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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (42 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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—Puede que me dirija a la isla y hable con Neidelman… —Se interrumpió y pretendió estar ocupado con el barco para que no le vieran la cara.

Smith lo miró un instante, preocupado. Clay no era un buen navegante. Pero en Stormhaven era una ofensa imperdonable decirle a un hombre cómo debía llevar su barco. Además, Smith vio algo en la expresión del reverendo que le indicó que nada de lo que dijera sería tenido en cuenta.

—Muy bien —dijo dando una palmada en la borda del barco de Clay—. Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces. Si necesita ayuda, estaré en el diez punto cinco del dial.

Clay, al socaire del
Cerberus
, con los motores marchando en vacío, contempló los barcos que se alejaban, el traquetear de los motores diesel ahogado por el ruido del viento. Se arrebujó en su chubasquero e intentó mantenerse firme en la cubierta. A veinte metros de su barco, el blanco casco del
Cerberus
se erguía sólido como una roca en medio de las olas.

Clay inspeccionó su barco. Las bombas de sentina funcionaban sin problemas; el motor ronroneaba suavemente, y tenía abundante combustible. Ahora que se había quedado solo, sin otra compañía que el Todopoderoso, sentía una extraña sensación de bienestar. Quizá había cometido el pecado de arrogancia al esperar tanto de los ciudadanos de Stormhaven. No podía confiar en ellos, pero podía confiar en sí mismo.

Esperaría un rato, y luego iría a la isla Ragged. Disponía de un barco y de tiempo. De todo el tiempo del mundo.

De pie junto al timón, contempló los barcos que se alejaban rumbo al puerto de Stormhaven. Al cabo de unos minutos ya no eran más que siluetas distantes y espectrales contra un opaco fondo gris.

Clay no vio la lancha de Thalassa que zarpaba de la isla y, arremetiendo contra las olas, se dirigía hacia la escotilla abordaje del
Cerberus
.

44

Donny Truitt estaba acostado en el sofá; la dosis de un miligramo de lorazepam por vía intramuscular había comenzado a hacerle efecto y respiraba más tranquilo. Miraba al techo, con aire resignado, mientras Hatch lo examinaba. Bonterre y el profesor se habían retirado a la cocina y hablaban en voz baja.

—Donny, escúchame —dijo Hatch—, ¿cuándo comenzaron los síntomas ?

—Hace una semana —respondió con tristeza Truitt—. No pensé que fuera nada serio. Comencé a levantarme cada día con náuseas, y vomité un par de veces el desayuno. Y después me apareció esta erupción en el pecho.

—¿Qué aspecto tenía la erupción?

—Al principio eran ronchas rojizas. Después se inflamaron. Y también me empezó a doler el cuello. A ambos lados. Y empecé a ver que el pelo se me quedaba en el peine. Al principio no era mucho, pero ahora se me cae a puñados. Y en mi familia nunca ha habido calvos; a todos los han enterrado con su pelo. Te lo aseguro, Mal, si me quedo calvo no sé cómo lo tomará mi mujer.

—No te preocupes, no es la calvicie normal que suelen tener los hombres. Cuando descubramos qué provoca la caída, y solucionemos el problema, el pelo volverá a crecer.

—Espero que así sea —dijo Truitt—. Ayer terminé de trabajar a medianoche, y me fui derecho a la cama, pero por la mañana me encontraba peor. Yo no había visitado a un médico en mi vida. Pero pensé que, después de todo, tú eres mi amigo, y no es como ir a una clínica, o a un lugar de ésos.

—¿Hay algo más que yo deba saber? —le preguntó Hatch.

—Bueno, mi… —dijo Donny, que de repente parecía sentirse incómodo—. Bueno, me duele el trasero. Creo que tengo llagas.

—Ponte de costado, veré qué tienes —dijo Hatch.

Unos minutos más tarde, Hatch se sentó a solas en el comedor. Había pedido una ambulancia al hospital, pero tardaría unos quince minutos en llegar. Y luego habría que encontrar la manera de convencer a Donny. Truitt era un campesino de Maine, y le horrorizaba consultar a un médico, y aún más ir a un hospital.

