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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El prisionero en el roble (29 page)

BOOK: El prisionero en el roble
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—Aquí tienes un acertijo: cuando un hombre no cuida de su propiedad, ¿qué han de hacer los que tienen interés en ella?

El otro se fue a grandes pasos, fingiendo no haber oído. Niniana se inclinó hacia su amante, susurrando:

—Déjalo ya. Hay demasiados oídos. Ya has plantado la semilla. Ahora habla con otros caballeros. ¿Crees acaso que sólo tú viste… eso?

Y movió ligeramente el codo. Morgause, siguiendo el leve gesto, vio que Ginebra y Lanzarote tenían un tablero en las rodillas y estaban inclinados sobre el juego, con las cabezas muy juntas.

—Deben de ser muchos los que piensan que esto afecta el honor de Camelot —murmuró Niniana—. Sólo hace falta encontrar a hombres con menos… prejuicios que tus hermanos de Lothian, Gwydion.

Pero él miraba con furia a Gareth.

—¡Lanzarote, siempre Lanzarote! —murmuró.

Y Morgause, que paseaba la vista entre ambos, pensó en cierto niño que hablaba con un palo pintado de rojo y azul al que llamaba «Lanzarote». Pensó también en el pequeño Gwydion, que seguía a Gareth como un cachorro. «Es su Lanzarote», pensó. «¿Qué resultará de esto?»

Pero su inquietud se ahogó en maldad. «Ya es hora de que Lanzarote responda por todo lo que ha forjado», pensó.

Niniana, en la parte más alta de Camelot, contemplaba la niebla que rodeaba la colina. Al oír unos pasos tras ella, dijo, sin volverse:

—¿Gwydion?

—¿Quién si no? —La rodeó con los brazos para estrecharla con fuerza y ella volvió la cabeza para besarlo.

—¿Arturo te besa así? —inquirió Gwydion, sin soltarla.

Librándose del abrazo, Niniana se le encaró.

—¿Estás celoso del rey? ¿No fuiste tú quien me indicó que me ganara su confianza?

—Ya ha gozado sobradamente de lo que me pertenece.

—Arturo es hombre cristiano; no diré más. Y tú eres mi gran amor. Pero soy Niniana de Avalón y no tengo que rendir cuentas a nadie por lo que hago con lo que la Diosa me dio. Y si eso no te gusta, Gwydion, regresaré a Avalón.

Gwydion esbozó una de esas cínicas sonrisas, lo que menos le gustaba de él.

—Si hallas el camino —dijo—. Podrías descubrir que ya no es tan fácil. —Luego el cinismo desapareció de su cara—. No me importa lo que haga Arturo en el tiempo que le resta. Como Galahad, puede gozar de su momento, pues no le durará mucho. —Bajó la vista al mar de niebla que rodeaba Camelot—. Cuando se despeje la bruma, desde aquí veremos Avalón, y quizá también la isla del Dragón. —Suspiró—. ¿Sabías que algunos de los sajones se están mudando allí? En la isla del Dragón ha habido cacerías de ciervos, aunque Arturo lo prohibió.

La cara de Niniana se endureció de cólera.

—Es preciso ponerle fin. Ese lugar es sagrado, y también los ciervos…

—Y las gentes pequeñas que son sus dueños. Pero el sajón Aedwin las masacró. Se justificó ante Arturo diciendo que habían disparado dardos envenenados contra sus hombres. Ahora cazan los ciervos… Y Arturo guerreará contra Aedwin, si es preciso.

—¿Arturo va a guerrear por ellos? —se sorprendió Niniana—. ¿No había traicionado a Avalón?

—Pero a la gente inofensiva de la isla, no. —Gwydion quedó en silencio, deslizando un dedo a lo largo de las serpientes tatuadas en sus muñecas. Luego se las cubrió con la túnica sajona—. Me pregunto si aún podría derribar a un Macho rey valiéndome sólo de las manos y un cuchillo de pedernal,

—No dudo que podrías, puesto ante el desafío —dijo Niniana—. Queda por ver si podría Arturo. Porque si no…

La frase quedó en el aire. Él comentó sombríamente, observando la niebla cerrada:

—No creo que se despeje. Aquí siempre hay brumas, ya tan densas que algunos de los mensajeros sajones no encuentran el camino… ¡Oye, Niniana! ¿También Camelot ha de perderse en las brumas?

