La partida de Tom había dejado solos a sus dos nobles guardianes. Permanecieron un rato meditabundos, y meneando mucho la cabeza y paseando por la estancia. Entonces dijo lord St. John:
—Francamente, ¿qué piensas?
—Francamente, pues, esto la vida del rey toca a su fin; mi sobrino está loco, loco ascenderá al trono, y loco seguirá. Dios proteja a Inglaterra, que lo habrá menester.
—Así lo parece, ciertamente, pero… ¿no tienes barruntos de si… si…?
Titubeó el personaje y acabó por detenerse. Sin duda sintió que estaba en terreno delicado. Lord Hertford se paró ante él, miróle a la cara con serenos y francos ojos y dijo:
—Prosigue. Nadie sino yo te oye. ¿Barruntos respecto a qué?
—Me repugna poner en palabras lo que está en mi mente, siendo tú como eres tan cercano a él en la sangre, milord. Mas, solicitando tu perdón si te ofendo, ¿no te parece raro que la locura pueda cambiar tanto su porte y sus modales? Su porte y sus palabras son aún los de un príncipe, pero difieren en cosas insignificantes de las que acostumbraba el príncipe anteriormente. ¿No te parece extraño que la locura haya borrado de su memoria las mismas facciones de su padre, las costumbres y las observancias que se le deben por los que le rodean, y que, dejándole el latín, le haya quitado el griego y el francés? Milord, no te ofendas, pero libera mi mente de esta inquietud y recibe mi agradecimiento. No se me quita de la cabeza su afirmación de que no era el príncipe y…
—Calla, milord, profieres traición. ¿Has, olvidado el mandato del rey? Recuerda que tan sólo escucharte me hago cómplice de tu delito.
Palideció St. John y se apresuró a añadir:
—He faltado, lo confieso. No me hagas traición. Que tu cortesía me conceda esa merced y no volveré ni a pensarlo ni a hablar más de eso. No te muestres duro conmigo, señor, o estoy perdido.
—Basta, milord. Si no faltas de nuevo, aquí o ante otros, será como si no hubieras hablado. Más no debes albergar recelos: es el hijo de mi hermana. ¿No me son familiares desde su cuna su voz, su cara, su figura? La locura puede provocar esas cosas tan raras que tú ves en él y más aún. ¿No recuerdas cómo el viejo barón Marley, al volverse loco, olvidó su propia personalidad de sesenta años para creer que era la de otro? ¿No recuerdas que pretendía ser el hijo de María Magdalena y tener la cabeza hecha de vidrio español? A fe mía que no sufría que nadie la tocara, por temor a que una mano atolondrada pudiera romperla. Tranquiliza tus barruntos, mi buen señor. Es el mismo príncipe, lo conozco bien, y pronto será el rey. Te convendrá tener esto en mente y pensar en ello más que en lo otro.
Después de un rato más de conversación, en la cual lord St. John enmendó su yerro lo mejor que pudo con repetidas protestas de que su fe era ya arraigada y no podía ser otra vez asaltada por la duda, lord Hertford relevó a su compañero de custodia y solo se sentó a vigilar y aguardar. No tardó en sumirse en la meditación, y, evidentemente, cuanto más pensaba más perplejo se sentía. A poco empezó a dar paseos y a hablar entre dientes:
—¡Oh! Debe ser el príncipe. ¿Habrá alguien en el reino capaz de sostener que puede haber dos personas, no siendo de la misma sangre y nacimiento, tan extraordinariamente iguales? Y aunque así fuera, milagro más extraño sería aún que la casualidad pusiera a una de ellas en lugar de la otra. No. Es locura, locura, locura.
Al cabo de un rato se dijo:
—Porque si fuera un impostor que se dijera príncipe, eso sería muy natural; eso sería razonable; pero ¿ha habido jamás impostor alguno que, al ser llamado príncipe por el rey, príncipe por la corte, príncipe por todos, negara su dignidad y suplicara contra su exaltación? No. ¡Por el alma de San Jorge, no! Es el verdadero príncipe, que se ha vuelto loco.