Otros trabajadores se habían quejado de síntomas muy parecidos, como debilidad y náuseas. Pero algunos de los síntomas que presentaba Donny, y lo mismo sucedía con los otros hombres, eran únicos. Hatch cogió su manual de Merck. Unos pocos minutos de estudio, y llegó a la conclusión de que el diagnóstico de Donny no era difícil: sufría de agranulocitosis crónica. Las lesiones de la piel, los nódulos linfáticos supurantes, y los dolorosos abscesos perineales eran inconfundibles.

Pero la agranulocitosis crónica es habitualmente una enfermedad hereditaria, pensó Hatch. Los glóbulos blancos son incapaces de matar a las bacterias invasoras. ¿Cómo puede ser que en Donny se manifieste ahora?

Dejó el libro y volvió al salón.

—Donny, permite que te mire otra vez el cuero cabelludo. Quiero ver si el pelo se te cae en áreas bien definidas.

—Si fueran más definidas, estaría igual que Yul Brinner —respondió Truitt, y se frotó la cabeza.

Hatch observó una herida que no había visto antes.

—Baja un momento la mano. —Hatch le subió la manga de la camisa y le examinó la muñeca—. ¿ Qué es esto?

—Nada, un rasguño que me he hecho en el pozo.

—Hay que limpiarlo y desinfectarlo. —Hatch buscó en el interior de su maletín, limpió la herida con una solución salina y Betadine, y le puso una crema bactericida—. ¿Y cómo te lo has hecho?

—Me corté con un borde afilado de titanio, cuando estábamos montando la escalera extensible dentro del pozo.

—Pero eso fue hace más de una semana, y esta herida parece recién hecha —dijo Hatch, sorprendido.

—Y que lo digas. Se me abre continuamente. Mi mujer me pone linimento todas las noches, pero como si nada.

—No está infectada —dijo Hatch—. ¿Cómo tienes los dientes?

—Es curioso que lo preguntes. Hace unos días noté que uno de mis dientes delanteros se mueve un poco. Supongo que me estoy haciendo viejo.

Pérdida de pelo y dientes, el proceso de cicatrización no se produce. Igual que los piratas, pensó Hatch.

Los piratas tenían otras enfermedades que no tenían nada que ver con las actuales, pero en todos se daban estos tres síntomas. Y lo mismo sucedía con algunos hombres del equipo de excavadores.

Los tres síntomas comunes eran clásicos del escorbuto, pero era imposible que se tratara de esta enfermedad, teniendo en cuenta los otros síntomas tan peculiares. Con todo, allí había algo que a Hatch le resultaba familiar.

Como dijo el profesor, olvida las otras enfermedades, y concéntrate en los factores comunes. Anormalidad en el recuento de glóbulos blancos. Pérdida de pelo y de dientes, falta de cicatrización, náuseas, debilidad, apatía… De súbito, lo vio todo muy claro.

—Oh, Dios… —dijo mientras se levantaba.

Horrorizado, vio cómo todas las piezas del rompecabezas encajaban.

—Discúlpame un momento —le dijo a Truitt, y lo tapó con la manta antes de marcharse.

Hatch consultó el reloj. Eran las siete. Un par de horas más, y Neidelman llegaría a la cámara del tesoro. Respiró hondo varias veces, para tranquilizarse, y luego fue al teléfono y llamó a la central de la isla.

No contestaba nadie.

—Mierda —murmuró.

Buscó en su maletín su transmisor de radio. Todos los canales de Thalassa estaban invadidos por ruidos parásitos.

Hatch calculó rápidamente cuáles eran sus posibilidades. Y con la misma rapidez se dio cuenta de que sólo tenía una.

Fue a la cocina. El profesor había desparramado una docena de puntas de flecha sobre la mesa y le describía a Bonterre los asentamientos indios de la costa. Ella lo escuchaba muy interesada, pero su expresión cambió cuando vio a Hatch.

