El primer hombre de Roma (102 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Mario alzó la vista de la carta, con el entrecejo fruncido.

—¿Qué es lo que Saturnino se traerá entre manos? —inquirió. Pero Sila estaba pensando en algo mucho más trivial.

—¡Plauto! —dijo de pronto.

—¿Qué?

—¡Los boni, los hombres buenos! Cayo Graco, Lucio Opimio y nuestro buen Escauro dicen que han inventado esa denominación para referirse a sus facciones, pero Plauto aplicaba el término boni a los plutócratas y otros patronos hace un siglo! Recuerdo haberlo oido en una obra de Plauto llamada Cautivos, que representaron cuando Escauro era edil curul y yo tenía edad para ir al teatro.

—Lucio Cornelio —replicó Mario, mirándole de hito en hito—, deja de pensar en quién acuñó una palabra sin importancia y presta atención a lo que tiene sustancia. ¡A ti te hablan de teatro y olvidas todo lo demás!

—¡Oh, lo siento! —dijo Sila en tono burlón.

Mario reanudó la lectura.

 

Y ahora nos vamos del Foro a Sicilia, donde han venido sucediendo toda clase de cosas y ninguna buena; aunque algunas siniestramente divertidas y otras francamente increíbles.

Como bien sabes, aunque te refrescaré la memoria, porque detesto las historias sin hilación, al final de la campaña del año pasado Lucio Licinio Lúculo se sentó frente al bastión de esclavos de Triocala decidido a rendirlos por hambre. Había sembrado el terror entre ellos haciendo que el heraldo declamara la historia de aquel bastión enemigo que envió a los romanos el mensaje de que tenían comida de sobra para diez años y los romanos contestaron que, en tal caso, tomarían la plaza el undécimo año.

En realidad, Lúculo efectuó un magnífico asedio, cercando Triocala con un bosque de rampas de asalto, torres, testudos, arietes, catapultas y barricadas, y al mismo tiempo rellenó una enorme sima que había a guisa de defensa natural delante de las murallas. Construyó, además, un estupendo campamento para sus tropas, tan bien fortificado que, aunque los esclavos hubiesen hecho una incursión fuera de la plaza, no habrían logrado entrar en él. Y allí se dispuso a esperar que pasase el invierno, con la tropa bien instalada, y seguro de que a él le prorrogarían el mando.

Luego, en enero, llegó la noticia de que el nuevo gobernador era Cayo Servilio Augur, y, con el despacho oficial, recibió una carta de nuestro querido Metelo Numídico el Meneítos dándole cuenta de los detalles feos y del modo escandaloso en que había sido amañado por Ahenobarbo y su lameculos el Augur.

Tú no conoces bien a Lúculo, Cayo Mario, pero yo si. Como tantos de su clase, él reacciona con una altanería fría, tranquila y distanciada ante la adversidad. Ya sabes: "Soy Lucio Licinio Lúculo, un noble romano de una antigua y prestigiosa familia; con algo de suerte, puede que en alguna ocasión repare en vos." Pero bajo esa fachada hay un hombre totalmente distinto, sensible, fanáticamente consciente de la necedad, lleno de pasión y de temible furia. Así que, al recibir la noticia, aparentemente la aceptó con la calma y tranquila resignación que cabe esperarse de él y procedió a destrozar todas las piezas de artillería, las torres de asedio, el testudo, las escalas, a vaciar el foso, y no dejó nada; quemó todo lo que pudo y limpió los alrededores de Triocala, esparciéndolo todo en mil direcciones. A continuación demolió el campamento y destruyó todos los pertrechos.

¿Crees que ahí paró la cosa? ¡Ni mucho menos, Lúculo no hacía más que empezar! Destruyó todos los archivos de su administración en Siracusa y Lilybaeum y trasladó a sus diecisiete mil hombres al puerto de Agrigentum.

