Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Después de esto no hubo más compañías, pero se presentaron buscadores independientes y entusiastas que probaron suerte con nuevos pozos de sondeo. Para entonces ya se había olvidado cuál era el primer Pozo de Agua, confundido entre los innumerables pozos, túneles y galerías, todos ellos igualmente anegados, que atravesaban el centro de la isla. Y finalmente la isla fue abandonada a las águilas pescadoras y a los cerezos silvestres, y los habitantes de tierra firme la evitaban, pues su superficie se había vuelto inestable y peligrosa. En 1940, Alfred Wesgate Hatch, un joven y acaudalado financiero de Nueva York, vino a pasar el verano a Maine con su familia. Se enteró entonces de la existencia de la isla y, picada su curiosidad, decidió investigar su historia. Había escasa documentación, porque ninguna de las compañías se había preocupado por dejar registradas sus operaciones. Hatch compró la isla seis años después a un especulador inmobiliario y se mudó con su familia a Stormhaven. Y como ya les había sucedido a tantos otros, A. W. Hatch se obsesionó con el Pozo de Agua, y éste le llevó a la ruina. Menos de dos años más tarde la fortuna familiar estaba casi exhausta, y Hatch se vio obligado a declararse insolvente. Se dio a la bebida y murió al poco tiempo, dejando a su hijo de diecinueve años, también llamado A. W. Hatch, como único sostén de su familia.
Julio de 1971
Malin Hatch ya estaba aburrido del verano. Había pasado la primera parte de la mañana con Johnny, tirándole piedras al avispero del aljibe. Aquello había sido divertido, pero ahora no tenía nada que hacer. Eran poco más de las once, pero ya se había comido los dos bocadillos de mantequilla de cacahuete y plátanos que su madre le había preparado para la comida. Ahora estaba sentado con las piernas cruzadas en el muelle frente a la casa y escudriñaba el mar con la esperanza de ver pasar a lo lejos un buque de guerra. Se habría dado por satisfecho incluso con un petrolero que tras encallar en una de las islas, se incendiara. ¡Eso sí sería algo grande!
Su hermano salió de la casa y bajó saltando por la rampa de madera que llevaba al muelle. Apretaba un trozo de hielo contra el cuello.
—Te han cogido —observó Malin, secretamente satisfecho de que las avispas hubieran picado a su hermano mayor, que estaba muy convencido de que era más listo que él.
—Tú no te acercaste, gallina —le respondió Johnny con la boca llena, terminando de comer su bocadillo.
—Me acerqué tanto como tú.
—Eso dices tú, pero las avispas sólo vieron tu culo flaco que se alejaba a toda velocidad.
Johnny bufó despectivamente y arrojó el trozo de hielo al agua.
—No es verdad, yo estaba allí igual que tú.
Johnny se sentó de un golpe junto a su hermano, y depositó a un lado su bolsa.
—Pero nos hemos cargado a esas avispas, Mal, ¿no crees? —dijo, tocándose con el índice el bulto rojo e inflamado del cuello.
—¡Claro que sí!
Se quedaron callados. Malin miró hacia las islas, al otro lado de la bahía: la isla Hermit, la isla Wreck, Oíd Hump, Killick Stone y, bastante más lejos, el perfil azul de isla Ragged, que aparecía y desaparecía en la tenaz neblina que se negaba a disiparse del todo incluso en un hermoso día de verano. Y más allá de las islas, el océano estaba tan tranquilo como un plato, como decía a menudo su padre.
Con gesto lánguido, el muchacho arrojó una piedra al agua y miró los círculos concéntricos. Lamentaba no haber ido con sus padres a la ciudad. Al menos habría hecho algo. Deseaba estar en cualquier otra parte; en Boston, o Nueva York. Donde fuera, menos en Maine.
—¿Has estado alguna vez en Nueva York, Johnny? —preguntó.
—Sí, una vez, antes de que tú nacieras.
Qué mentiroso, pensó Malin. Como si Johnny pudiera recordar algo que había sucedido cuando tenía menos de dos años de edad. Pero si se lo decía se arriesgaba a recibir un golpe en el brazo.
Los ojos de Malin se posaron en la pequeña lancha con motor fuera borda que estaba amarrada al final del muelle. Y de repente tuvo una idea. Una idea muy buena.
—Vamos a dar un paseo —dijo en voz baja y señaló con la cabeza en dirección a la embarcación.
—Estás loco —respondió Johnny—. Papá nos daría unos buenos azotes.
—Anda, vamos —insistió Malin—. Cuando terminen con las compras irán a comer a Hastings, y no volverán hasta las tres o las cuatro. Nadie se va a enterar.
—¿Cómo que nadie? ¡Nos verá media ciudad!
—No, no habrá nadie mirando hacia el mar —dijo Malin y añadió, con tono desafiante—: ¿ Quién es ahora el gallina?
Pero Johnny no reaccionó; sus ojos estaban fijos en la barca.
—¿Y adonde quieres ir? —preguntó.
Malin, a pesar de que estaban solos, bajó aún más la voz.
—A la isla Ragged.
Johnny lo miró.
