—¡Aquel tipo está comiendo un montón de nueces a las que su dama había echado el ojo! ¡Y ella deja que las coma!
De pronto miró a Tristán, sorprendida.
—¡Esto es
exactamente
lo que ocurre! —insistió—. ¡Y yo puedo comprenderlas!
Miró de nuevo a las ardillas y se volvió, con aire pensativo.
—Tristán —preguntó, mirándolo con dulzura—, ¿qué sabes de mis padres?
—No mucho —respondió él—. No quisieron decirme nada; ni Arlen, ni mi padre, ni Gretta. Recuerdo que viniste de muy pequeña a Caer Corwell, cuando yo tenía dos o tres años. Recuerdo que Gretta me dijo que tus padres habían muerto y que el mío iba a tenerte como su pupila. Creo que le pregunté de dónde venías, y ella me dijo «Corwell», pero no pude sacarle más información. En aquellos tiempos —concluyó Tristán haciendo un guiño—, ¡sólo me disgustaba que no fueses un chico!
Robyn le dio unas palmadas juguetonas en el hombro, pero enseguida se puso seria.
—He preguntado al rey acerca de esto, pero nunca me ha dicho más de lo que... de lo que tú me has dicho. Estoy convencida de que la identidad de mis padres tiene algo que ver con mi... habilidad, o lo que sea.
—¿Por qué has sentido de pronto, y otra vez, curiosidad sobre aquello?
—Debido a aquella lucha con los firbolg. Creo que lo que ocurrió con los árboles tendría más sentido si supiese más acerca de mí misma.
Hizo una mueca de frustración y guardó silencio. Tristán no la distrajo de sus pensamientos. Por último, cuando se acercaban al castillo, confesó Tristán:
—Me ha gustado mucho cabalgar contigo, ¿sabes? Tal vez podríamos tratar de hacerlo más a menudo.
—Me gustaría —dijo sonriendo Robyn—. Pero me parece que estarás muy ocupado instruyendo a tu compañía.
—¡Maldita sea! ¡Estoy tentado a hacer caso omiso de sus órdenes! —dijo Tristán, frunciendo el entrecejo—. El rey me ha dado a entender que espera que fracase.
—¡Basta! —dijo Robyn, con disgusto—. ¿Por qué no tratas de comprender su punto de vista, por una vez, en vez de pensar sólo en lo que tú quieres?
Irritado, pero no queriendo estropear la tarde, el príncipe volvió la mirada al estuario. Sin embargo, podía sentir la presencia de Robyn a su espalda, como siente la luz una mariposa. Ella no dijo nada, e hicieron en silencio el resto del camino hasta el castillo.
Aquella noche, Tristán soñó con Robyn y los fírbolg. No fue un sueño espantoso, sino más bien frustrante. Unos gigantes se erguían alrededor de la pareja, mofándose de ellos. El se movía para proteger a la moza, y los árboles se inclinaban a su alrededor, sujetándole los miembros. Mientras observaba impotente, Robyn murmuraba unas frases misteriosas y los firbolg huían, chillando de miedo. Mucho después de que hubiesen desaparecido, el príncipe oía la voz de ella, hablando como a través de una espesa niebla.
Ni siquiera la brillante luz del sol podía disipar las sombras que parecían flotar alrededor del Castillo de Hierro. Aquella imponente fortaleza negra absorbía la luz sin proyectar reflejos, creando una mancha de melancólica oscuridad sobre la colina que dominaba la Bahía de Hierro.
La zona bullía ahora de actividad, mientras se transportaban los caballos, las provisiones y las armas desde la costa hasta los largos barcos anclados en la bahía, o se los cargaba en embarcaciones más pequeñas varadas en la playa. Pronto, los hombres del norte levantaron sus campamentos y llevaron su equipo a la costa, en una larga pero ordenada procesión. Largas columnas de soldados venían desfilando desde mucho más allá de la bahía mientras trasladaban hacia el mar los campamentos más lejanos.
