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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El prisionero en el roble (27 page)

BOOK: El prisionero en el roble
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—¿Ésa no es el arpa de Morgana?

—Sí. La dejó en Camelot al partir. Mientras no venga por ella, es mía; dudo que me la niegue, puesto que no me ha dado otra cosa.

—Salvo la vida —señaló Arturo, en tono de leve reproche.

Gwydion volvió hacia él una mirada tan amarga que Ginebra se sintió muy inquieta. Su tono salvaje apenas se oía a cinco pasos de distancia.

—¿Y tengo que estarle agradecido por eso, rey y señor mío?

Antes de que Arturo pudiera decir nada, Gwydion aplicó los dedos a las cuerdas y comenzó a tocar. Pero la canción escogida escandalizó a Ginebra.

Cantó la balada del rey Pescador, que moraba en un castillo en mitad de un gran páramo; según menguaban sus energías, al envejecer el rey, así la tierra se marchitaba sin dar cosechas, hasta que un hombre más joven fuera a darle el golpe de gracia que vertería la sangre del anciano monarca sobre la tierra; entonces ésta rejuvenecía con el nuevo rey y florecía con su juventud.

—¿Eso piensas? —interpeló Arturo, molesto—. ¿Que el país donde manda un rey anciano no puede sino marchitarse?

—No, mi señor. ¿Qué haríamos sin la sapiencia de vuestros muchos años? En los tiempos de las Tribus era así: cuando el Macho rey envejecía, otro surgía del rebaño para derribarlo Pero ésta es una corte cristiana y esa costumbre no existe, mi rey. Tal vez la balada del rey Pescador es sólo un símbolo de la hierba que, como dicen vuestras Escrituras, es como la carne del hombre: sólo dura una estación.

Y cantó delicadamente, pulsando las cuerdas:

Pues, ¡ay!, los días del hombre son una hoja caída.

Tú también serás olvidado,

como la flor que cayó en la hierba.

Sin embargo, así como vuelve la primavera,

así florece la tierra y la vida regresa…

—¿Eso es de las Escrituras, Gwydion? —preguntó Ginebra.

Él negó con la cabeza.

—Es un antiguo himno de los druidas. Cada religión tiene uno. Tal vez, en verdad, todas las religiones son una misma.

Arturo le preguntó en voz baja:

—¿Eres cristiano, hijo mío?

Gwydion tardó un momento en responder:

—Fui educado como druida y no rompo mis juramentos.

Y se levantó tranquilamente para salir del salón. Arturo, que lo seguía con la mirada, no abrió la boca, ni siquiera para reprobar esa falta de cortesía. Gawaine, en cambio, estaba ceñudo.

—¿Le permitiréis retirarse con tan poca ceremonia, señor?

—Oh, déjale, déjale —replicó Arturo—. Aquí todos somos parientes. No pido que me traten siempre como si estuviera en el trono. Él sabe que es hijo mío, como lo saben todos los presentes. ¿Quieres que se comporte siempre como cortesano?

Pero Gareth también lo miraba con irritación.

—Desearía, con todo mi corazón, que Galahad volviera a la corte —dijo—. Dios le dé una visión como la mía, pues lo necesitáis más que a mí, Arturo. Y si no viene pronto, yo mismo saldré en su busca.

Pocos días antes de Pentecostés, Lanzarote llegó finalmente a Camelot.

Al ver la caravana que se acercaba, Gareth había reunido a todos los hombres ante las puertas para darles la bienvenida, pero Ginebra, junto a Arturo, prestó poca atención a la reina Morgause, excepto para preguntarse a qué venía. Lanzarote se arrodilló ante su señor para darle la triste noticia. También ella percibió su dolor; siempre había sido así: lo que pesara sobre el corazón de Lanzarote era como un azote contra el suyo. Arturo hizo que se levantara para abrazarlo, con los ojos húmedos.

—Yo también he perdido, querido amigo. Será muy llorado.