Iba a responderle con alguna broma despreocupada o una frase tranquilizadora, pero se contuvo.

—No lo sé —reconoció—. La isla del Dragón ha sido profanada; sus habitantes están muertos o moribundos, el rebaño sagrado es presa de los cazadores sajones. Los nórdicos hacen incursiones en nuestras costas. ¿Llegará el día en que saqueen Camelot, tal como los godos derribaron Roma?

—Si lo hubiera sabido a tiempo —musitó Gwydion con sofocada violencia, entrechocando los puños—, si los sajones hubieran advertido a Arturo, él habría podido enviarme a proteger el territorio sagrado donde fue consagrado Macho rey. Ahora que el altar de la Diosa ha sido derribado sin que él muriera por protegerlo, su reinado está perdido.

Niniana percibió lo que no decía: «Y también el mío.»

—Tú no sabías que estaba en peligro —observó.

—De eso también tiene \a culpa Arturo. Los sajones actuaron sin pensar en consultarle: ¿eso no te dice lo poco que lo valoran como gran rey? ¿Y por qué? Yo te lo diré, Niniana, desprecian al Astado que no domina a sus mujeres.

—Tú, que te criaste en Avalón —replicó ella, enfadada—, ¿juzgas a Arturo por las normas sajonas, peores aún que las romanas? Vas a ser rey, Gwydion, porque llevas la sangre real de Avalón y por ser hijo de la Diosa.

—¡Bah! —Gwydion escupió en el suelo y agregó una obscenidad—. ¿Nunca se te ocurrió que Avalón ha caído como Roma, porque había corrupción en el corazón del reino? Según las leyes de Avalón, Ginebra sólo ha ejercido su derecho: la reina elige al consorte y Arturo debería ser derribado por Lanzarote. ¡Y Lanzarote es hijo de la Dama del Lago! ¿Por qué no reemplazar a Arturo por él? Pero ¿tenemos que tener por rey al hombre que una mujer quiera en su cama? —Volvió a escupir—. No, Niniana: esos días han pasado: tanto los romanos como los sajones saben cómo tiene que ser el mundo. La tierra ya no es un gran vientre que alumbra hombres; ahora es el movimiento de hombres y ejércitos lo que resuelve las cosas. ¿Qué pueblo me aceptaría como rey sólo por ser hijo de cierta mujer? Ahora quien gobierna es el hijo varón del rey, ¿y vamos a rechazar algo bueno sólo porque los romanos lo hicieron antes? Hoy tenemos mejores naves; descubriremos tierras más allá de los antiguos continentes que se hundieron en el mar. ¿Y cómo ha de seguirnos hasta allí una Diosa atada a este trozo de tierra y a sus cosechas? El mundo ya no es de las diosas, Niniana, sino de los dioses, quizá de un solo Dios. No debo derribar a Arturo: el tiempo y los cambios se ocuparán de eso.

A Niniana le corrió por la espalda el escozor de la videncia.

—¿Y qué será de ti, Macho rey de Avalón? ¿Qué será de la Madre que te envió en su nombre?

—¿Crees que pienso perderme en las brumas con Avalón y Camelot? Quiero ser gran rey… Y para eso tengo que conservar la corte de Arturo en todo su esplendor. Por eso Lanzarote tiene que desaparecer. Arturo tendrá que alejarlo definitivamente, y probablemente también a Ginebra. ¿Estás conmigo o no, Niniana?

Ella, mortalmente pálida, apretó los puños. Habría querido tener el poder de Morgana para formar un puente desde el cielo a la tierra y fulminarlo con el rayo de la Diosa enfurecida. La media luna de su frente ardía de cólera.

—¿Tengo que ayudarte a traicionar a una mujer sólo por ejercer el derecho que la Diosa nos ha dado a todas, el de escoger a nuestro hombre?

Gwydion soltó una risa burlona.

