—Vaya, se suponía que teníamos que comunicarte que está muerto —le espetó Worvo—. Tu padre, quiero decir. Murió hace tres noches.
—Sí —añadió Var—. Justo después de recomendarte. Tuvo un accidente en las criptas que hay debajo del templo. La iglesia lo enterró como mártir.
—Qué considerada —dijo Rinda con tono cortante. Tragó saliva para eliminar el nudo que se le había hecho en la garganta, no de tristeza, sino de rabia. La traición no la cogía por sorpresa, especialmente tratándose de su padre. Lo que la ponía furiosa era la idea de que Bevis hubiera entregado a su única hija a la Iglesia de Cyric sin que eso le sirviera siquiera para salvar su vida.
Rinda olió la tienda del fabricante de pergaminos mucho antes de verla. El hedor a pieles de animales y a fétidos barriles de aguas estancadas se esparcía desde el lugar haciendo que todo el callejón oliera como un matadero. No obstante, por la intensa actividad de la calle era evidente que los vecinos se habían habituado hacía tiempo al desagradable olor.
En los lóbregos portales, mujeres jóvenes ligeras de ropa ofrecían sus servicios a cualquiera lo bastante sobrio como para andar sin ayuda. Y si un transeúnte llegaba a tropezar, se lanzaban sobre él como los cuervos sobre el campo de batalla y le quitaban todo lo que pudiera tener algo de valor. Una vez que lo habían dejado limpio, las mujeres corrían a refugiarse otra vez en sus apostaderos fríos y oscuros, jadeando y tosiendo a causa de enfermedades crónicas no curadas.
Un grupo de niños mugrientos salió como una bandada de grajos de un extremo de la calle. Aullaban como lobos y derribaban todo lo que encontraban a su paso y que no estuviera sujeto al suelo. Ante semejante horda de pies voladores y caras sucias, los hombres y mujeres se dispersaban. Las prostitutas cerraban las puertas esperando que pasara la turba, y Rinda y su escolta se pegaron a la pared. Los clérigos sacaron las dagas para advertir a los mocosos que no se acercasen. Por fortuna, éstos parecían más interesados en hacer ruido que en meterse con nadie en particular.
En cuanto los chicos hubieron pasado y los aullidos se perdieron a lo lejos, un coro de borrachos que entonaba canciones obscenas se apoderó del aire de la noche. En una taberna que había camino abajo cantaban a voz en cuello unos versos a Loviatar, marcando el final de cada verso con un fuerte golpe de las jarras sobre las mesas. A Rinda le pareció oír también el restallar de un látigo, un sonido bastante frecuente en el crepúsculo de Zhentil Keep.
—Por aquí —murmuró Var a través del pañuelo con el que se había cubierto la boca y la nariz. Tiró de ella hacia una pequeña tienda apretada entre dos edificios más altos.
Por las ventanas de gruesas rejas del piso inferior salía una luz que se remansaba en la calle. Eso permitía ver lo suficiente del lugar como para que Rinda llegara a la conclusión de que era un taller de una sola planta con dos pisos de viviendas encima. Las ventanas superiores o bien tenían las celosías echadas o estaban oscuras. Como había sospechado por el olor, la señal que había encima de la puerta anunciaba que allí había un fabricante de pergaminos.
Seis zhentilares guardaban la entrada, una muralla de cota de malla y espadas desnudas. Rinda se dio cuenta de que eran soldados de élite, incluso tal vez pertenecientes a la guardia personal de lord Chess. Estaban alertas, sin perder de vista a las prostitutas, los borrachos y los chicos salvajes que circulaban por allí.
Var bajó el pañuelo al acercarse a los zhentilares y obligó a Worvo a hacer lo mismo. Los soldados lo saludaron levantando las espadas.
—Escriba para el patriarca Mirrormane —dijo Var al soldado más próximo.
Después de un momento, el hombre asintió bajando la cuadrada mandíbula y les franqueó el paso. Rinda se estremeció cuando la luz iluminó el rostro del soldado. Las largas cicatrices que le marcaban las mejillas anunciaban al mundo que le habían cortado la lengua.
La puerta de la tienda se abrió con un chirrido. El patriarca Mirrormane apareció en el umbral, rodeado por la luz y frotándose las manos con nerviosismo.
—Ah, por fin —dijo. Después sacó dos monedas de plata del bolsillo de su larga túnica clerical de color púrpura—. Buen trabajo.
Var y Worvo se apoderaron de las monedas con avidez. La codicia les había hecho olvidar el desagradable olor del callejón.