—Isobel —le dijo él en voz baja—, tengo que ir a la isla. ¿Te ocuparás de que Donny suba a la ambulancia y vaya al hospital?

—¿A la isla? ¿Estás loco? —exclamó Bonterre.

—No tengo tiempo de explicártelo —dijo Hatch de camino al armario del recibidor. Oyó a sus espaldas el ruido de las sillas cuando Bonterre y el profesor se levantaron para seguirlo. Hatch abrió la puerta del armario, cogió dos jerséis de lana y se los puso, uno encima de otro.

—Malin…

—Lo siento, Isobel, ya te lo explicaré luego.

—Voy contigo.

—Olvídalo. Es demasiado peligroso. Además, tienes que quedarte aquí y cuidar de que Donny vaya al hospital.

—Yo no voy a ningún hospital —se oyó la voz de Truitt desde el sofá.

—¿Ves lo que quiero decir? —Hatch se puso su impermeable y metió una gorra en el bolsillo.

—No. Yo conozco el mar. Hacen falta al menos dos personas para llevar un barco con este tiempo, y tú lo sabes.

Bonterre comenzó a sacar ropa del armario: jerséis de lana, el viejo chubasquero del padre de Hatch.

—Lo siento —dijo Hatch mientras se calzaba unas botas.

Sintió que una mano le cogía el brazo.

—La dama tiene razón —dijo el profesor—. No sé qué está pasando, pero con este tiempo no puedes llevar solo el barco. Yo me encargo de que Donny vaya al hospital.

—¿No me ha escuchado? —intervino Donny—. Yo no voy en ambulancia a ninguna parte.

El profesor se dio la vuelta y lo miró con severidad.

—Una sola palabra más y te llevarán en una camilla, amarrado como los locos. Vas a ir, de una forma u otra.

—Está bien, señor —respondió Truitt al cabo de un instante.

El profesor se volvió y les guiñó el ojo.

Hatch cogió una linterna y se volvió para mirar a Bonterre; la joven le devolvió la mirada debajo de un gorro para lluvia color amarillo demasiado grande para ella.

—Ella es tan capaz como tú —dijo el profesor—. O quizá más, si somos sinceros.

—Pero ¿por qué quieres ir conmigo? —le preguntó Hatch.

Bonterre, en respuesta, lo cogió del brazo.

—Porque tú eres muy especial,
monsieur le docteur
—dijo luego—. Eres muy especial para mí. Y si me quedo aquí y te pasa algo malo, no me lo perdonaré nunca.

Hatch le susurró al profesor las últimas instrucciones acerca del tratamiento de Truitt, y luego salió a la lluvia. En las dos últimas horas, la tormenta había empeorado de forma espectacular, y por encima del aullar del viento y de la lluvia, se oía el ruido de las enormes olas que golpeaban contra el promontorio, un sonido tan sordo y estremecedor que parecía que se sentía con el estómago antes que con los oídos.

Marcharon deprisa por calles desiertas y barridas por la lluvia. Todas las casas tenían las ventanas cerradas y las luces brillaban en la prematura oscuridad. Al cabo de un minuto Hatch estaba empapado a pesar del impermeable. Cuando estaban llegando al muelle, hubo un intenso relámpago azul, seguido de inmediato por un trueno ensordecedor. Y un segundo después, Hatch oyó el ruido de un transformador que dejaba de funcionar al final del puerto. La ciudad quedó a oscuras.

Caminaron cautelosamente a lo largo del muelle y luego bajaron por la resbaladiza pasarela hasta el dique flotante. Las lanchas estaban amarradas a la inestable estructura. Hatch sacó su cuchillo del bolsillo y cortó las amarras de la lancha del
Plain Jane
.

—Se hundirá con el peso de dos personas —dijo Hatch mientras subía—. Quédate aquí, que volveré a buscarte.

—Pobre de ti si no lo haces —le respondió Bonterre, muy graciosa con el jersey y el chubasquero demasiado grandes para ella.