—Ginebra renunció a ese derecho cuando se arrodilló a los pies del Dios de los esclavos.

—Aun así no tengo por qué traicionarla.

—¿No me avisarás cuando vuelva a alejar a sus mujeres a la hora de acostarse?

—No —dijo Niniana—. Por la Diosa que no. ¡Y la traición de Arturo a Avalón no es nada al lado de la tuya!

Le volvió la espalda para abandonarlo, pero Gwydion la retuvo allí.

—¡Harás lo que yo te ordene!

Niniana forcejeó hasta liberar sus muñecas amoratadas.

—¿Lo que tú me ordenes? ¡Ni en un millar de años! —exclamó, sofocada por la furia—. ¡Ten cuidado, puesto que has alzado la mano contra la Dama de Avalón! ¡Ya sabrá Arturo qué clase de víbora ha puesto en su pecho!

En un arrebato de ira, Gwydion la sujetó por la otra muñeca y la golpeó con toda su fuerza en la sien. Niniana cayó al suelo sin un grito. Él estaba tan iracundo que no hizo el menor intento de detener su caída.

—¡Bien te apodaron los sajones! —dijo una voz grave y salvaje, entre la niebla—. ¡Consejo maligno, Mordret… asesino!

Gwydion se volvió con un movimiento convulso, bajando los ojos al cuerpo caído a sus pies.

—¿Asesino? ¡No! Sólo me enfadé con ella… Pero no quería hacerle daño… —Miró a su alrededor, sin poder distinguir nada en la niebla, cada vez más densa. Sin embargo, reconocía aquella voz—. ¡Morgana! Señora… ¡Madre!

Se arrodilló, con el pánico oprimiéndole la garganta, e incorporó a Niniana para buscarle el pulso. Pero yacía sin aliento, sin vida.

—¡Morgana! ¿Dónde estáis, dónde? ¡Descubrios, maldita sea!

Pero sólo Niniana estaba allí, exánime e inmóvil a sus pies. La estrechó contra sí, implorando:

—¡Niniana! Niniana, amor mío, ¡háblame!

—No volverá a hablarte —dijo la voz incorpórea.

Pero mientras Gwydion se volvía a un lado y a otro, una sólida figura de mujer se materializó en la niebla.

—¡Oh! ¿Qué has hecho, hijo mío?

—¿Erais vos? ¿Erais vos? —inquirió él, con la voz quebrada por la histeria—. ¿Vos me llamasteis asesino?

Morgause dio un paso atrás, medio asustada.

—No, no, acabo de llegar… ¿Qué hiciste?

Lo recibió en sus brazos y lo sostuvo, acariciándolo como si aún tuviera doce años.

—Niniana me enfureció… Me amenazó… Pongo a los dioses por testigos, madre: no quería hacerle daño, pero me amenazó con revelar a Arturo que yo conspiraba contra su precioso Lanzarote —explicó Gwydion, casi balbuceando—. La golpeé. Juro que sólo quería asustarla, pero cayó…

Morgause lo soltó para arrodillarse junto a la joven.

—La golpeaste con mala suerte, hijo mío. Ha muerto. Ya no puedes hacer nada. Tenemos que informar a los senescales de Arturo.

Gwydion se puso lívido.

—¡A los senescales, madre! ¿Qué dirá Arturo?

Morgause sintió que se le fundía el corazón. Lo tenía en sus manos, como cuando era una criatura indefensa a la que Lot quería hacer matar. Su vida le pertenecía y él no lo ignoraba. Lo estrechó contra su pecho.

—No importa, querido. No tienes que sufrir por esto, tal como no sufres por los hombres que mataste en combate. —Clavó una mirada triunfal en el cuerpo sin vida de Niniana—. Pudo haber caído en la niebla. Hasta el pie de la colina hay una larga distancia. Sujétala por los pies, así. Lo hecho, hecho está y ya nada de lo que le suceda cambiará las cosas.