—Gracias, patriarca —dijo Var. Hizo una amplia reverencia y besó el anillo que llevaba el sumo sacerdote en el que estaba representada una calavera. Cuando Worvo se disponía a hacer lo mismo, Mirrormane lo despidió con un ademán.
—Uno de los zhentilares os acompañará afuera —dijo el patriarca, tirando de Rinda hacia la tienda. La puerta se cerró de golpe dejando atrás las expresiones de gratitud de los matones.
Por la fría mirada de Mirrormane, Rinda supo que Var y Worvo estarían muertos antes de haberse alejado tres calles. Era costumbre en la Iglesia de Cyric: se contrataba a un mensajero y se lo mataba una vez que había terminado su cometido.
La cara del patriarca era una máscara de arrugas y su pelo plateado un nido de víboras. Trataba de que su sonrisa fuera amistosa mientras invitaba a la copista a entrar en la habitación. Estaban solos entre las estanterías irregulares y los rollos de pergamino.
—Has sido bendecida con la poco frecuente oportunidad de servir a la Iglesia —empezó el patriarca—. Lord Cyric tiene necesidad de tus habilidades como escriba.
Rinda se quitó la capa que le cubría los hombros y acomodó sus rizos oscuros.
—Pido perdón a su santidad —dijo—, pero no soy muy religiosa y, lamento decirlo, dejo mucho que desear como copista. Si poseyera alguna habilidad formaría parte del gremio.
—Hemos estado investigando sobre ti, Rinda —replicó Xeno secamente—. Dejaste tu puesto en el gremio, no fue el gremio el que te dejó fuera. Y todo por salir y hacer el bien entre gentes de mal vivir.
La leve apariencia de afabilidad desapareció. Con cada una de las palabras y cada uno de los gestos que vinieron a continuación, el patriarca parecía a punto de enfurecerse.
—Lo sabemos todo sobre ti. No pienses ni por un instante que tus acciones pasan desapercibidas, que puedes hacer algo en esta ciudad que nosotros no conozcamos. —Rió entre dientes—. Las esperanzas que albergas, los sueños que acaricias, todo ayuda a nuestra causa de mil maneras que no serías capaz de entender.
—De esta manera es poco probable que consigas su cooperación —dijo una voz desde el fondo de la habitación.
El patriarca cayó de rodillas y juntó las manos en actitud de fervorosa plegaria.
—Perdóname, magnificentísimo señor, pero no es una creyente. Profana tu...
—Ya basta —dijo el hombre entrando en la habitación con una elegancia natural y mirando a Rinda abiertamente. Su mirada hizo que a la mujer se le erizara la piel—. Tal vez lo que necesitemos sea precisamente alguien que no crea para convencer a los demás tontos que no son capaces de ver la luz.
Por un momento, la escriba se preguntó quién sería ese hombre delgado, de nariz aguileña capaz de hacer que el patriarca Mirrormane se arrodillara ante él. Por su aspecto parecía que el patriarca, con sus sesenta años, lo doblaba en edad, y sus ropas lo identificaban como un individuo no más influyente que un subordinado en el gremio de los ladrones de la ciudad. Sus botas de cuero estaban desgastadas en los talones. Su capote estaba limpio, pero un poco raído. Sólo la antigua espada corta de tonalidad rojiza que llevaba al cinto hablaba de su fortuna o su poder.
—Soy lord Cyric —anunció, e hizo una pausa para ver la reacción de Rinda, si lo saludaba con una reverencia o le rehuía la mirada. Como ella se limitó a quedarse allí de pie mirándolo, una sonrisa le asomó a los labios e hizo que se acentuaran las patas de gallo que le rodeaban los ojos oscuros—. Veo que eres escéptica. Eso está bien.
El patriarca Mirrorbane sacó un puñal de la manga de su túnica.
—Arrodíllate —le ordenó en un susurro.
—Déjala en paz. —Dijo Cyric. Estudió a la copista un momento más y luego añadió:— Sal, Xeno, creo que vamos a empezar ahora. —El patriarca salió andando de espaldas y desapareció en la noche.
Rinda por fin cayó en la cuenta de que éste era el Príncipe de las Mentiras y empezó a temblar de una manera incontrolable. Como si fuera agua de lluvia, la capa se le deslizó entre los dedos hasta el suelo sucio.
Cyric le pasó uno de los finos dedos por los labios.
—Escéptica, pero lo suficientemente astuta como para temerme. Esto va mejor.
—Yo, yo no...
Cyric le impuso silencio con un gesto.
—Estás aquí para escuchar, no para hablar. Ven.
