El mercenario sacudió la cabeza pesaroso y se apartó. Por todos lados, hombres y mujeres elevaban plegarias a sus dioses. Bardos y exploradores dedicados a Milil formaban enormes coros, elevando sus alabanzas al señor de Todos los Cánticos. Un solitario adorador de Loviatar avanzó por el centro de la multitud flagelándose con un látigo de púas, indiferente a cuanto lo rodeaba. Los bardos se apartaban momentáneamente de esta fanática sombra y sus cánticos se hacían discordantes. Sin embargo, la interrupción duró poco y las alabanzas a Milil volvieron a flotar en el aire, sustentadas por armonías tan perfectas que apaciguaban incluso a los salvajes seguidores de Malar, señor de las Bestias.
Y en medio de este tapiz de sonidos, Gwydion el Veloz permanecía mudo.
Hacía algún tiempo que había aparecido en el Plano del Olvido, aunque ahora le resultaba difícil determinar cuánto. Al principio, el mercenario se había atrevido a confiar en que su muerte había sido un sueño. Después de todo, su cuerpo parecía bastante sólido. El brazo con el que manejaba la espada estaba otra vez unido al hombro y las demás heridas fatales se habían cerrado milagrosamente. El capote forrado de piel que había comprado para el viaje a las heladas tierras de Thar no estaba manchado de sangre. La casaca, los pantalones y las altas botas de cuero parecían perfectamente nuevos.
Pero las imágenes de su brazo cercenado yaciendo sobre la tierra helada y del hacha ensangrentada de Thrym disponiéndose a asestar otro golpe todavía seguían patentes en su memoria. Gwydion no tenía más que evocar esas vividas escenas para saber que su destino fatal se había cumplido. Había pasado de los reinos de los vivos a las tierras de los muertos.
La idea ni le daba miedo ni lo llenaba de asombro. Desde el momento en que se había encontrado de pie en medio de la multitud, un espeso manto de indiferencia había nublado su mente. Se movía en una niebla, aceptando las imágenes y los sonidos extraños como si no fueran más inusuales que cualquiera de las escenas que podían contemplarse en el mercado de Suzail.
Gwydion sabía lo suficiente de teología como para darse cuenta de que la extensión atestada que lo rodeaba era el Plano del Olvido. Hacía ya mucho, en sus días como Dragón Púrpura, había viajado como guardia de una caravana diplomática dirigida a Bruenor Battlehammer, señor enano de Mithril Hall. Un sacerdote que se dirigía a Oghma lo había aburrido mortalmente durante la ruta hacia el norte con complicadas explicaciones del camino que seguía un alma hasta la paz eterna. Ahora, Gwydion hubiera dado cualquier cosa por una conferencia sobre lo que le esperaba más allá del Plano del Olvido.
Dando la espalda a los adoradores de Milil, la sombra trató una vez más de llamar a Torm. Las palabras salieron de su boca como un horrible graznido, tal como le sucedía cada vez que intentaba orar a Torm el Veraz o a cualquier otro dios. Ni siquiera conseguía formar la letanía en su cabeza. Procuraba recordar las plegarias, pero las palabras simplemente se desvanecían de sus pensamientos antes de que pudiera centrarse en ellas.
Una de las adoradoras de Milil hizo una pausa en su canción para mirar a Gwydion. Cuando la mirada del mercenario se cruzó con la suya, ella apartó la vista, pero no antes de que él pudiera ver el terror que le nublaba los ojos.
Ese miedo resultó contagioso. Un ascua de suave resplandor se encendió en la mente de Gwydion y quemó la envoltura de indiferencia que todavía embotaba sus sentidos. «¿Y si Torm se hubiera adueñado de mi voz como precio por mi fracaso? —Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo—. No —se recordó—. Fui engañado. Algún mago, algún ilusionista muy poderoso, fue el causante de mi perdición.»
Se estremeció y farfulló algo, pero ni una sola palabra salió de sus labios. El ascua de miedo estalló y se esparció por todos sus pensamientos. Estaba condenado. Quienquiera que hubiera sido el hacedor del encantamiento, también había robado parte de su alma...
Gwydion sintió que lágrimas ardientes le afloraban a los ojos, pero cuando trató de eliminarlas parpadeando, se encontró con que no podía cerrar los párpados.
Las sombras de los Fieles empujaron a Gwydion cuando emprendió una carrera sin sentido, y sus almas eran tan tangibles como su forma extrañamente física. Algunas imploraban con más vehemencia al pasar el mercenario a su lado. Otras volvían los ojos hacia el alma perdida. Las conmovía la tristeza reflejada en el rostro de Gwydion, pero tenían miedo de interrumpir el murmullo de sus plegarias para consolarlo, no fuera que también a ellas se las privara del contacto con sus dioses.
Gwydion avanzó a tumbos entre la multitud. Los rostros se volvían borrosos ante sus ojos y las plegarias se transformaban en una cacofonía sin sentido. Cogió a una mujer joven que lucía un disco de plata de Tymora y la sacudió con rudeza. ¡Alguien tenía que levantar la maldición! Como respuesta a su gorgoteante ruego, la mujer le propinó una patada que le hizo perder pie y a continuación retrocedió apartándose de él.
