—Que toda la tropa esté dispuesta para la marcha en cuanto amanezca —dijo—. Los cuerpos de ingenieros y todos los centuriones deberán acudir a una reunión conmigo una hora antes del amanecer. Ahora, los tribunos militares, venid conmigo.
—¡Cómo me alegra que esté con nosotros! —comentó Cneo Petreio a su segundo centurión.
—Y yo, pero no me alegra nada que esté con nosotros ése —respondió el segundo centurión señalando a Marco Emilio Escauro hijo, que se apresuraba a seguir a Sila y a sus colegas tribunos.
—Cierto —respondió Petreio con un gruñido—, a mí también me preocupa; pero ya le vigilaré yo mañana. Aquí no se ha hablado de "motín", pero no voy a dejar que a nuestros samnitas los mal mande un idiota romano, por muy famoso que sea su padre.
Al amanecer, las legiones comenzaron a ponerse en marcha. La retirada se iniciaba como todas las maniobras efectuadas por tropas romanas bien adiestradas en medio de un notable silencio y orden. Cruzaba primero el puente la legión más alejada, seguida por la contigua y así sucesivamente, de modo que el ejército efectuaba un movimiento parecido al de una alfombra que se enrolla. Afortunadamente, los pertrechos, todas las bestias de carga y una serie de caballos, reservados para los altos mandos, habían quedado al sur del pueblo y del puente. A los primeros claros del alba, Sila hizo que este contingente fuese el primero en avanzar por la carretera con buena antelación sobre las legiones, y había dado las órdenes para que la mitad del ejército se les adelantase después de darles alcance, mientras la otra mitad cerraba la retaguardia hasta Verona. Porque si se alejaban de Tridentum, sabía que los cimbros no avanzarían lo bastante de prisa para avistar la polvareda de la retirada.
Lo que en realidad sucedió fue que los cimbros estaban tan entretenidos explorando los senderos de las laderas, que transcurrió una hora desde la salida del sol hasta que advirtieron que las tropas romanas se retiraban. A continuación, todo fue confusión hasta que Boiorix en persona logró restablecer cierto orden entre aquellas hordas. Entretanto, la columna romana se había movido con rapidez, y, cuando los cimbros formaron para el ataque, la legión más alejada del puente ya estaba cruzándolo en doble fila.
El cuerpo de ingenieros había trabajado sin descanso en vigas y puntales desde mucho antes de que amaneciera.
—¡Siempre la misma historia! —exclamó el jefe de ingenieros dirigiéndose a Sila, que se había acercado a ver cómo iba la tarea—. Siempre tengo que habérmelas con un puente romano bien construido cuando se trata de mandarlo al cuerno de un empujoncito.
—¿Lo conseguiréis? —inquirió Sila.
—Eso espero, legatus. Creo que no queda un solo amarre ni perno. Hemos quitado todos los ensambles y cuñas que lo sujetaban. Así que podré derruirlo rápidamente y sin la grúa grande que nos haría falta, porque las que tenemos son pequeñas y no hay tiempo de montar otra. No, lo haremos por las bravas, y me temo que va a estar algo temblón cuando lo crucen las últimas tropas —contestó el ingeniero jefe.
—¿Qué sistema es ese de por las bravas? —inquirió Sila poniendo ceño.
—Serrar los puntales y apoyos principales.
—¡Pues continuad! Os enviaré cien bueyes para darle ese tirón, ¿os bastan?
—¡Qué remedio! —respondió el jefe de ingenieros, alejándose a supervisar el trabajo en otro punto.
La caballería cimbra llegó chillando y gritando por el valle, arrasando en su carga las vallas del campamento romano, que eran simples defensas rutinarias, dado que no habían tenido tiempo de fortificarlo debidamente. Sólo la legión samnita había quedado al otro lado del río, y fue sorprendida en el momento de cruzar la puerta de su campamento por los cimbros, que se interpusieron entre ellos y el puente, aislándolos. Los samnitas maniobraron en formación de combate y se aprestaron a resistir la carga, con las lanzas preparadas y muy serios.
Sila contemplaba angustiado la escena desde la otra orilla, aguardando a que se produjera la carga de los cimbros y en vilo por lo que fuera a hacer el comandante de la legión samnita, que era el joven Escauro. Se reprochaba no haber depuesto del mando a aquel tímido hijo de tan audaz padre, para haberlo asumido él en persona. Pero ya era demasiado tarde; no podía cruzar el río porque no disponía de tropa suficiente y no quería confiar la retirada a Catulo César. Por consiguiente, tenía que sobrevivir. Tampoco quería llamar la atención de los cimbros respecto a la existencia del puente, porque si volvían sus ojos hacia él, verían cinco legiones romanas y un convoy de pertrechos avanzando en dirección sur y se lanzarían en su persecución. Si era necesario, ordenaría que los bueyes comenzasen a tirar de las cadenas conectadas a la debilitada estructura; pero si hacía eso, la legión samnita perdía toda esperanza.
—¡Una carga, joven Escauro, lanza una carga! —se encontró musitando—. ¡Hazlos retroceder y cruza con tus tropas el puente!