Gmnnarch el Rojo observaba con profunda satisfacción cómo se movilizaba su propio ejército. Estaba en lo alto de una colina, al otro lado del valle que la separaba de la Fortaleza de Hierro, y desde aquel punto dominante la vista llegaba hasta el horizonte en todas direcciones. Nunca en su vida, ni siquiera en la de su abuelo, había marchado a la guerra una hueste de hombres del norte semejante a ésta.
Sus hombres llevaban con orgullo el estandarte carmesí de Grunnarch, al marchar desde su campamento hacia el mar. Los Jinetes Sanguinarios, guardia personal de Grunnarch, cabalgaban soberbiamente en cabeza de la columna, mientras miles de infantes los seguían impasibles. Los Jinetes Sanguinarios eran sin duda alguna el mejor grupo de guerreros montados de las fuerzas de los hombres del norte, y el corazón de Grunnarch se hinchó de orgullo al verlos pasar a medio galope.
Los ejércitos del norte no solían llevar uniformes homogéneos y esto hacía que los Jinetes Sanguinarios se distinguiesen con claridad del resto de la fuerza. Aproximadamente en número de cien, llevaban brillantes capas escarlata sobre una pesada cota de malla negra. Todos montaban poderosos caballos de guerra del color de la tinta más negra y llevaban hachas de guerra de doble filo, que hombres menos vigorosos no habrían podido levantar del suelo.
De pronto, un caballo se apartó de la fila y subió la cuesta hacia Grunnarch, llevando a lomos a un jinete de capa roja. Laric, sonriendo con expresión cruel, saltó al suelo.
—Los hombres están en forma, pero necesitan matar un poco para mantenerse así —dijo el capitán, lamiéndose los gruesos labios.
—La carga se desarrolla bien —dijo Grunnarch.
—El Rey de Hierro quiere verme. Ahora iré a la fortaleza —dijo el capitán, montando de nuevo.
—¿Por qué quiere verte? —gruñó el Rey Rojo.
—No lo sé, pero siento curiosidad por enterarme.
—Recuerda que sólo a mí debes fidelidad —dijo Grunnarch.
La risa de Laric tenía un matiz de burla, cuando hizo dar la vuelta a su caballo negro y emprendió la carrera cuesta abajo.
Por un momento, el Rey Rojo consideró el cambio de política de Thelgaar Mano de Hierro. Era extraño. Thelgaar había abandonado el consejo como único abogado de la paz, jurando que sus poderosas fuerzas no intervendrían en la expedición del verano. Y si su negativa no había apagado el entusiasmo de los otros reyes por la guerra, ciertamente había reducido sus probabilidades de triunfo. La flota de Thelgaar equivalía tal vez a la mitad de todas las fuerzas combinadas.
Pero, la mañana siguiente, el rey había salido de sus aposentos y comprometido a sus seguidores en la guerra. El anuncio había sido hecho casi de un modo frenético, y Thelgaar Mano de Hierro había conservado este aire febril durante los preparativos subsiguientes.
Thelgaar se había mostrado despiadado al ordenar los necesarios ejercicios a sus hombres. De una parte, esto fue beneficioso, pues sus hombres no se habían preparado para la guerra del verano. De otra, su intensidad había producido un efecto perturbador en sus soldados, ya que nunca habían visto a su venerado rey comportarse de aquella manera.
Grunnarch sintió un momentáneo alivio cuando no ordenaron a sus fuerzas acompañar a las de Thelgaar en las fases iniciales del ataque. El Rey de Hierro había informado imperiosamente a los otros reyes del norte del plan de ataque, y los reunidos lo habían aceptado sin apenas discusión. Esto se había debido, en parte, a que el plan era sensato, pero también a que los reyes no habían querido discutir en la imponente presencia de Thelgaar Mano de Hierro. Éste parecía haber asumido una nueva y bélica personalidad después de su cambio de opinión.
