El principe de las mentiras

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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Este título continúa la serie Avatar, publicada en ediciones en rústica (Las Tablas del Destino, Tantras y Aguas Profundas). En esta serie los dioses son expulsados y vagan por los Reinos tratando de recuperar sus antiguos poderes, lo que genera una lucha en la que los héroes tendrán que enfrentarse a los dioses malignos para evitar que se hagan con las Tablas del Destino. Para ello tendrán que encontrar al sabio Elminster. En esta cuarta entrega los dioses han sido devueltos a su lugar pero el héroe Kelemvor Lyonsbane todavía tendrá motivos por los que luchar.

James Lowder

El principe de las mentiras

Avatar 4

ePUB v1.2

Moower
17.12.11

Ilustración de cubierta: Wilma Traldi

Título original: «Prince of Lies»

Traducción: Emma Fondevila

© TSR, Inc., 1989, 1992. All rights reserved

FORGOTTEN REALMS™ (Fantasy Adventure) is a trademark owned by

TSR, Inc., Lake Geneva, WI USA.

Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:

Editorial Timun Mas, S.A., 1992

ISBN: 978-84-7722-720-5 (Obra completa)

ISBN: 978-84-4803-779-6 (Volumen IV)

Hurope, S.A.

Impreso en España - Printed in Spain

Editorial Timun Mas, S.A., Castillejos, 294 - 08025 Barcelona

A J. E Marcolini, por dos décadas de amistad

Agradecimientos

Mi primer proyecto importante como editor del departamento de libros de TSR fue la trilogía Avatar. Por entonces ni siquiera sospechaba que mi oficina no tardaría en convertirse en punto de partida de algo a lo que el diseñador de juegos Jeff Grubb le gustaba llamar la Vorágine Avatar. Cualquiera que se haya atrevido a cruzar el umbral de mi despacho entre julio de 1988 y octubre de 1989 corrió el riesgo de ser engullido por la vorágine de los productos Avatar: novelas, módulos de juegos y cómics. Algunos se dejaban llevar de buen grado, otros gritaban un poco al sentirse absorbidos, pero desde sus comienzos, el Proyecto Avatar debió su vitalidad a un gran equipo de personas creativas.

Con estos antecedentes, nada tiene de raro que esta novela relacionada con Avatar tenga una deuda importante con el trabajo de otros:

Con Scott Ciencin y Troy Denning, lo mejor de Richard Awlinson, que escribieron la trilogía original y me convencieron para que me incorporara como editor.

Con Jeff Grubb, Karen Boomgarden, Ed Greenwood y todos los creativos que trabajaron en los juegos relacionados con Avatar. La vorágine hubiera resultado muy solitaria sin su alegre compañía.

Con Mary Kirchoff, que encargó la trilogía Avatar a un editor novel y a continuación le enseñó lo suficiente como escritor para que pudiera contribuir con uno o dos capítulos (o con veinte) de su propia cosecha.

Con J. Robert King, que demostró una gran entereza bajo el fuego en la edición de este manuscrito.

Y de una manera muy especial con mi esposa, Debbie, que supo sobrellevar con muy buen ánimo el torbellino de Avatar durante cinco años. No estoy muy seguro de que no volvamos a encontrarnos con Cyric, pero resulta reconfortante saber que podré contar contigo para mantenerlo callado mientras ponen
Jonny Quest
la próxima vez que se deje caer por aquí con idea de quedarse.

Prólogo

Gwydion no tenía salvación, pero de todos modos seguía corriendo. Apodado «el Veloz» por el sargento de su compañía de los jactanciosos Dragones Púrpura de Cormyr, Gwydion había vencido a todos los que se habían atrevido a desafiarlo en la carrera. Era capaz de correr como una centella desde un extremo al otro del largo Paseo de Suzail sin inmutarse, mientras que los aspirantes a su título empezaban a jadear mucho antes de llegar a la Torre de Vangerdahast, situada a medio camino. Siendo explorador, durante la cruzada, había superado a tres jinetes de Tuigan para entregar un mensaje al rey Azoun. Tan grande era su fama que nadie, por más escéptico que fuera, se habría atrevido a cuestionarlo, aunque nadie más hubiese presenciado la sorprendente hazaña.