La caballería cimbria volvía grupas, pues las primeras filas habían rebasado el campamento samnita con el ímpetu de la carga y las filas de atrás retrocedían dejando espacio a los que volvían al galope, para, a continuación, lanzarse como una piña sobre el campamento samnita y desbaratarlo con los caballos para que los guerreros de a pie remataran la maniobra. A partir de ese momento, la caballería actuaría como una pala gigante que empujaría a los samnitas contra la masa de la infantería cimbra.
La única posibilidad que tenía la legión samnita era abrirse camino por entre las filas traseras de la caballería bárbara e impedir que las primeras filas se les unieran en refuerzo; luego, lancear los caballos mientras el resto se apresuraba a cruzar el puente. ¿Pero dónde estaba el joven Escauro? ¿Por qué no hacía eso? ¡Un instante más y sería demasiado tarde!
En rigor, los vítores de las tres centurias que estaban con Sila precedieron el instante en que él vio el arranque de la carga samnita, porque él buscaba un tribuno militar a caballo, y la carga la dirigió un hombre a pie: Cneo Petreio, el centurión samnita primus pílus.
Gritando con el resto de sus hombres, Sila daba saltos de impaciencia mientras los samnitas que no participaban en el ataque cruzaban a la carrera el puente en filas tan compactas, que no dejaron espacio para que los cimbros abrieran brecha por segunda vez. Los caballos de las primeras filas cimbras iban cayendo a centenares ante la lluvia de venablos samnitas, y los guerreros bárbaros se revolvían para zafarse de sus corceles abatidos, entremezclándose en un revoltijo indescriptible conforme seguían lloviendo sobre ellos más venablos de la centuria, mientras que las últimas filas de la caballería cimbra, rezagadas al otro lado, corrían igual suerte. Al final fue la propia caballería derribada lo que impidió la intervención de la infantería cimbra, y Cneo Petreio pudo cruzar el puente a la zaga de su último hombre sin que le persiguiera ningún germano.
Los bueyes ya estaban dispuestos con antelación para la tarea antes de la escaramuza, pues cien bestias enganchadas por parejas podían coger ímpetu en cuestión de segundos en cuanto comenzara a estirar los dos ayuntados en cabeza y los cincuenta pares tensaran las cadenas para derribar el puente. Como era un buen puente romano, aguantó mucho más de lo que había pensado el jefe de ingenieros, pesimista como todos los de su oficio. Pero, finalmente, cedió uno de los puntales, y entre crujidos, estallidos y golpazos, el puente tridentino sobre el Athesis cedió, cayendo sus maderos a las torrenciales aguas, que los arrastraron como pajas.
Cneo Petreio venía herido en el costado, pero no de gravedad; Sila le encontró sentado y atendido por los cirujanos de la legión, que en aquel momento le quitaban la cota de malla. Tenía el rostro cubierto por una mezcla de barro, sudor y estiércol, pero, aparte de eso, parecía estar bien y muy despierto.
—¡No toquéis esa herida hasta que no esté bien limpia, mentulae! —farfulló Sila—. ¡Primero lavadle bien toda la mierda! No se va a desangrar. ¿Verdad que no, Cneo Petreio?
—¡Qué va! —contestó el centurión, sonriendo como un bendito—. Lo conseguimos, ¿eh, Lucio Cornelio? Hemos cruzado todos, menos un puñado que han muerto en la otra orilla.
Sila se agachó junto a él y aproximó su cabeza al herido para que nadie pudiese oírlos.
—¿Qué ha sido del joven Escauro? —inquirió.
—Estaba cagado y no podía pensar, y cuando le achuché para que dirigiera la maniobra, me pasó el mando. Se desmayó, pero está bien el pobrecillo; le cruzaron por el puente en brazos. Es una lástima, pero esta a salvo. No ha heredado los redaños de su padre, desde luego. Debería haberse metido a bibliotecario.
—No puedo expresar cuánto me alegro de que estuvieseis allí y no otro primus pilus. No se me había ocurrido, y cuando lo pensé, me habría dado de patadas por no haberle relevado del mando —dijo Sila.
—No importa, Lucio Cornelio, al final todo ha salido bien. Al menos, así se dará cuenta de sus limitaciones.
Regresaron los cirujanos con esponjas y agua en cantidad suficiente para lavar a doce hombres; Sila se puso en pie para dejarlos trabajar y extendió el brazo derecho hacia Cneo Petreio, que estrechó su mano, fundiéndose en un gesto de mutua comprensión.
—¡Os habéis ganado la corona de hierba! —dijo Sila.
—¡No, no! —replicó Cneo, turbado.
—Claro que sí. Habéis salvado de la muerte a una legión entera, Cneo Petreio, y cuando un solo hombre salva a una legión, recibe la corona de hierba. Ya me ocuparé yo —añadió Sila.