En todo caso, el plan era una buena proposición para la reducción y eliminación del único reino de los ffolk que permanecía en Gwynneth: Corwell. Una flota masiva, bajo el mando de Thelgaar, navegaría por el estrecho del Leviatán hasta el estuario de Corwell, y allí desembarcaría un ejército al mismo pie del Castillo de Corwell. Esta fuerza sería lo bastante poderosa para reducir aquella fortaleza y frustrar cualquier intento de resistencia organizada.
La fuerza bajo el mando de Grunnarch sería casi tan numerosa como aquélla, pero navegaría a lo largo de la costa oriental de Gwynneth y desembarcaría un ejército en el extremo de la isla opuesto al de Thelgaar. Entonces, el ejército de Grunnarch marcharía a través de la isla, capturando esclavos y botín de cada comunidad con la que se tropezasen en su avance, y por último se reuniría con la fuerza de Thelgaar en Caer Corwell.
La misión de Grunnarch sería difícil, pues los ffolk eran furiosos luchadores en defensa de su patria. Sin embargo, la presencia de la enorme flota del norte en el estuario de Corwell impediría que el rey Kendrick enviase refuerzos hacia el este, Pero el terreno era abrupto y el ejército de Grunnarch necesitaría arrasar a muchas tercas comunidades rurales en el curso de su avance. La perspectiva de muchos combates encarnizados, lejos de desanimar a Grunnarch, hacía que su sangre corriese con más fuerza.
Permaneció en lo alto de la colina, observando la carga, durante el resto del día. Un torrente continuo de hombres transportaba los suministros hasta los barcos atracados. Todos los caballos de los Jinetes Sanguinarios fueron repartidos entre diez embarcaciones, que eran las que navegarían en vanguardia de la flota de Grunnarch. El resto de los barcos, unos ciento cincuenta, transportarían al grueso de su ejército. A última hora de la tarde habían terminado los preparativos y Grunnarch cabalgó despacio en dirección al muelle. Estaba seguro de que Thelgaar convocaría un último consejo con los reyes del norte aquella noche.
Antes de la aurora del día siguiente, las flotas saldrían de la Bahía de Hierro con la marea menguante, izarían las velas y emprenderían el viaje hacia la guerra.
—¡Despierta, Tristán! ¡Por favor! ¡Es importante!
Aturdido, despertó él a la vida real. Se dio cuenta de que Robyn estaba a su lado, sosteniendo una delgada vela. Ella lo sacudió de nuevo y él pestañeó.
—¿Qué sucede? —murmuró, ya lo bastante despierto para sentarse en la cama.
Vio oscuridad a través de la ventana. Robyn estaba de pie junto a él, envuelta en una holgada camisa de noche blanca. Ésta ofrecía un vivo contraste con los cabellos negros, y el príncipe pensó, vagamente, que parecía seductora. Muy seductora.
—¡Ven conmigo! —La voz de ella era apremiante—. Algo está ocurriendo aquí esta noche. ¡No sé lo que es!
Antes de que Tristán saltase de la cama, salió de la habitación y esperó impaciente en el pasillo. Él iba a seguirla, pero ella señaló su arma, que estaba sobre una silla.
—¡Trae tu espada!
Él se ciñó el arma a la cintura, sin discutir. Cuando salió al pasillo, Robyn desaparecía ya detrás de la esquina y corrió para alcanzarla.
—¿Qué es? —murmuró, pero ella no le respondió.
En vez de esto, dobló hacia otro pasillo, caminando todo lo deprisa que le permitía su vacilante vela. Al cabo de un momento, se detuvo delante de una pesada puerta y la abrió.
Allí empezaba la larga escalera de caracol que conducía a la cima de la torre más alta de Caer Corwell. La pareja subió fatigosamente la larga escalera y luego salieron a través de la trampilla en que terminaba.