Sin embargo, hasta el propio Gwydion dudaba de que la ligereza de sus pies pudiera salvarlo ahora, como tampoco había conseguido salvar a lady Cardea el precioso arco construido por los elfos, ni había librado del mal a Aram Scragglebeard la multitud de encantamientos. No, los cuervos carroñeros que poblaban el cielo gris como el acero estaban allí por él y por sus compañeros caídos.

Una vez que hubo trepado hasta el pie del acantilado, Gwydion se volvió a mirar la meseta. Las sombras crepusculares que envolvían la faz rocosa estaban salpicadas aquí y allí por rutilantes carámbanos y parches de nieve. Al comienzo de la senda, recortado contra el sol que se ponía a sus espaldas, estaba el gigante. Parecía nada menos que un castillo asentado sobre la repisa rocosa, y sus botas eran como torres de vigía, sus manos como sólidos balcones, y el astado casco, el alto y almenado tejado. Allí estaba, inmóvil, mirando a Gwydion con sus helados ojos azules. De repente, dio un salto adelante.

—¡Por el corazón de Torm! —dijo Gwydion con voz entrecortada al tiempo que salía corriendo a toda velocidad.

Al posarse sobre el suelo, el gigante dio la impresión de cubrir todo el cielo y su sombra se tragó al hombre que huía. Con sorprendente agilidad, el gigante saltó una, dos, y finalmente tres veces mientras corría por la escarpada pendiente rocosa. Sus botas claveteadas de hierro desprendían cantos rodados que pasaban por uno y otro lado del petrificado mercenario. Ráfagas de nieve en polvo se arremolinaban en el aire mientras las rocas llegaban al claro. Los cuervos carroñeros se apostaron en un lugar más seguro, como puntos negros relucientes en medio de la nieve pulverizada.

Cada vez que el gigante apoyaba el pie en el suelo, la tierra temblaba, y muchas criaturas tenebrosas de las Grandes Tierras Grises de Thar eran arrancadas de su intranquila somnolencia.

—¡No puedes escapar de Thrym! —bramó el titán blandiendo un hacha de batalla adornada con las plumas de grifos y de águilas gigantes.

Gwydion cargó campo a través, tratando de llegar al río de rápida corriente que estaba a algunos cientos de pasos por delante. Si conseguía dar con el bote que habían ocultado allí tendría la posibilidad de burlar a Thrym. Si no...

Gwydion apretó los dientes y corrió.

El claro bajaba desde el acantilado en pronunciada pendiente y la manta de nieve recién caída sólo se veía interrumpida por algunos montones de piedras, por matas de nudosos tejos y por las huellas dejadas horas antes por Gwydion y por sus dos compañeros cazadores de tesoros. Trataba de seguir esas huellas en la medida de lo posible para evitar caer en los barrancos ocultos bajo la nieve. De camino a la guarida del gigante, Cardea había caído en uno de esos agujeros, uno especialmente profundo. Gwydion pensó con tristeza que seguramente habría echado la culpa de su deficiente comportamiento ante Thrym a la torcedura del tobillo de no ser porque en ese momento se encontraba rota sobre la meseta.

Echó una mirada fugaz por encima del hombro. Thrym venía detrás de él a grandes zancadas levantando una nube de nieve. Por cada cinco pasos de Gwydion, el gigante sólo daba uno, y a pesar de todo seguía ganando terreno.

Para cuando Gwydion avistó la fisura en la que tanto daño se había hecho Cardea, ya le llegaba el hedor de las pieles sin curar que Thrym llevaba debajo del peto. El mercenario dejó entonces que sus rodillas se doblaran y cayó dolorosamente dentro de la fisura. A continuación, palpándose las magulladas costillas, hizo lo posible por encogerse dentro del agujero.