Su cuestor fue abrumadoramente leal y se avino a todo lo que Lúculo dispuso. Habían recibido la paga del ejército y en Siracusa tenían dinero del botín conquistado en la batalla de Heracleia Minoa. Lúculo procedió a multar a todos los ciudadanos no romanos de Sicilia por haber agobiado tanto al anterior gobernador Publio Licinio Nerva, y sumó esa recaudación a los fondos disponibles. Después gastó parte del dinero recién recibido para uso de Servilio el Augur en alquilar una flota para el transporte de sus hombres.

En la playa de Agrigentum licenció a sus tropas y les entregó hasta el último sestercio que le quedaba. Los soldados no eran ya más que una multitud abigarrada, prueba palmaria de que el censo por cabezas de Italia está ya tan agotado como las otras clases en lo que a alistamiento de tropas se refiere. Aparte de los veteranos italianos y romanos que había alistado en Campania, tenía una legión y unas cuantas cohortes de Bitinia, Grecia y Macedonia, por cuya demanda al rey Nicomedes de Bitinia, éste había contestado que no disponía de hombres porque los recaudadores de impuestos romanos los habían esclavizado a todos. Una referencia bastante impertinente a nuestro decreto de liberación de los esclavos de los pueblos itálicos aliados, pues Nicomedes pensaba que su tratado de amistad y alianza con Roma incluía la emancipación de esclavos bitinios. Pero Lúculo se salió con la suya, naturalmente, y consiguió tropas bitinias.

Bien, envió a sus casas a los soldados bitinios y a continuación a los itálicos y romanos, con sus papeles de licenciados. Y tras eliminar todo vestigio de su período de gobernador en los anales de Sicilia, él mismo se embarcó.

En cuanto hubo zarpado, el rey Trifón y su consejero Atenión salieron de Triocala y comenzaron a saquear y pillar de nuevo la isla. Ahora están totalmente convencidos de que ganarán la guerra y su grito de enganche es: "¡En lugar de ser esclavo, ten un esclavo!" No se ha sembrado y las ciudades están atestadas de refugiados del campo. Sicilia vuelve a ser una Iliada de aflicción.

Y en medio de esta deliciosa situación llegó Servilio el Augur. Naturalmente, no daba crédito a sus ojos. Y comenzó a quejarse en sucesivas cartas a su patrón Ahenobarbo Pipinna.

Entretanto, Lúculo llegaba a Roma y comenzó a hacer preparativos para lo inevitable. Cuando Ahenobarbo le acusó en el Senado de destrucción deliberada de bienes romanos —en particular los pertrechos de asedio—, Lúculo se limitó a mirarle por encima de la nariz, diciendo que pensaba que al nuevo gobernador le gustaría comenzar a hacer las cosas a su manera. A él, añadió, le gustaba dejarlo todo tal como lo había encontrado y era exactamente lo que había hecho en Sicilia al final de su mandato: había dejado la isla tal como la había encontrado. El principal agravio de Servilio el Augur era la falta de ejército, porque había imaginado que Lúculo le dejaría las legiones, bien que no se hubiera tomado la molestia de solicitárselas oficialmente. Por consiguiente, sostuvo Lúculo, no habiendo solicitud por parte de Servilio el Augur, él podía disponer libremente de sus tropas, y consideraba que se merecían la licencia.

"Le dejo a Cayo Servilio Augur una mesa limpia, sin ningún estorbo de lo que yo he hecho —dijo Lúculo ante el Senado—. Cayo Servilio Augur es un hombre nuevo y los hombres nuevos tienen su propio método para hacerlo todo. Por lo cual, consideré que le hacía un favor."

Pero, sin ejército, está claro que poco puede hacer en Sicilia Servilio el Augur. Y menos hallándose Catulo César a la caza de los últimos reclutas que Italia puede aportar: por lo que no creo que haya posibilidades de reunir un nuevo ejército para Sicilia este año. Los veteranos de Lúculo se hallan dispersos y la mayoría con una buena bolsa y pocas ganas de que los localicen.