Y Ginebra, sin poder soportarlo más, se adelantó para dar la mano a Lanzarote delante de todos, diciendo con voz trémula:

—Deseaba tu regreso, Lanzarote, pero lamento que sea con tan triste nueva.

Arturo dijo a sus hombres:

—Llevadlo a la capilla donde fue armado caballero. Mañana será sepultado como corresponde a mi hijo y heredero.

Al volverse se tambaleó un poco. Gwydion se apresuró a ponerle una mano bajo el brazo para darle apoyo. Ginebra, que ahora casi nunca lloraba, sintió deseos de sollozar al ver a Lanzarote tan demacrado y dolido. ¿Qué le habría sucedido durante aquel año? ¿Una larga enfermedad, demasiado ayuno, cansancio, heridas? Nunca lo había visto tan pesaroso, ni siquiera cuando vino a hablarle de su boda con Elaine. Suspiró al ver que Arturo se apoyaba pesadamente en el brazo de Gwydion. Lanzarote le estrechó la mano, diciendo con suavidad:

—Ahora me alegro de que Arturo haya podido conocer y apreciar a su hijo. Eso aliviará su pena.

Ginebra negó con la cabeza. ¡El hijo de Morgana, heredero de Arturo! Pero ya no había remedio.

Gareth se acercó y le hizo una reverencia, diciendo:

—Señora, ha venido mi madre…

Y Ginebra recordó que no podía quedarse entre los hombres, que su lugar estaba con las damas, que no podía dedicar una palabra de consuelo a Arturo, ni siquiera a Lanzarote.

—Es un placer darte la bienvenida, reina Morgause —saludó fríamente. «Pero en verdad no es un placer; por lo que a mí concierne, ojalá te hubieras quedado en Lothian o en el infierno.» Entonces vio que Arturo caminaba entre Niniana y Gwydion—. Señora Niniana —dijo, cejijunta—, creo que las mujeres ya tenemos que retirarnos. Busca un cuarto de huéspedes para la reina de Lothian y ocúpate de que lo preparen.

Gwydion pareció enfadarse, pero no había nada que decir. Mientras las damas abandonaban el patio, Ginebra se dijo que ser reina tenía sus ventajas.

Durante todo aquel día fueron llegando a la corte de Arturo guerreros y los caballeros de la mesa redonda. Ginebra estuvo atareada con los preparativos para el festín del día siguiente, en que se celebraría el funeral. El día de Pentecostés se reunirían todos los hombres que hubieran vuelto de la búsqueda. Reconoció muchas caras, pero había otras que jamás regresarían: Perceval, Bors, Lamorak… Dirigió una mirada más tierna a Morgause, sabiendo que lamentaba sinceramente la muerte de su joven amante; aunque hubiera hecho el ridículo con él, el dolor siempre es dolor. Durante la misa de funeral por Galahad, cuando el sacerdote mencionó a todos los que habían caído en la búsqueda, vio que Morgause escondía tras el velo la cara roja e hinchada por el llanto.

La noche anterior Lanzarote había velado junto al cuerpo de su hijo en la capilla, sin que Ginebra tuviera ocasión de cambiar con él algunas palabras en privado. Después de la misa, durante la comida, hizo que se sentara junto a ella y Arturo; le llenó la copa con la esperanza de que bebiera hasta la ebriedad, olvidando el duelo. Le apenaba ver su rostro arrugado, tan demacrado por el dolor y las privaciones, y los rizos blancos en tomo a la cara. Ella, que tanto lo amaba, no podía siquiera abrazarlo para llorar con él; eso parecía ahora más horrible que nunca, pero él no la miraba siquiera a los ojos.

Arturo se puso de pie para brindar por los caballeros que ya no volverían.

—Aquí, ante todos vosotros, juro que sus esposas y sus hijos no sufrirán privaciones mientras yo viva y en Camelot haya una piedra sobre otra —dijo—. Comparto vuestro pesar. El heredero de mi trono murió en la búsqueda del Grial.