—Papá nos matará —murmuró.
—Si encontramos el tesoro, no nos hará nada.
—No hay ningún tesoro —dijo Johnny, sin mucha convicción—. Pero es peligroso ir allí, con todos esos pozos.
Malin conocía muy bien a su hermano, y advirtió por su tono de voz que Johnny estaba interesado. No dijo nada más, y dejó que la aburrida soledad de la mañana acabara de persuadirlo.
Johnny se levantó y caminó hasta la punta del muelle. Malin esperó, y se estremeció anticipadamente de emoción. Cuando su hermano volvió, traía un salvavidas en cada mano.
—Cuando desembarquemos, no nos alejaremos de las rocas de la costa. —La voz de Johnny era deliberadamente áspera, como si quisiera recordarle a Malin que aunque la idea hubiera sido suya, aquello no alteraba el equilibrio de poderes—. ¿Entendido?
Malin asintió con la cabeza, agarrado al borde de la barca mientras Johnny arrojaba dentro su bolsa y los salvavidas. El muchacho se preguntó por qué no se les habría ocurrido antes ir a la isla Ragged. Ninguno de los dos había estado nunca allí, ni tampoco los otros chicos de la ciudad de Stormhaven que Malin conocía. Cuando volvieran, tendrían una buena historia para contar a los amigos.
—Tú siéntate en la proa, que yo conduciré —ordenó Johnny.
Malin observó a su hermano, que movió la palanca de velocidad, abrió el estárter, bombeó la gasolina y luego tiró de la cuerda para poner el motor en marcha. El motor tosió y luego se quedó en silencio. Johnny volvió a tirar de la cuerda, y luego otra vez más. La isla Ragged estaba a unos doce kilómetros, pero Malin calculaba que con un mar tan tranquilo podrían llegar en poco más de media hora. Faltaba poco para la hora de la marea alta, cuando las fuertes corrientes que barrían la isla se calmaban por completo, antes de comenzar de nuevo en sentido contrario.
Johnny, el rostro enrojecido, descansó un instante, y luego tiró de la cuerda en un último y heroico esfuerzo. El motor se puso en marcha.
—¡Suelta amarras! —gritó, y cuando Malin desató la cuerda, Johnny apretó el acelerador a fondo.
El pequeño motor de dieciocho caballos jadeó con el esfuerzo. La barca se alejó del muelle y se internó en la bahía. A Malin le deleitaba sentir la espuma del mar y el viento en la cara.
La barca surcaba el océano dejando a su paso una blanca estela. Una gran tormenta había azotado la zona, pero ahora el agua estaba serena y limpia como un cristal. La isla Oíd Hump apareció a estribor, una desnuda bóveda de granito, manchada de guano y rodeada de oscuras algas. Cuando cruzaron el canal, las innumerables gaviotas que dormitaban en las rocas alzaron la cabeza y miraron la barca con sus brillantes ojos amarillos. Una pareja de aves alzó el vuelo y se alejó con un chillido lastimero.
—Ha sido una idea muy buena, Johnny, ¿no crees? —preguntó Malin.
—Tal vez, pero si nos pillan, diré que se te ocurrió a ti.
Su padre era el dueño de la isla Ragged, pero siempre les había prohibido visitarla. El hombre odiaba el lugar y nunca hablaba de él. En el patio de la escuela circulaban historias que decían que muchísima gente había muerto allí buscando un tesoro, que la isla estaba maldita y que había fantasmas. En el curso del tiempo se habían horadado tantos pozos y túneles que las entrañas de la isla estaban completamente podridas, listas para devorar al visitante desprevenido. Malin incluso había oído hablar de la Piedra de la Maldición. La habían encontrado en el pozo hacía muchos años, y se rumoreaba que estaba guardada bajo siete llaves en una habitación especial en la cripta de la iglesia, porque era obra del diablo. Johnny le había contado en una ocasión que cuando los niños de la escuela dominical eran malos de verdad, los encerraban en la cripta con la Piedra de la Maldición. Malin sintió otro escalofrío de emoción.
La isla se veía a lo lejos, envuelta en jirones de bruma. En los lluviosos días del invierno, la bruma se convertía en una niebla espesa y sofocante, pero en un soleado día de verano, como hoy, era más parecida a un translúcido algodón de azúcar. Johnny había intentado explicarle las corrientes locales que la producían, pero Malin no había entendido nada, y estaba convencido de que tampoco Johnny sabía de qué hablaba.
La bruma se acercó a la proa de la barca, y de repente se encontraron en un extraño mundo a media luz, donde hasta el ruido del motor sonaba apagado. Johnny, casi sin darse cuenta, aminoró la velocidad. Después dejaron atrás la zona de niebla más espesa y Malin pudo ver las accidentadas costas rocosas de la isla Ragged con sus abruptos peñascos cubiertos de algas, las aristas suavizadas por la niebla.