Lúculo sabe perfectamente que se ha buscado un proceso, pero no creo que le importe. Se ha cobrado la inmensa satisfacción de destruir toda posibilidad de que Servilio el Augur le haga sombra. Y eso, para Lúculo, cuenta más que evitar un juicio. Así que está ocupado haciendo todo lo posible por proteger a sus hijos, pues es evidente que piensa que Ahenobarbo y el Augur se valdrán del nuevo tribunal de Saturnino que juzga los delitos de traición para procesarle y declararle culpable. Ha transferido cuanto ha podido de sus propiedades a su hijo mayor, Lucio Lúculo, y ha cedido en adopción al menor, que ahora tiene trece años, a los Terencios Varro. En esta generación no hay ningún Marco Terencio Varro y son una familia muy rica.

Me ha dicho Escauro que el Meneítos —que se halla muy afectado por todo esto, y con razón, porque si declaran culpable a Lúculo tendrá que hacerse cargo de su escandalosa hermana Metela Calva— dice que los dos hijos han jurado vengarse de Servilio el Augur en cuanto sean mayores, y parece que el mayor, Lucio Lúculo, está muy amargado. No me extraña, pues si por fuera es muy parecido a su padre, ¿por qué no ha de serlo también por dentro? Caer en desgracia por la desmedida ambición del bullanguero hombre nuevo Augur es imperdonable.

Y eso es todo de momento. Te tendré informado. Ojalá pudiera estar ahí para ayudarte frente a los germanos: no porque necesites mi ayuda, sino porque yo me siento excluido.

 

Ya habían transcurrido unos cuantos días de abril del calendario de aquel año cuando Mario y Sila supieron que los germanos se hallaban recogiendo sus cosas y comenzando a salir de las tierras de los aduatucos, y pasó otro mes hasta que llegó Sertorio en persona a comunicar que Boiorix había aglutinado en torno a él a suficientes pueblos germanos para asegurarse la realización de su plan. Los cimbros y el grupo mixto encabezado por los tigurinos habían iniciado la migración a lo largo del Rhenus, mientras los teutones se dirigían hacia el sudeste siguiendo el curso del Mosa.

—Hay que suponer que este otoño los germanos llegarán en tres grupos distintos a las fronteras de la Galia itálica —dijo Mario con un profundo suspiro—. Me gustaría estar allí en persona para dar la bienvenida a Boiorix cuando llegue por el Athesis, pero no es conveniente. En primer lugar, tengo que hacer frente a los teutones y reducirlos. Esperemos que éstos sean el grupo que marcha más de prisa, al menos hasta el Druentia, porque hasta más adelante no tendrán que cruzar terreno alpino. Si podemos derrotarlos aquí, y hacerlo bien, tendremos tiempo para cruzar por el paso del monte Genava e interceptar a Boiorix y a los cimbros antes de que penetren en la Galia itálica.

—¿No creéis que Catulo César pueda enfrentarse por sí solo a Boiorix? —inquirió Manio Aquilio.

—No —respondió Mario, tajante.

Después, a solas con Sila, amplió su opinión respecto a las posibilidades de su colega frente a Boiorix; porque Quinto Lutacio Catulo iba a dirigir su ejército hacia el norte en cuanto estuviera entrenado y equipado.

—Dispondrá de unas seis legiones, y tiene toda la primavera y el verano para ponerlas en condiciones. Pero no es un auténtico general —dijo Mario—. Esperemos que Teutobodo llegue antes, que le venzamos, que crucemos los Alpes a toda prisa y nos unamos a Catulo César antes de que Boiorix alcance el lago Benacus.

—No sucederá así —dijo Sila con voz firme, enarcando una ceja.

—¡Sabía que ibas a decir eso! —replicó Mario con un suspiro.