La cogió de la mano y la condujo a la parte de la tienda donde estaba preparado el pergamino. A lo largo de una pared había cubas de agua y limo llenas de pieles de animales inmersas en el agua. Unos bastidores circulares de madera sostenían las pieles ya ablandadas en las cubas. Debajo de cada uno de ellos se amontonaban las pieles húmedas que el artesano había empezado a raspar para darle el espesor requerido. Rinda ya había estado antes en talleres como éste, y una mirada le bastó para darse cuenta de que el pergamino que se producía aquí era de calidad especialmente baja. El agua de las cubas estaba sucia y las raspas poco afiladas y oxidadas. Las pieles tendidas en los bastidores estaban arrugadas por una manipulación deficiente y presentaban manchas debido a la suciedad del lugar.
—Jamás te pediría que perdieras el tiempo escribiendo en pergamino como éste —dijo Cyric, al ver que la copista observaba el entorno—. Para cartas está bien, pero de ninguna manera para un libro acabado. —Le palmeó suavemente la mano—. El pergamino que yo utilizo está fabricado de forma mucho más cuidadosa; proviene de una producción mucho más escasa.
—No lo entiendo —consiguió decir Rinda por fin.
—No te preocupes, ya lo entenderás.
Cyric se paseó por la enorme habitación, pasando revista a los tendederos llenos de pergaminos mal cortados y mesas en las que se apilaban libros de cuentas.
—Siempre empiezo la historia en este lugar porque fue aquí donde nací. —Se detuvo y apoyó las manos en las caderas con gesto teatral—. Resulta difícil de creer, pero ésta es la cuna de un dios, bueno, al menos lo era la casa que antes había aquí.
Lentamente, Cyric se volvió y miró fijamente a los ojos verdes de Rinda, que sintió una punzada de miedo en el corazón.
—Te voy a contar una historia —dijo el Príncipe de las Mentiras—, y a partir de ella escribirás un libro, uno que inspire a la gente a creer en mí. Los magos de mi Iglesia han creado tintas y pergaminos especiales. Escribieron plegarias especiales que deben ser incorporadas al texto exactamente donde ellos lo digan y exactamente de la forma que digan. Llevará miniados y una encuadernación especial..., pero tu trabajo es lo más importante.
Volvió a acercarse a donde estaba Rinda y apoyó una mano sobre el hombro de la mujer.
—Si lo consigues, serás venerada, alabada en los anales de mi mundo como heraldo del nuevo orden, un ángel del conocimiento capaz de rivalizar con el propio Oghma.
En el aire pendía una pregunta no formulada. Cyric hizo una pausa un instante antes de responder.
—Si fracasas... —Una sombra le atravesó el rostro y le clavó a la mujer los dedos en el hombro hasta que las uñas le hicieron brotar sangre—. Si fracasas arrastraré tu alma implorante al Hades y te colgaré en mi salón del trono junto a tu padre.
Del Cyrinishad
Se dice que Tymora y Beshaba se disputan el dominio de todas las almas nacidas en el mundo. La señora de la Suerte echa su moneda de plata y la Doncella del Infortunio dice cara o cruz. Si Beshaba se equivoca, entonces Tymora bendice al alma afortunada con la buena suerte para el resto de su vida. Se dice también que la Doncella del Infortunio no suele perder en esos enfrentamientos. Sólo un hombre en toda la historia logró escapar a su juego cruel: Cyric de Zhentil Keep. Incluso antes de que posara su pie en el mundo como mortal, Cyric poseía la voluntad necesaria para resistirse a la llamada aleatoria del Destino y labrarse su propia fortuna. Cuando su alma recién nacida se presentó ante las diosas, proyectó una luz sobre la moneda de plata de Tymora, cegándolas para que no pudieran observar su presencia. Las deidades no vieron caer la moneda y jamás decidieron su disputa sobre el destino de Cyric. Fue así que él vino al mundo sin destino alguno que no fuera el que él mismo pudiera forjarse.
En la sordidez de los suburbios de Zhentil Keep, el hombre que llegaría a ser un dios se revistió con la cubierta de la mortalidad en los primeros tiempos. Su madre, una bella juglar de mente tan rápida como la de Oghma, había tenido en un sueño la premonición de la grandeza de su hijo. Ocultó al niño Cyric de su padre en los callejones de esa sórdida ciudad, ya que el hombre era un líder de los zhentilares y agente de la Red Negra, fiel al dios Bane. También el dios de la Lucha había conocido anticipadamente el potencial de Cyric.
Temiendo al único mortal no vinculado por el Destino, envió agentes por todo el reino para matar al niño.