Condujeron la barca por un pasadizo entre los acantilados. Malin podía ver, cuando la niebla se lo permitía, las rocas del fondo del mar, cubiertas de verdes algas. Eran la clase de rocas que tanto temen encontrar los pescadores de langostas cuando la marea está baja o la niebla es muy espesa. Pero ahora la marea era alta y la lancha se deslizaba por la superficie sin problemas. Después de discutir quién se iba a mojar los pies, atracaron en una playa pedregosa. Malin saltó al agua llevando la amarra y tiró de la lancha; sus zapatillas, llenas de agua, hacían un ruido como de ventosas.
Johnny desembarcó cuando ya estaban en tierra.
—Estupendo —dijo mirando alrededor, y se colgó la bolsa del hombro.
Las juncias y los cerezos silvestres crecían a pocos metros de la pedregosa playa. Una luz plateada y espectral, que se filtraba a través del techo de niebla que colgaba por encima de sus cabezas, iluminaba la escena. A pocos metros de donde estaban se alzaba en medio de la maleza una gran caldera de hierro, de unos treinta metros de alto y de un intenso color naranja a causa de la herrumbre. Uno de sus lados estaba abierto de arriba abajo, y los bordes de la grieta eran irregulares, como si el metal hubiera sido desgarrado. El extremo superior del artefacto quedaba oculto en la bruma.
—Apostaría a que esa caldera estalló —dijo Johnny.
—Y yo apostaría a que mató a alguien —añadió Malin, entusiasmado.
—Sí, yo diría que murieron por lo menos dos hombres.
La playa terminaba en unos peñascos de granito erosionados por las aguas. Malin sabía que los pescadores que cruzaban el canal de la isla Ragged llamaban a esas rocas los Whalebacks, lomos de ballena. Trepó al Whaleback más cercano e intentó ver desde allí el interior de la isla.
—¡Baja de una vez! —gritó Johnny—. No seas idiota, que con esta niebla no se puede ver nada.
—Más idiota serás tú —refunfuñó Malin mientras bajaba y recibió un fraterno golpecito en la cabeza.
—Ve detrás de mí —le ordenó Johnny—. Daremos la vuelta por la costa a toda la isla y luego regresaremos.
Johnny echó a andar a paso rápido y sus piernas, morenas por el sol, parecían de color chocolate en la luz gris de la isla. Malin le siguió. Se sentía ofendido; al fin y al cabo, la idea de venir aquí había sido suya, pero Johnny siempre se hacía con el mando de todo.
—¡Eh, mira! —chilló Johnny, y se agachó a recoger un objeto blanco y alargado—. Es un hueso.
—No, qué va —replicó Malin, que aún se sentía ultrajado. Venir a la isla había sido su idea. Y también debería haber sido él quien encontrara el hueso.
—Sí que lo es. Y estoy seguro de que es el hueso de un hombre. —Johnny lo agitó como si fuera un bate de béisbol—. Es el hueso de la pierna de uno de los tíos que murieron buscando el tesoro. O puede que sea de un pirata. Lo llevaré a casa y lo guardaré debajo de la cama.
La curiosidad de Malin fue más fuerte que su enfado.
—Déjame verlo —dijo.
Johnny le dio el hueso. Era pesado y frío y olía mal.
—Aj, qué asco —dijo Malin, y se lo devolvió.
—Puede que la calavera también esté por aquí.
Buscaron entre las rocas, pero solamente encontraron un cazón muerto. Cuando dieron la vuelta a la punta de la isla, una barcaza medio hundida apareció ante ellos, los restos de una de las antiguas expediciones, ya olvidada. Estaba varada entre las rocas, justo donde se veía la marca de la marea alta, azotada por décadas de tormentas.
—¡Mira eso! —exclamó Johnny, y saltó a la ruinosa cubierta.
Por todos lados se veían objetos metálicos carcomidos por la herrumbre; tuberías, piezas de máquinas y enmarañados trozos de cable y de alambre. Malin empezó a revolver los trastos, con la esperanza de ver brillar algún doblón. Imaginaba que Red Ned Ockham, el pirata, era tan rico que había sembrado la isla de doblones. Se decía que Red Ned había enterrado millones y millones en oro en la isla, junto con una espada cuajada de piedras preciosas, la espada de San Miguel, tan poderosa que mataba a los hombres que la miraban. También decían que Red Ned en una ocasión le había cortado las orejas a un hombre y se las había jugado en una partida de dados. Una niña que estaba en sexto grado le había contado que Ned en verdad le había cortado al hombre los cojones, pero Malin no la había creído. Y en otra oportunidad Red Ned se emborrachó, abrió a un hombre en canal y lo tiró por la borda, sujetándolo por las tripas hasta que los tiburones lo devoraron. En la escuela, los chicos contaban muchísimas historias acerca de Red Ned.
Johnny, que ya se había aburrido de la barcaza, le hizo señas a Malin para que lo siguiera por entre las piedras que había al pie de los riscos, a barlovento. Encima de ellos un alto terraplén se alzaba contra el cielo, y las raíces de los abetos, secos desde hacía mucho tiempo, asomaban en el suelo como dedos retorcidos y nudosos. La cima del terraplén estaba oculta por la niebla. Los riscos estaban desgastados en muchos lugares por la acción del mar y medio derrumbados, víctimas de las tormentas que azotaban la isla todos los otoños.