¿Era ésa la corona de hierba que Julilla había visto en su futuro tantos años atrás?, se preguntó Sila mientras descendía del promontorio hacia el pueblo para organizar el traslado en carro de Cneo Petreio, héroe de Tridentum. ¡Pobre Julilla! Pobrecilla... Nunca había hecho nada bien, así que quizá aquello fuese otro de sus errores respecto al azaroso proceder de la Fortuna. Julilla era la única Julia que no había poseido el don de hacer feliz al esposo. Luego, su mente se centró en cosas más importantes. Lucio Cornelio no iba a incurrir en hacerse mala sangre por Julilla. Su fin nada había tenido que ver con su destino: ella se lo había buscado.
Catulo César trasladó todo su ejército al campamento en las afueras de Verona antes de que Boiorix hubiese hecho cruzar su último carro por diversos puentes tambaleantes e iniciado la marcha cuesta abajo hacia las feraces llanuras del Padus. Al principio, el cónsul se había empeñado en presentar batalla a los cimbros junto al lago Benacus, pero Sila, ya bien afirmado en su papel, no se lo consintió, sino que le hizo enviar mensajes a todas lás ciudades y pueblos desde Aquileia hasta Comun y Mediolanum al oeste, para que la Galia itálica más allá del Padus fuese evacuada por todos los ciudadanos romanos, los habitantes con derecho latino y los galos que no deseasen confraternizar con los germanos. Los refugiados debían dirigirse hacia el sur del Padus y abandonar a los cimbros la región de la Galia itálica más allá del Po.
—Se verán como cerdos en un campo cubierto de bellotas —dijo Sila con la seguridad que le confería su experiencia de haber vivido más de un año entre los cimbros—. Cuando vean los pastos y la tranquilidad que existe entre el lago Benacus y la orilla norte del Padus, Boiorix no podrá mantenerlos unidos y se dispersarán en mil direcciones. Ya veréis.
—Lo pillarán y lo asolarán todo —dijo Catulo César.
—Exactamente... y se olvidarán de lo que tenían que hacer, es decir, invadir Italia. ¡Animaos, Quinto Lutacio! Al fin y al cabo es la región más gala de la Galia Cisalpina y no cruzarán el Padus hasta que la dejen más monda que una osamenta de pollo. La población habrá huido antes de que lleguen y se habrá llevado lo más valioso. Y la tierra aguantará y la recuperaremos cuando llegue Cayo Mario.
Catulo César hizo una mueca, pero no dijo nada. Ya sabía la dureza de las réplicas de Sila y, además, no ignoraba lo implacable que era. Frío, inflexible y resuelto. Un extraño amigo intimo de Cayo Mario, aunque fuesen cuñados. Bueno, lo fueron. ¿Habría eliminado Sila también a aquella Julia?, se preguntaba Catulo César, que en las muchas reflexiones que se hacía sobre Sila acababa de recordar aquel rumor que había circulado entre los hermanos Julio César y sus familias por la época en que Sila había surgido de la oscuridad a la vida pública al casarse con Julilla, en el sentido de que el dinero para sus aspiraciones políticas lo había conseguido asesinando a su... ¿madre... madrastra... querida? Bien, cuando regresaran a Roma ya se ocuparía él de averiguar lo cierto de aquel rumor. Oh, no para utilizarlo descaradamente o en seguida, sino para reservarlo para el futuro, cuando Lucio Cornelio aspirase a ser elegido pretor. No le privaría de la alegría de ser edil, y que se gastase una buena suma. Si, pretor; cuando quisiera ser pretor.
Una vez que las legiones se instalaron en el campamento en las afueras de Verona, Catulo César decidió que lo primero que tenía que hacer era comunicar por correo urgente a Roma el desastre del Athesis, porque si no lo hacía, se maliciaba que Sila lo haría a través de Cayo Mario. Por consiguiente, era importante que llegase primero su versión. Estando los dos cónsules en campaña, el despacho al Senado había que dirigirlo al portavoz de la cámara. Así fue como Catulo César envió su informe a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, junto con una carta personal con detalles más específicos de lo que había ocurrido, y confió despacho y carta —perfectamente sellada— al joven Escauro, hijo del príncipe del Senado, ordenándole que los llevase a Roma al galope.
—Es el mejor jinete que tenemos —dijo Catulo César a Sila.
—Quinto Lutacio —dijo Sila mirándole con el mismo gesto sarcástico y altanero que había adoptado durante la reunión relativa al motín—, hacéis gala de la más refinada crueldad que conozco.
—¿Queréis revocar la orden? —replicó él—. Tenéis poder para hacerlo.
—Es vuestro ejército, Quinto Lutacio —replicó Sila, encogiéndose de hombros—. Haced lo que queráis.
Y es lo que hizo: enviar al joven Marco Emilio Escauro de correo urgente, llevando la noticia de su propia desgracia.
—Os encomiendo esto, Marco Emilio, porque no encuentro peor castigo para un cobarde de una familia tan ilustre que llevar a su propio padre la noticia de un desastre militar y de un desastre personal —dijo Catulo César en tono pontifical y mesurado.
El joven Escauro, pálido, avergonzado y con menos peso del que tenía dos semanas atrás, se mantuvo firme rehuyendo mirar a su general. Pero cuando Catulo César terminó de hablar, los ojos del joven Escauro —una versión más clara y no tan hermosa como aquellos ojos verdes paternos— se posaron sin poder evitarlo en el rostro altivo de Catulo César.