Durante la noche más calurosa de Flamerule, bajo la garra del verano más brutal que haya padecido Zhentil Keep, los asesinos capturaron a la madre de Cyric y la asesinaron. Uno de los primeros en clavar una espada en el corazón de la mujer fue su amante, el padre de su hijo. Sin embargo, Cyric escapó y luchó por su vida con más denuedo del que podría haber demostrado cualquier otro niño humano. Se alimentó de sangre de rata y la piel moteada que arrancaba a las alimañas le sirvió de cobijo.
Al amanecer del día siguiente, Cyric luchó por volver a la luz, endurecido como una espada triplemente templada por el asesinato, el hambre y el calor de Flamerule.
Un vinicultor sembiano llamado Astolpho que recorría las partes más pobres de la ciudad para vender sus productos, encontró al pequeño Cyric y lo ocultó. Poco sabía él que se convertiría en el medio para que el niño escapara de un grupo de soldados sedientos de sangre y de magos zhentarim. Él sólo vio a un pequeño sucio y abandonado. Como muchos otros, no fue capaz de ver más allá de la fachada moral que ocultaba al mundo la grandeza de Cyric. Durante doce años, Astolpho el vinicultor y su esposa criaron al niño rodeado del boato tan común en el reino de mercaderes de Sembia. Cyric, siempre desdeñoso del lujo, utilizó su dinero y su poder para educarse, para reunir todo el conocimiento que pudo sobre Faerun y sobre las tierras que un día gobernaría como señor de los Muertos. Los dioses, siempre celosos, vigilaron el crecimiento del niño, temerosos de su poder pero incapaces de orientarlo a un destino diferente del que él mismo había elegido.
A pesar de todo, los dioses a los que Cyric destruiría un día —Bane, Bhaal y Myrkul— trataron deponer coto a su fuerza y sabiduría cada vez mayores por todos los medios a su alcance. Bane difundió rumores funestos sobre el niño, aislándolo del círculo adinerado en el que se movían sus padres. Myrkul hizo un trato con Talona, señora del Veneno, para perseguirlo con todo tipo de enfermedades, y Bhaal envió a sus asesinos más astutos para acabar con él. Pero Cyric había transformado su precoz sufrimiento en un escudo que ningún dios podía traspasar. Destruyó a los secuaces de los dioses y superó todas las dificultades que le pusieron por delante como si no fueran más que pequeños guijarros en el camino de un gigantesco monstruo.
Los últimos aliados de Bane con que tuvo que enfrentarse Cyric en Sembia fueron Astolpho y su esposa. El dios de la Lucha había comprado la lealtad de ambos con la promesa de que pondría fin a la mala suerte que apunto había estado de llevar al hombre a la ruina. A cambio de este sueño vacío de prosperidad renovada, trataron de impedir que el chico abandonase Sembia para probar suerte en otro sitio. Sin embargo, los lazos del deber familiar y el fingido afecto que le demostraban no consiguieron engañar a la aguda mente de Cyric. Rechazó su fortuna y la comodidad del hogar y se lanzó a recorrer el mundo que sólo conocía a través de los ojos de bardos e historiadores. El cadáver de Astolpho apareció clavado en una pica en las puertas de la ciudad, devorado por las ratas que habían alimentado a Cyric en las alcantarillas de Keep tantos años antes. Nadie consiguió encontrar jamás los restos de la esposa del vinicultor, tan hábilmente los había ocultado el muchacho por toda la ciudad. Hasta el día de hoy, nada puede eliminar el olor a muerte que sobrevuela el lugar ni silenciar los gritos fantasmagóricos y torturados que pueblan el aire nocturno.
Fue así que Cyric viajó a las Tierras Centrales y fue amasando un tesoro de conocimiento con las monedas de experiencia que juntó por el camino. Los dioses, temerosos, conscientes de su inminente desastre, hicieron todo lo que pudieron para impedírselo, pero ya no estaba a su alcance. Aprendió a luchar tan bien como cualquier soldado de Faerun y a vivir de la tierra incluso en los climas más inhóspitos.
Por fin, volvió a su ciudad de origen, ya que ningún otro lugar del mundo podía igualar la crueldad y los horrores cotidianos de Zhentil Keep. En suma, es una ciudad donde el cobarde velo de la civilización es más endeble, donde hombres y mujeres viven día a día con la convicción de que la vida es dolor y que la muerte es la única agua para lavar el sufrimiento de los eriales. Ese conocimiento fue el patrimonio de Cyric, y le había llegado el momento de reclamarlo...