El gigante, que iba demasiado rápido como para pararse de golpe, cubrió de un salto la hendidura. Volteó el hacha al pasar, pero lo único que consiguió fue esparcir otra delgada nube de nieve en el aire, además de disuadir a Gwydion de cualquier intento de alcanzar el río y la barca.

Al pasar silbando la hoja del hacha cerca de la cara del mercenario, lo único que vio éste fue la sangre que cubría la mellada cabeza del arma. Pensó que tal vez fuera la sangre de Cardea, o quizá incluso la de Aram, aunque no se había quedado el tiempo suficiente para presenciar el terrible final del mago. Pensó que tal vez el siguiente golpe pusiera un triste final a una vida de aventura y a su carrera como espada de alquiler.

—Lo que sea, Torm —gimió Gwydion—. Haré lo que sea si me permites vivir lo bastante para volver a ver Cormyr. —La plegaria del mercenario al dios del Deber carecía de toda credibilidad, lo mismo que todos los juramentos que había hecho en momentos de desesperación, pero no cayó en saco roto.

«Ven a mí, Gwydion».

Las palabras le sonaron insistentemente dentro de la cabeza aunque no eran más que un susurro. A continuación, ante los ojos llorosos del hombre, brilló una luz fugaz. Sin palabras, indicó al mercenario que cavara un túnel en la nieve que llenaba la hendidura. Gwydion obedeció sin rechistar, sin dudar ni un solo instante de que algún poder superior se había apiadado de él. Esas cosas no eran raras en Faerun, una tierra donde los dioses adoptaban avatares mortales de vez en cuando, y donde los milagros sólo conocían los límites impuestos por la fe y la imaginación.

Después de cavar hacia adelante un trecho equivalente a la estatura de un enano, Gwydion sintió que la nieve se removía debajo de él.

«Cava más hondo»
, le indicó la voz. Las palabras le hicieron desaparecer el frío de los miembros temblorosos y enmascararon el dolor de sus manos sangrantes.

A través del frío manto que lo cubría llegaban las voces airadas de Thrym. Las pisadas se acercaban nuevamente haciendo retemblar el suelo bajo las pesadas botas. Aspirando hondo, Gwydion cavó en la dura nieve que había debajo de sus pies como un conejo que tratara de abrir una madriguera para huir de un zorro hambriento. De repente, el manto de nieve que lo cubría desapareció esparcido por un manotazo de la callosa mano de Thrym.

—¡Ja! ¿Crees que puedes burlarte de mí con una treta tan vieja como ésta? —dijo Thrym con sorna. Su voz sonaba tan fría como los carámbanos que le colgaban de la barba rubia y sucia.

Gwydion alzó la vista hacia el gigante, cuyas botas de hierro se elevaban como las paredes de una prisión a ambos lados de la hendidura. Las piernas cubiertas con unas pieles moteadas terminaban en un desvencijado peto que otrora había sido la puerta frontal de un palacio de Vaasa. La cara del gigante, a tres pisos por encima de Gwydion, quedaba oculta casi totalmente bajo la descuidada barba y el enorme yelmo, pero los ojos relumbraban en medio de toda esa maraña. El gigante entornó los ojos al tiempo que levantaba el hacha muy por encima de su cabeza.

«No tengas miedo
—susurró la voz en la mente de Gwydion—.
Tus ruegos han sido escuchados»
.

La nieve en la que se apoyaba el mercenario se separó. Con un grito de sorpresa, Gwydion cayó por el agujero y se deslizó por un desgastado y marmóreo tobogán. Por encima de su cabeza, el hacha del gigante golpeó el suelo, haciendo caer una lluvia de nieve y tierra por el tobogán en pos del mercenario.

Gwydion tropezó y se dejó caer hasta enderezarse. Acababa apenas de conseguirlo cuando el tobogán lo depositó en una pequeña cámara hecha por manos humanas. Se quedó allí sentado durante un tiempo, atontado, cubierto de sangre y de tierra y chorreando nieve derretida. No reparó en estas incomodidades ni oyó las terribles promesas de torturas, rituales de dolor y sufrimiento perfeccionados a lo largo de los siglos por los chamanes de los gigantes de la escarcha.

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