qué sentido estaba faltando a éstas, tampoco vio motivo alguno para enturbiar las celebraciones navideñas con cavilaciones innecesarias.

Así es que preparó cuidadosamente el glögg, lo probó unas cuantas veces antes de darse por satisfecho, se sentó a la mesa y se puso a contemplar la escena de ilusorio idilio que le rodeaba. Bodil estaba tumbada boca abajo junto al árbol de Navidad, chillando de contenta. Sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, Åsa Torell jugaba con el bebé, dándole pellizcos. Y Gun daba vueltas por el piso con dulce y perezosa indolencia, descalza y enfundada en un desconcertante híbrido de chándal y pijama.

Se sirvió una porción de bacalao macerado. Lo paladeó con deleite y se puso a pensar en la bien merecida comilona que, en breves momentos, iba a despacharse. Metió la servilleta dentro de la camisa y la desplegó sobre el pecho. Luego se sirvió un buen trago de aguardiente. Alzó la copita, contempló el líquido cristalino, y justo en ese momento sonó el teléfono.

Vaciló un momento, apuró la copita de un trago, entró en el dormitorio y respondió:

— Buenas. Mi nombre es Fröjd.

— Mucho gusto.

Replicó Kollberg, con la seguridad que le daba saber que no estaba en la lista de guardia, y que ni siquiera un nuevo asesinato en masa podría obligarle a salir a la nieve. Contaban para ello con personas capaces, como Gunvald Larsson, que de hecho sí que estaba en la lista, o Martin Beck, que no tenía más remedio que asumir las responsabilidades inherentes a su condición de alto mando.

— Trabajo en el Instituto de Psiquiatría Forense de Långholmen —dijo el individuo—. Y tenemos un paciente que insiste en hablar con usted inmediatamente. Se llama Birgersson. Dice que lo ha prometido y que es importante y que…

Kollberg frunció las cejas.

— ¿Puede ponerse al teléfono?

— No es posible. Va contra el reglamento. Está bajo…

El rostro de Kollberg se contrajo en un gesto de pesar. Evidentemente, quienes trabajaban en Nochebuena no eran precisamente los del primer equipo.

— Vale, ahora voy —dijo—. Y colgó.

Gun, que había oído la última respuesta, se le quedó mirando de hito en hito.

— Tengo que ir a Långholmen —dijo fatigado—. ¿Cómo cojones se las arregla uno para coger un taxi en Nochebuena?

— Yo puedo acercarte —dijo Åsa—. No he bebido nada.

Durante el camino no intercambiaron palabra. El policía de prisiones que estaba de guardia miró con desconfianza a Åsa Torell.

— Es mi secretaria —dijo Kollberg.

— ¿Su qué…? Un momento, permítame ver de nuevo su tarjeta de identificación.

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