Extendió una mano hacia Gwydion, que se le acercó lentamente. Parecía más joven con su sencilla túnica blanca y el pelo oscuro sujeto por una cinta dorada. Arturo dijo:

—A diferencia de otros hombres, un rey no puede permitirse largos duelos, caballeros. Os pido que lloréis conmigo por mi perdido sobrino e hijo adoptivo, que ya no podrá reinar a mi lado. Pero aunque el dolor es aún reciente, os pido que aceptéis como heredero mío a Gwydion, el señor Mordret, el hijo de mi única hermana, Morgana de Avalón. Gwydion es joven, pero ha llegado a ser uno de mis sapientes consejeros. —Alzó la copa para beber—. A tu salud, hijo, y por tu reinado, cuando el mío acabe.

El joven se arrodilló ante él.

—Que vuestro reinado sea largo, padre.

Ginebra creyó ver que parpadeaba para contener las lágrimas; entonces le tuvo más aprecio. Después de beber, los caballeros rompieron en vítores, con Gareth a la cabeza.

Pero la reina guardaba silencio. Por fin se volvió hacia Lanzarote, susurrando:

—¡Podría haber esperado! ¡Podría haber consultado a sus consejeros!

—¿No sabías de sus intenciones? —preguntó. Le cogió la mano y se la retuvo delicadamente, acariciándole los dedos, que se habían vuelto delgados y huesudos. Ginebra se sintió avergonzada y quiso retirarlos, pero Lanzarote no se lo permitió—. Arturo no tendría que haberlo hecho sin avisarte.

Y Ginebra pensó vagamente que nunca, ni por un momento, lo había oído criticar a Arturo. Él iba a besarle la mano, pero se la soltó al ver que Arturo se aproximaba con Gwydion. Los criados llevaban ya bandejas humeantes de carne, fruta fresca y pan caliente. La reina se dejó llenar el plato, pero apenas lo tocó. Sonrió al ver que, según estaba dispuesto, tenía que compartirlo con Lanzarote, tal como solían hacerlo en Pentecostés, y que Niniana estaba comiendo del plato de Arturo. La alivió un poco oír que él la llamaba «hija mía»; tal vez ya la aceptaba como posible esposa de su hijo. Para sorpresa suya, Lanzarote pareció adivinarle el pensamiento.

—¿Nuestra próxima fiesta ha de ser una boda? Yo habría pensado que el parentesco entre ellos es demasiado cercano.

—¿Importaría eso en Avalón? —preguntó Ginebra, con voz más dura de lo que pensaba.

Lanzarote se encogió de hombros.

—No lo sé. Cuando era niño me hablaron de un país lejano donde los de la casa real se casaban siempre entre hermanos, para que la sangre de los reyes no se diluyera, y esa dinastía perduró mil años.

—Paganos que no sabían de su pecado —dijo Ginebra.

Pero Gwydion no parecía haber padecido por el pecado de sus padres. No tenía motivos para dudar en casarse con la hija de Taliesin, siendo bisnieto del gran druida.

«Dios castigará a Camelot por ese pecado —pensó súbitamente—. Por el de Arturo, por el mío… y el de Lanzarote.» A sus espaldas, Arturo dijo a Gwydion:

—Una vez dijiste que Galahad no viviría para ser coronado.

—También recordaréis, padre y señor mío, que dije que moriría honorablemente por la cruz que adoraba, y así fue —replicó el joven, delicadamente.

—¿Qué más prevés, hijo?

—No me lo preguntéis, señor Arturo. Los dioses son buenos al impedir que el hombre conozca su fin. Aunque lo supiera, no os lo diría.

Y Ginebra, con un súbito escalofrío, pensó: «Tal vez Dios nos ha castigado ya por nuestros pecados al enviarnos a Mordret.» Pero luego quedó consternada. «¿Cómo puedo pensar eso de quien ha sido un verdadero hijo para Arturo? ¡Él no tiene la culpa!»