—Y yo sabía que tú sabías que iba a decirlo —añadió Sila sonriente—. No es probable que los dos grupos que no dirige Boiorix avancen más de prisa que los cimbros. El problema estriba en que no vas a tener tiempo de estar en ambos sitios en el momento oportuno.

—Pues aguardaré aquí a Teutobodo —dijo Mario, decidido—. Este ejército se conoce al dedillo las hierbas entre Massilia y Arausio, y la tropa necesita urgentemente una victoria después de dos años de inactividad. Las posibilidades de victoria aquí son inmejorables. Aquí me quedaré.

—Veo que dices "me", Cayo Mario —replicó Sila con calma—. ¿Y a mí no me encomiendas nada?

—Sí, Lucio Cornelio. Perdona que te escamotee la bien merecida posibilidad de aplastar a los teutones, pero creo que debo enviarte a las órdenes de Catulo César como legado mayor. Con ese cargo, no tendrá más remedio que tragarte. Tú eres patricio —respondió Mario.

Amargamente decepcionado, Sila bajó la vista hacia sus manos.

—¿Y qué ayuda voy a poder prestar si me encuadras en el peor ejército? —inquirió.

—No me preocuparía si no viese los mismos síntomas de los Silanos, Casios, Cepios y Malios Máximos en mi colega consular. Pero los veo, Lucio Cornelio, ¡los veo! Catulo César no tiene idea de estrategia ni de táctica, y cree que los dioses le fueron infundidos en el caletre al nacer de ilustre linaje y que en el momento decisivo estarán de su lado. ¡Pero tú bien sabes que no es así!

—Lo sé —dijo Sila.

—Si Boiorix y Catulo César entablan batalla antes de que yo pueda llegar a la Galia italica, Catulo César cometerá algún fallo garrafal y perderá su ejército. Y si consentimos eso, no veo cómo vamos a poder vencer a los bárbaros. Los cimbros son el grupo mejor dirigido de los tres, y el más numeroso. Y, además, yo no conozco la configuración del terreno en la Galia itálica ni en el curso alto del Padus. Si puedo vencer a los teutones con menos de cuarenta mil hombres es porque conozco el terreno.

Sila trató de sostener insolentemente la mirada a su superior, pero aquellas cejas le pudieron.

—Pero ¿qué esperas que haga yo? —inquirió—. Es Catulo César quien lleva la capa de general, ¡no Cornelio Sila! ¿Qué esperas de mí?

Mario alargó el brazo y cogió a Sila por la muñeca.

—Si lo supiera, sería capaz de controlar a Catulo César desde aquí —dijo—. Es evidente, Lucio Cornelio, que has sobrevivido más de un año entre el enemigo fingiéndote uno de ellos. Tu cerebro es tan agudo como tu espada, y ambos sabes usarlos magistralmente. No me cabe la menor duda de que harás lo que haga falta por salvar a Catulo César de sí mismo.

—Luego mis órdenes son salvar su ejército a toda costa... —dijo Sila con un suspiro.

—A toda costa.

—¿Aun a costa de Catulo César?

—Aun a costa de Catulo César.

 

La primavera culminó en un tropel de flores y el verano entró como un general victorioso en su desfile triunfal para, a continuación, dilatarse en calor y sequedad. Teutobodo y sus teutones fueron avanzando por las tierras de los eduos y entraron en las de los alóbroges, que ocupaban la región entre el curso superior del Rhodanus y el Isara hasta muchas millas al sur. Los alóbroges eran guerreros y manifestaban su odio por Roma y los romanos, pero ya tres años antes la horda germana había cruzado por sus tierras y no querían ser dominados por los germanos. Hubo, pues, encarnizada lucha y el avance teutón sufrió retrasos. Mario comenzó a pasear de arriba abajo en su puesto de mando, pensando en cómo irían las cosas con Sila, que ya estaba incorporado al ejército de Catulo César en la Galia itálica, acampado a lo largo del Padus.

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