—Parece uno de los nuestros —dijo una voz que no era humana.
—Qué va. Es uno más de esos malditos condenados. Beshaba atrae a los de su calaña.
Las voces ásperas, profanas, resaltaron sobre el fondo de las plegarias sagradas, sobresaltando a Gwydion y sacándolo de su frenesí. Se puso en pie de un salto y miró en derredor, y se encontró cara a cara con la criatura más horrorosa que hubiera visto jamás.
Su cabeza debía de haber pertenecido en un tiempo a un enorme lobo, pero el resto de su forma grotesca estaba formada con partes de muchos otros animales. Una piel listada de la que brotaba una melena cubría el espacio entre las orejas y recorría toda su encorvada espalda de ogro. El resto del cuerpo estaba cubierto de rojas escamas brillantes. Tenía brazos humanos rematados en unas manos que eran poco menos que garras y que la criatura se frotaba nerviosamente. Cuatro enormes patas de araña removían el aire por debajo de los otros brazos. Unos tentáculos soportaban el torso monstruoso enroscándose debajo del cuerpo.
—Te equivocas, Perdix —dijo la bestia babeando por sus mandíbulas de lobo—. Éste es de la ciudad. Es evidente. Mírale la cara. Ha estado llorando.
Perdix plegó las alas coriáceas y se acercó a Gwydion dando saltos con las patas raquíticas que se doblaban hacia atrás por las rodillas. Una piel amarilla y gomosa le cubría el cuerpo, que era tan escuálido y disminuido como el de un niño en una hambruna. Con el único ojo azul del centro de su ancha cara, Perdix miró al mercenario.
—Y bien —dijo impaciente mientras su fina lengua asomaba entre unos relucientes dientes blancos—. Empieza a orar, gusano.
Frenético, Gwydion trató de apartar a la pequeña criatura de su camino, pero dos pares de patas de araña se le cerraron sobre el pecho y tiraron de él hacia atrás. La bestia de cabeza de lobo miró con furia al mercenario y le colocó las garras a ambos lados de la cabeza.
—Ya has oído a Perdix —bisbiseó—. Oigamos ahora tu mejor plegaria del día.
Una vez más, lo único que salió de la boca de Gwydion cuando trató de llamar a Torm fue un graznido.
Perdix movió la cabeza con aire de reprobación.
—Por una vez tienes razón, Af. Estaba seguro de que era un maldito condenado. Siempre se meten en las filas de los de Tymora. —Sacó unas esposas negras como la noche. Los anillos de hierro se abrieron y dejaron ver unos afilados pinchos en su interior—. No queremos que nos causes problemas, gusano.
Una mirada a las sombras que tenía cerca le bastó a Gwydion para darse cuenta de que estaba solo en esto. Los demás le habían vuelto la espalda y lo habían dejado solo frente a sus dos odiosos captores. Los Fieles más próximos formaron un amplio círculo. Tenían los rostros vueltos hacia el cielo y las manos juntas o cruzadas devotamente sobre sus corazones inertes.
Gwydion los maldijo para sus adentros y se debatió contra el abrazo implacable de Af. Su pánico había sido reemplazado por un terror que ardía sin llama y le permitía pensar con algo más de claridad. Recordó las interminables horas de entrenamiento en los campos de Suzail, su práctica de combate cuerpo a cuerpo. Entrelazó los dedos y golpeó a Af en la mandíbula al tiempo que con los dos talones daba una patada en los muelles que servían de piernas a la criatura.
Af gruñó, fastidiado por los golpes, pero en silencio se dijo que no tendría ningún problema si le arrancaba la cabeza al prisionero. En lugar de eso, cuando Gwydion levantó las manos para volver a golpearlo, le clavó los dientes en ellas lacerando la carne.
En ese instante, Gwydion se dio cuenta de que el hacha del gigante no lo había librado del dolor.
—Vaya. Siempre lo mismo —suspiró Perdix—. No importa lo que digas, tus gusanos siempre tratan de resistirse. —De un salto se alzó del suelo y colocó las esposas en las muñecas de Gwydion.
Cuando los anillos de hierro se cerraron, los pinchos interiores se le clavaron en la carne. Entonces, como si el sabor de la esencia de sombra los hubiera despertado de su sueño herrumbroso, los pinchos cobraron vida y se enterraron todavía más. Se hundieron en los huesos, se doblaron y penetraron brazos arriba. Cegada por el dolor, la sombra emitió un largo aullido de agonía.
Por primera vez desde su llegada al Plano del Olvido, de su garganta salieron sonidos claros y reales.