Observó a Lanzarote, que estaba a mil leguas de allí, perdido dentro de sí mismo, donde ella jamás podría seguirlo. Con torpeza, buscándolo del mejor modo posible, preguntó:

—¿Y no pudiste hallar el Grial?

Vio que Lanzarote atravesaba lentamente aquella larga distancia.

—Me acerqué más de lo que puede acercarse un pecador sin perecer. Pero se me salvó la vida para que dijera a la corte de Arturo que el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo. —Volvió a guardar silencio. Luego dijo, siempre remoto—: Habría ido tras él hasta el fin del mundo, pero no se me dio oportunidad.

«¿Acaso no querías regresar por mí?», pensó Ginebra. Entonces comprendió que Lanzarote y Arturo se parecían más de lo imaginado. Ella nunca había sido para ellos más que una distracción entre guerra y búsqueda; la vida real del hombre se desarrollaba en un mundo donde el amor no tenía significado. Lanzarote había dedicado su existencia a combatir junto a Arturo; ahora, a falta de guerras, se entregaba a un gran Misterio. El Grial se interponía entre ellos, como antes Arturo y el honor de caballero.

El dolor era insoportable. Durante toda su vida Ginebra no había tenido más que eso. No resistió el impulso de estrecharle la mano, susurrando:

—Te he echado de menos.

Y se horrorizó ante el deseo que percibía en su voz. «Pensará que soy como Morgause…» Lanzarote dijo delicadamente:

—Como yo a ti, Ginebra. —Y luego, como si pudiera leer dentro de su corazón hambriento, añadió en voz baja—: Con Grial o sin él, amada mía, nada podría haberme traído, salvo tu recuerdo. Podría haber permanecido allí durante el resto de mi vida, rezando por ver nuevamente ese Misterio. Pero soy sólo un hombre.

Entonces Ginebra, comprendiendo lo que insinuaba, le estrechó la mano.

—¿Quieres que aleje a mis mujeres?

Lanzarote vaciló un instante. Ginebra sintió aquel viejo temor: ¿cómo osaba ser tan atrevida, tan falta de pudor femenino? Esos momentos eran siempre como la muerte. Luego Lanzarote le apretó los dedos, diciendo:

—Sí, amor mío.

Pero mientras lo esperaba, sola en la oscuridad, se preguntó amargamente si ese «sí» había sido como los de Arturo: un ofrecimiento hecho por pura piedad o por halagar su amor propio. Su esposo podría haber dejado de invitarla, ya que no había la menor esperanza de que ella le diera un hijo tardío, pero era demasiado bondadoso para dar pie a que las damas sonrieran a espaldas de su reina. Aun así, era como una puñalada notar que siempre parecía aliviado si ella no aceptaba. A veces le hacía entrar para que pasaran un rato charlando; le reconfortaba estar entre sus brazos, pero no le exigía más. Ahora se preguntaba si acaso no la deseaba, si la había deseado alguna vez o sólo había acudido a ella porque era la esposa que tenía que darle hijos.

«Todos elogiaban mi hermosura y me deseaban, salvo el esposo que me dieron. Y ahora, quizás, incluso Lanzarote viene a mí sólo porque la bondad le impide abandonarme.» Se sintió febril y sudorosa. Mientras se lavaba con el agua fría de la jofaina se tocó los pechos caídos. «Ah, soy anciana… Sin duda le repugnará que esta carne vieja y fea le desee todavía como cuando era joven y bella.»

Entonces oyó tras ella una pisada y Lanzarote la cogió en sus brazos, haciéndole olvidar los temores. Pero cuando se hubo ido, Ginebra no pudo dormir.

«No tendría que arriesgarme a esto. Pero no tengo otra cosa… Y Lanzarote tampoco.» Había perdido a su hijo y a su esposa; su antigua intimidad con Arturo había desaparecido para siempre. La necesitaba; sin ella estaría completamente solo Había regresado a la corte porque la necesitaba.

Y por eso, aunque fuera pecado, parecía un pecado mayor dejarlo sin consuelo.

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