Crecía su antiguo odio hacia Arturo; Gwydion lo derribaría…, y lo haría con su ayuda. Y cuando todo acabara, ella reinaría a su lado: ¡la señora que lo había puesto en el trono! Niniana ya no se interponía entre ambos; ella sería su único respaldo, su única ayuda. En silencio, el cuerpo liviano de la Dama de Avalón desapareció entre la niebla. Más tarde, cuando Arturo la mandara llamar, se iniciaría la búsqueda. Pero Gwydion, mirando entre la bruma como hipnotizado, por un momento creyó ver la negra barca de Avalón, entre Camelot y la isla del Dragón, y le pareció que Niniana, vestida de negro, como corresponde a la Parca, le hacía señas desde la embarcación. De inmediato desapareció.

—Ven, hijo mío —dijo Morgause—. Pasaste esta mañana en mis habitaciones. En cuanto al resto del día, tienes que acompañar a Arturo en su salón. Recuerda que no has visto a Niniana. Cuando te encuentres con Arturo le preguntarás por ella; muéstrate un poco celoso, como si temieras encontrarla en su lecho.

Fue un bálsamo para su corazón que Gwydion se aferrara a ella, murmurando:

—Así lo haré, madre. Sois la mejor madre, la mejor de las mujeres.

Y Morgause lo estrechó durante un momento y le dio un beso más, saboreando su poder, antes de soltarlo.

16

G
inebra, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, esperaba oír las pisadas de Lanzarote, pero pensaba en Morgause, que había sonreído casi lascivamente al murmurar:

—Ah, querida, ¡cómo os envidio! Cormac es un joven apuesto y muy fogoso, pero no tiene la gracia ni la belleza de vuestro amante.

Ginebra, con la cabeza gacha, no había respondido. ¿Quién era ella para despreciar a Morgause, si estaba haciendo lo mismo? Pero era peligroso; el domingo anterior, el obispo había predicado sobre el gran mandamiento contra el adulterio, que estaba en las mismas raíces del modo de vida cristiano.

No era el cuerpo de Lanzarote lo que deseaba. En realidad, era raro que la poseyera de ese modo que era pecado y deshonor, salvo en aquellos primeros años en que contaban con la aquiescencia de Arturo, para ver si Ginebra podía dar un heredero al reino. Había otras maneras de encontrar placer que parecían menos pecaminosas, menos transgresoras de los derechos maritales de Arturo. Y aun así, lo que más deseaba era estar con él, más con el alma que con el cuerpo. ¿Cómo podía un Dios de amor condenar ese auténtico amor del corazón?

Se oyó una pisada ligera en la oscuridad.

—¿Lanzarote? —susurró.

—No.

La confundió el destello de una pequeña lámpara en la oscuridad. Por un momento creyó ver la cara amada, nuevamente joven. Luego comprendió de quién se trataba.

—¿Cómo te atreves? Mis mujeres no están lejos. Puedo gritar y nadie creerá que te hice venir.

—Quieta —ordenó él—. Hay un puñal en vuestro cuello, mi señora. —Y mientras Ginebra se encogía, aferrada a las sábanas dijo—: Oh, no os ufanéis, señora; no he venido a violaros. Vuestros encantos son demasiado rancios para mí y han sido paladeados en exceso.

—Basta —dijo una voz ronca en la oscuridad—. ¡No te burles de ella, hombre! Sucio asunto éste de espiar en alcobas. ¡Ojalá no lo hubiera aceptado! Quietos, todos, y escondeos en los rincones.

Con los ojos ya adaptados a la penumbra, Ginebra reconoció la cara de Gawaine y, más allá, una silueta familiar.

—¡Gareth! ¿Qué haces aquí? —preguntó con tristeza—. Creía que eras el mejor amigo de Lanzarote.

—Y lo soy —respondió, ceñudo—. He venido para que sólo se haga justicia con él. Ése —señaló a Gwydion con un gesto desdeñoso— querría cortarle el cuello y dejar que se os acusase de asesinato.

—Quedaos quieta —ordenó Gwydion. La luz se apagó. Ginebra sintió el pinchazo del puñal en el cuello—. Si pronunciáis un solo sonido para darle aviso, señora, acabaré con vos aunque deba asumir el riesgo de explicar el porqué a mi señor Arturo.

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