Poco después de la una de la tarde, Tom se sometió resignado a la prueba de que le vistieran para comer. Hallóse cubierto de ropas tan finas como antes, pero todo distinto, todo cambiado, desde la golilla hasta las medias. Fue conducido con mucha pompa a un aposento espacioso y adornado, donde estaba ya la mesa puesta para una persona. El servicio era todo de oro macizo, embellecido con dibujos que lo hacían casi de valor incalculable, puesto que eran obra de Benvenuto. La estancia se hallaba medio llena de nobles servidores. Un capellán bendijo la mesa, y Tom se disponía a empezar, porque el hambre en él era orgánica, cuando fue interrumpido por milord el conde de Berkeley, el cual le prendió una servilleta al cuello, porque el elevado cargo de mantelero del Príncipe de Gales era hereditario en la familia de aquel noble. Presente estaba el copero de Tom, y se anticipó a todas sus tentativas de servirse vino. También se hallaba presente el catador de Su Alteza el Príncipe de Gales, listo para probar, en cuanto se le pidiera, cualquier platillo sospechoso, corriendo el riesgo de envenenarse. En aquella época no era ya sino un apéndice decorativo, y rara vez se veía llamado a ejercitar su función; pero tiempos hubo, no muchas generaciones atrás, en que el oficio de catador tenía sus peligros y no era un honor muy deseable. Parece raro que no utilizasen un perro o un villano, pero todas las cosas de la realeza son extrañas. Allí estaba milord D'Arcy, primer paje de cámara, para hacer sabe Dios qué; pero allí estaba y eso basta. El lord primer despensero se hallaba también presente y se mantenía detrás de la silla de Tom, vigilando la ceremonia, a las órdenes del lord gran mayordomo y el lord cocinero jefe, que estaban cerca. Además de éstos contaba Tom con trescientos ochenta y cuatro criados; pero, por supuesto, no estaban todos ellos en el aposento, ni la cuarta parte, ni Tom tenía noticias de que existieran.
Todos los presentes habían sido bien advertidos a su tiempo de recordar que el príncipe había perdido temporalmente la razón y de tener cuidado de no mostrar sorpresa ante sus desvaríos. Estos «desvaríos» pronto se exhibieron ante ellos, pero sólo excitaron su compasión y su pesar, no sus burlas. Era para ellos una gran aflicción ver al amado príncipe en tan lastimoso estado.
El pobre Tom comía casi siempre con los dedos, pero nadie sonrió por esto ni pareció darse cuenta. Inspeccionó su servilleta con curiosidad y profundo interés, porque era una pieza de hermoso y delicadísimo género, y dijo ingenuamente:
—Llévatela, te lo ruego, para que no la manche por distracción.
El mantelero hereditario se la llevó con reverente actitud y sin una sola palabra o protesta de ninguna suerte.
Examinó Tom con interés los nabos y la lechuga y preguntó qué eran y si eran para comer, porque apenas recientemente se habían empezado a cultivar en Inglaterra, en vez de importarlos de Holanda como lujo
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. Se contesto a su pregunta con grave respeto, y sin manifestar sorpresa. Cuando hubo terminado el postre, se llenó los bolsillos de nueces, pero nadie pareció reparar en ello, ni perturbarse por ello. Mas al momento fue él quien se perturbó y se mostró confuso, porque era aquél el único servicio que le habían permitido realizar con sus propias manos durante la comida, y no dudó de que había hecho algo impropio e indigno de un príncipe. En aquel instante empezaron a temblarle los músculos de la nariz, y el extremo de este órgano a levantarse y contraerse. Prosiguió esta situación, y Tom empezó a dar muestras de creciente desazón. Miró suplicante, primero a uno y después al otro de los lores que le rodeaban y las lágrimas vinieron a sus ojos. Avanzaron con la ansiedad pintada en sus rostros y le rogaron los enterara de su apuro. Tom dijo con verdadera angustia:
—Solicito vuestra indulgencia, pero la nariz me pica mucho. ¿Cuál es el uso y la costumbre en este caso? Contestad pronto, os lo ruego, porque, apenas puedo soportarlo poco más.