* * *
Cuando la bruma del dolor desapareció de sus ojos, Gwydion se encontró en medio de una ruidosa muchedumbre reunida a las afueras de una gran necrópolis amurallada. Le dolía horriblemente todo el cuerpo, pero parecía que los pinchos de las esposas habían dejado de atenazarle los brazos. Af lo tenía firmemente cogido de un codo con una de sus garras mientras Perdix lo asía por el otro con una mano fría y membranosa. Un hedor a osario se cernía sobre el lugar. Gwydion se dio cuenta de que las lágrimas le surcaban las mejillas y no debido al dolor de las muñecas, sino por el olor asfixiante a muerte y putrefacción que se le colaba en la nariz y en la boca. Las puertas que se alzaban ante él hubieran empequeñecido a Thrym o a cualquier otro de los gigantes de Faerun. Oscuras y amenazadoras se perdían en un cielo en el que se arremolinaba una niebla rojiza. A uno y otro lado, más allá de las dos imponentes torres de vigía, se extendían unos muros altos y pálidos que llegaban hasta el horizonte. No estaba seguro ni mucho menos, pero le pareció que las murallas se movían. Era casi como si cada ladrillo cambiara constantemente, como si estuviera vivo.
Alrededor de él, la multitud de sombras gemía, chillaba y se apiñaba. Todas llevaban las muñecas sujetas por esposas y, como el ganado que se resiste ante el matadero, las almas malditas eran conducidas por un par de criaturas monstruosas parecidas a Af y a Perdix sólo por lo grotesco de su aspecto. Estaban formadas por mezclas descabelladas de animales y hombres, plantas o incluso gemas y metales. Volaban, se deslizaban y reptaban arrastrando a sus prisioneros con dedos como ventosas o con agudas espinas.
La multitud no cesaba de avanzar, empujando a Gwydion contra la torre de vigía más próxima. La superficie de la torre era dura y oscura, y el mercenario la sintió extrañamente caliente contra la cara. Se apartó para ver mejor los pequeños bloques redondeados. Se dio cuenta entonces de que no eran piedras sino trozos del tamaño de un puño de... algo. Los miró con más detenimiento y retrocedió espantado.
—¡Corazones! —chilló—. ¡Los muros de la torre están hechos de corazones humanos!
Af resopló burlón.
—Brillante, chico. Y las puertas también. —Bajó el hocico y miró fijamente a Gwydion, cuyos ojos estaban llenos de terror—. ¿A que no sabes decirme de qué clase?
—Oh, déjalo ya —dijo Perdix—. No me parece que sea un sacerdote, y los sacerdotes son los únicos que prestan atención a esas trivialidades.
—Corazones de cobardes —bramó Af haciendo caso omiso de Perdix—. No son tan buenos para levantar paredes como los corazones de los héroes, pero de éstos no nos llegan muchos por aquí.
Perdix movió la cabeza disgustado.
—Vaya. Estás tan orgulloso de esa maldita cosa como si la hubieras construido tú mismo.
—¡Y así fue! —bramó Af—. ¡Al menos yo andaba por aquí cuando empezaron a construirla!
Gwydion encontró por fin la voz.
—¡Torm, sálvame! —gritó.
Todos los que lo oyeron se volvieron hacia él, y una mano membranosa le tapó la boca.
—Nada de eso, gusano —bisbiseó Perdix—. Sólo hay un dios en la Ciudad de la Lucha, y no le gusta que sus súbditos invoquen a ningún otro. No nos importa que té metas con él en cuanto te muevas por tus propios medios, pero ahora mismo estás a nuestro cargo y eso tendría malas consecuencias para Af y para mí.
—Y eso no nos interesa en absoluto —gruñó el de la cabeza de lobo.
Cerró una de sus garras y descargó un puñetazo en la mandíbula de Gwydion. Los huesos se partieron y los dientes salieron volando de la boca de la sombra como las canicas de una bolsa rota.
Perdix frunció el entrecejo.
—Tú eres nuestro peor enemigo, Af —suspiró, envolviendo a Gwydion con una de sus alas para protegerlo de más golpes—. Si no puede hablar en el castillo se disgustarán mucho. Recuerda lo que sucedió la última vez cuando le arrancaste la cabeza a aquella sombra.
Af se balanceó sobre sus muelles.
—¡Bah! Esto se habrá curado antes de que se presente ante él. Además, estaba invocando a otro poder, y ya conoces las reglas.
Perdix asintió de mala gana, pero no dejó de interponerse entre Gwydion y Af hasta que se abrieron las puertas.
Sonaron unos cuernos desde las torres de vigía y, chirriando, las oscuras puertas se abrieron lo suficiente como para que pasaran tres hombres hombro con hombro. Los engendros hicieron pasar a sus tutelados por la abertura y a continuación los siguieron sin apartarse de ellos. Las sombras hacían inútilmente todo lo posible por resistirse a dar esos últimos pasos para entrar a la Ciudad de la Lucha. En todos los casos, la cuestión quedaba siempre dirimida con un fuerte empujón de los millares de almas condenadas que se removían detrás de los prisioneros reacios.
Un recto bulevar se abría al otro lado, bordeado por cientos de guardianes esqueléticos armados con picas y lanzas. La única función de los soldados no muertos era atormentar a los nuevos condenados y a sus captores. Con sus armas cortantes como navajas de afeitar, rebanaban tiras de carne que se transformaban rápidamente en una pasta bajo los pies de la multitud. A lo largo del bulevar unas criaturas hambrientas de ojos desorbitados esperaban impacientes en las sombras con la esperanza de poder hacer suyo algún bocado.