El cielo sin nubes de la noche se extendía encima y alrededor de ellos, centelleando con múltiples estrellas. El aire nocturno era fresco. La luna no había salido aún, por lo que el príncipe calculó que serían las dos de la madrugada. Robyn apagó la vela y se acercó al parapeto, con los ojos fijos en el cielo del este. Desenvainando su espada con nerviosismo, el príncipe se colocó a su lado.
—¿Qué pasa? ¿Deberíamos dar la voz de alarma? ¿Por qué me has traído aquí arriba en mitad de la noche?
El tono de cada pregunta se hacía más vivo al aumentar la ansiedad del príncipe.
—¡Por favor, no digas nada! —murmuró Robyn, y el príncipe vio que se estaba concentrando profundamente, sin dejar de mirar al cielo.
Intrigado, y un poco contrariado, Tristán hizo, empero, lo que ella le pedía. También miró hacia el este y, durante unos largos momentos, ninguno de los dos dijo nada. De pronto, Robyn pronunció una sola palabra:
—¡Allí!
El príncipe siguió la dirección de su dedo, pero nada pudo ver contra el estrellado telón de fondo. Después, por un instante, titiló una estrella, y titiló de nuevo. Esto ocurrió varias veces y el príncipe se dio cuenta de que se acercaba una criatura volante. Al propio tiempo, sintió que Robyn se tambaleaba ligeramente y se apoyaba en el parapeto.
—Puedes prescindir de esto —dijo por último ella, señalando la espada—. El peligro que percibí es lejano y no nos amenaza esta noche.
Esta vez Tristán no le hizo caso, y siguió sosteniendo la espada mientras aguzaba la mirada para distinguir a la misteriosa criatura en el cielo. A los pocos momentos oyó el débil susurro de unas alas plumosas y, de pronto, un gran halcón negro se posó en el parapeto delante de Robyn. El príncipe reconoció a Sable, pero no dijo nada al observar que la joven miraba con suma atención los ojos fijos de la gran ave. Un instante después, Robyn se volvió a él.
—¡Es Keren! Está en terrible peligro y ha enviado a Sable en petición de ayuda. Debemos ir a su encuentro, Tristán. ¡Y deprisa!
Kamerynn, el unicornio, galopo durante muchos días. Cruzó como un relámpago prados floridos y levantó brillantes cortinas de espuma al pasar por arroyos poco profundos.
Por último entró en una región del valle de Myrloch que no conocía, una triste región de pantanos y fétidas ciénagas. Ahora avanzó con mas precaución, pues sabía que su punto de destino estaba cerca. De improviso se detuvo y contempló una enredadera en forma de serpiente cruzada casualmente en su camino. La nariz rosada de Kamerynn tembló al percibir un olor amenazador en el aire. Su precaución se convirtió en alarma al darse cuenta de que había allí algo maligno.
Echándose atrás, contempló de nuevo la enredadera. De pronto, el tallo se movió como un látigo hacia su pata delantera. El unicornio retrocedió de un salto. En aquel momento otra enredadera salió de entre los matorrales y enlazó el cuello de Kamerynn.
Ahora salieron unas criaturas del lugar donde estaban escondidas y atacaron, acercándose para lanzar mas enredaderas. Los atacantes parecían humanos, pero eran mucho mas grandes.
Kamerynn lanzó una fuerte coz al encabritarse para repeler la carga. Uno de los atacantes cayó, con el cráneo aplastado. Otro se desvió hacia el flanco del unicornio, pero éste torció el vigoroso cuello para contraatacar. Bajando la cabeza, Kamerynn embistió y sintió que su cuerno de marfil se hundía profundamente en el cuerpo de la criatura.
Pero los atacantes eran demasiados. Agarraron el cuerpo del unicornio, empujándolo primero hacia atrás y haciéndolo caer después al suelo. Momentos después, Kamerynn estaba firmemente trabado y con los ojos vendados.