Nadie sonrió; todos se quedaron absolutamente perplejos y se miraron unos a otros con gran aflicción, pidiéndose consejo. ¡Mirad!, esto era un atolladero, y no había nada en la historia inglesa que dijera cómo salir de él. No se hallaba presente el maestro de ceremonias; no había nadie que se sintiera seguro para aventurarse en aquel inexplorado mar ni para arriesgarse a intentar resolver este solemne problema. ¡Cielos! No había rascador hereditario. Entretanto, las lágrimas habían desbordado su dique y empezaron a rodar por las mejillas de Tom. La comezón en su nariz pedía alivio con más urgencia que nunca. Finalmente, la naturaleza derribó las barreras de la etiqueta: Tom elevó en su interior una plegaria de perdón por si obraba mal, y trajo consuelo a los afligidos corazones de sus cortesanos rascándose la nariz por sí mismo.
Terminada su comida, se acercó un lord y le presentó un recipiente de oro, ancho y plano, lleno de fragante agua de rosas, para que se limpiara la boca y los dedos; y, a su lado, milord el mantelero hereditario permanecía de pie con una servilleta. Tom contempló el recipiente, perplejo por un momento, luego lo llevó a sus labios y bebió un sorbo gravemente. En seguida se la devolvió al lord y dijo:
No, no me gusta, milord: su sabor es agradable, pero le falta fuerza.
Esta nueva excentricidad de la perturbada mente del príncipe dejó doloridos los corazones de cuantos le rodeaban, pero el triste espectáculo no movió a nadie a risa.
La próxima inconsciente torpeza de Tom fue levantarse y dejar la mesa justo cuando el capellán tomó su lugar detrás de su silla, y, elevadas las manos y cerrados los ojos se disponía a comenzar la acción de gracias. Sin embargo, nadie pareció apercibirse de que el príncipe había hecho algo insólito.
A petición suya, nuestro amiguito fue ahora conducido a su gabinete particular, y lo dejaron solo y librado a su voluntad.
Pendientes de ganchos en el friso de madera estaban las diversas piezas de una brillante armadura de acero, cubierta toda de bellos dibujos exquisitamente incrustados en oro. Esta marcial panoplia pertenecía al verdadero príncipe, regalo reciente de la señora Parr, la reina. Tom se puso las grebas, los guanteletes, el yelmo empenachado y otras piezas tales que pudiera revestirse sin ayuda, y por un momento pensó pedirla para completar el asunto, pero pensó en las nueces que había traído de la mesa, y en el placer que sería comérselas sin nadie que le mirase y sin grandes hereditarios que le molestasen con sus servicios indeseables; así que volvió las lindas cosas, a sus diversos lugares y pronto estuvo cascando nueces, sintiéndose casi dichoso por primera vez, desde que Dios, en castigo de sus pecados, lo había hecho príncipe. Cuando desaparecieron las nueces, dio con unos incitantes libros en un armario, entre ellos uno sobre la etiqueta de la corte inglesa. Aquello era un tesoro. Se tendió en un suntuoso diván y procedió a instruirse con verdadero afán. Dejémoslo allí por ahora.
Cerca de las cinco Enrique VIII despertó de una siesta poco refrescante y se dijo entre dientes:
—¡Malos sueños, malos sueños! Mi fin está cercana: así lo dicen estos presagios, y mi débil pulso lo confirma. —Un fulgor perverso ardió en sus ojos, y murmuró—: Sin embargo, no he de morir sino hasta que él vaya por delante.