Hatch no se molestó en poner en marcha el motor de la lancha. Cogió los remos, los deslizó en los toletes y remó rumbo al
Plain Jane
. Las aguas del puerto, sin estar tan revueltas como en mar abierto, ya estaban bastante agitadas. La lancha se zarandeaba hacia arriba y hacia abajo. Mientras remaba de espaldas hacia el barco, Hatch podía ver la silueta de los edificios de Stormhaven, recortados contra el oscuro cielo. Sus ojos se dirigieron hacia la casa del pastor, alta y angosta como un oscuro dedo de madera. Un relámpago la iluminó, y antes de que la oscuridad descendiera nuevamente sobre ella, Hatch vio, o creyó ver, a Claire en el porche, con una falda amarilla, mirando al mar.

Se oyó un ruido sordo cuando la lancha chocó contra el casco del barco. Hatch la sujetó a la amarra de popa y subió a bordo. Puso en marcha el motor, pronunció una breve plegaria y accionó la manivela del arranque. El
Plain Jane
comenzó a moverse. Mientras levaba anclas, Hatch agradeció que su barco le respondiera tan bien.

Pasó por el muelle a recoger a Bonterre, que saltó a bordo con la agilidad de un marinero, a pesar de las gruesas ropas. La joven se puso el chaleco salvavidas que Hatch le arrojó, y luego se recogió el pelo debajo de la gorra. Hatch echó una ojeada a la bitácora y luego dirigió otra vez la vista al frente, hacia las dos boyas luminosas que señalaban el canal, y la boya flotante que indicaba la entrada a la bahía.

—Cuando salgamos a mar abierto —dijo—, se va a sacudir como el demonio, de modo que será mejor que te agarres a algo. Pero quédate cerca, por si necesito que me ayudes con el timón.

—Pareces tonto —dijo Bonterre, a quien los nervios ponían sarcástica—. ¿Te crees que sólo en Maine hay tormentas? Lo que quiero saber es el motivo de este viaje demencial.

—Te lo diré —le respondió Hatch con la vista al frente—, pero no va a gustarte.

45

Clay, con los brazos doloridos de aferrar el timón, intentaba ver en la oscuridad. El barco se sacudía con cada arremetida de las gigantescas olas, y el agua barría la cubierta. La timonera se cubría de blanca espuma, y el pesquero comenzaba su mareante descenso. Por un instante se producía un repentino silencio, y parecía que el viento hubiera cesado; pero después la nave se elevaba con la siguiente ola, y el ciclo comenzaba otra vez.

Diez minutos antes había intentado encender el reflector de proa, pero se habían fundido algunos plomos y prácticamente carecía de electricidad. También las baterías de reserva estaban agotadas. Clay debería haberlas inspeccionado antes de hacerse a la mar, pero no lo había hecho. Había estado demasiado ocupado con otras cosas. Un rato antes, y sin aviso previo, el
Cerberus
había levado anclas y había zarpado, ignorando su sirena. Clay lo había seguido un trecho, sacudido con violencia por el oleaje, y había gritado sin que le hicieran ningún caso, hasta que el gigantesco barco desapareció en la oscuridad.

Miró alrededor, evaluando su situación. Ahora se daba cuenta de que había cometido un grave error al seguir al
Cerberus
. Si no les habían prestado atención antes, mucho menos iban a detenerse ahora que estaba solo. Además, fuera del abrigo de la isla Ragged, el océano parecía hervir; la corriente del este chocaba con la corriente de resaca, y se producía una violenta marejada. El lorán tampoco funcionaba, y el único instrumento de navegación que le quedaba era la aguja de marear de la bitácora. Clay intentó fijar el rumbo del barco con la brújula, pero no era un navegante experimentado y sin luz eléctrica sólo podía mirar la brújula de manera intermitente, a la luz de los relámpagos. Tenía una linterna en el bolsillo, pero necesitaba ambas manos para llevar el timón.

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