Sus servidores percibieron que estaba despierto, y uno de ellos le preguntó su deseo respecto al lord canciller, que esperaba fuera.
—¡Que entre, que entre! —exclamó el rey con presteza.
El lord canciller entró y se arrodilló ante el lecho del rey, diciendo:
—He dado orden, y, conforme al mandato del rey, los pares del reino, ataviados, se encuentran ahora en el tribunal de la Cámara, donde, habiendo confirmado la sentencia al duque de Norfolk, esperan humildemente lo que plegue a Su Majestad que se haga en este asunto.
El rostro del rey se iluminó de feroz júbilo. Dijo:
—Levantadme. En persona voy a presentarme ante mi Parlamento, y con mi propia mano sellaré el decreto que me libra de…
Le falló la voz; una palidez cenicienta borró el color de sus mejillas, y los servidores le recostaron sobre sus almohadas, y apresuradamente lo asistieron con tonificantes. A poco, dijo lleno de pesar:
—¡Ah, cuánto he esperado esta dulce hora!, y he aquí que llega demasiado tarde, y me veo privado de esta ocasión tan codiciada. ¡Pero apresuraos, apresuraos! que otros hagan este feliz oficio, ya que a mí se me niega. Doy mi gran sello en comisión: elige tú los lores que han de componerla, y andad a vuestro trabajo. ¡Apresúrate! Antes que salga el sol y se ponga de nuevo, tráeme su cabeza para que yo la vea.
—Conforme al mandato del rey, así se hará. ¿Querrá Vuestra Majestad ordenar, que el sello me sea devuelto, de manera que pueda llevar adelante el negocio?
—¡El sello! ¿Quién guarda el sello sino tú?
—Vuestra Majestad, hace dos días que me lo quitasteis, diciendo que no habría de utilizarse sino hasta que vuestra propia real mano lo usara sobre el decreto del duque de Norfolk.
—Sí, en verdad así lo hice: Lo recuerdo. ¿Qué hice de él?… Estoy muy débil… En estos días la memoria me es traidora tan frecuentemente… Es extraño, extraño…
El rey comenzó a mascullar inarticuladamente, meneando de tiempo en tiempo su canosa cabeza débilmente, y tratando de recordar lo que había hecho del sello. Por fin, milord Hertford se aventuró a arrodillarse y a ofrecer información:
—Señor, si me permitís la osadía, varios de los presentes recuerdan como yo cómo pusisteis el gran sello en manos de Su Alteza el Príncipe de Gales para que lo guardase hasta el día que…
—¡Cierto, ciertísimo! —Interrumpió el rey—. Ve por él. ¡Ve, el tiempo vuela!
Lord Hertford voló hacia Tom, pero volvió ante el rey antes de mucho rato, turbado y con las manos vacías. Se expresó de esta suerte:
—Duéleme, mi señor el rey, ser portador de tan graves y aflictivas nuevas, pero es voluntad de Dios que el príncipe permanezca trastornado, y no recuerda haber recibido el sello. Así he venido al punto a decíroslo, creyendo que sería perder un tiempo precioso, y además en vano, que alguno intentara registrar la larga serie de cámaras y salones que pertenecen a Su Alteza Real…
Un gruñido del rey interrumpió al lord en este punto. Al cabo de un rato dijo Su Majestad, con acento de profunda tristeza:
—No lo molestéis más, pobre niño. La mano de Dios se ha posado con fuerza sobre él, y mi corazón se deshace en amorosa compasión, y en pesar de no poder llevar su carga sobre mis propios viejos hombros cargados de dolor, y traerle la paz.
Cerró sus ojos, comenzó a musitar y pronto calló. A poco volvió a abrirlos y miró vagamente en torno, hasta que su mirada descansó en el arrodillado lord canciller. Instantáneamente su rostro se encendió de ira: