—Hicimos un Pacto —dijo Usem el Salvaje, en respuesta a la evidente confusión de Gavin—. Algunos de los que combatimos juntos. Acordamos que cuando el primero de nosotros tuviera que irse, los demás lo seguiríamos. Por mi parte, esperaba disponer de uno o dos años más, pero más vale despedirse cuando aún se está en lo alto, ¿verdad?
—Más vale despedirse cuando uno aún está cuerdo —gruñó el Oso Púrpura.
—Más vale despedirse en compañía —intervino Samila Sayeh—. Y deja de darle cargo de conciencia a Deedee.
Lo cierto era que Deedee Hoja Caída tenía peor aspecto que nadie. Un verde imperecedero le teñía la piel, y el halo de sus ojos batallaba con el verde que había invadido sus otrora iris azules. Sonrió débilmente.
—Lord Prisma, es un honor. Hace mucho tiempo que esperaba esta Liberación. —Ensayó una reverencia mientras se esforzaba por ignorar, como hacían la mayoría de los antiguos guerreros, que Gavin y ella habían participado en la guerra en ejércitos distintos.
Los demás imitaron su ejemplo, agachando la cabeza o inclinándose según la costumbre de sus respectivas tierras de origen. Gavin hizo una reverencia ceremoniosa sin dejar de mirarlos a los ojos, esmerándose por mostrar el mismo grado de respeto a los trazadores de uno y otro bando.
Por dentro, como le sucedía siempre, su corazón lloraba por ellos. Quería confesar a quienes habían combatido a su lado que era él, que no era Gavin, que todo había sido por su bien. En vez de eso se sentó con ellos, encontrándose junto a Usem el Salvaje mientras los esclavos traían bandejas humeantes repletas de comida y jarras frías de zumos de cítricos y vino.
—Cuando se lo dije a algunos de los otros —dijo con gesto huraño Usem, e inclinó la cabeza en dirección a los Izem y Samila, que habían luchado a favor de Gavin—, pensaron que sería un buen año también para ellos.
—Deseábamos, lord Prisma, ayudar tal vez a que las Siete Satrapías dejaran la… guerra detrás de nosotros —dijo Samila Sayeh, absteniéndose diplomáticamente de referirse al conflicto como la Guerra del Falso Prisma—. Lo cierto es que nos hemos vuelto buenos amigos.
—Por lo que a mí respecta —dijo Maros Orlos, el ruthgari más bajito que Gavin había visto en su vida—, me alegro de tener una Liberación sin tantas alharacas. Los fuegos artificiales, los discursos, el paripé de los sátrapas, las satrapesas y los señoritingos de tres al cuarto que jamás tendrán que cumplir el Pacto personalmente. La Liberación es algo sagrado. Debería quedar entre uno mismo, el Prisma y Orholam. Lo demás son distracciones.
—¿Distracciones? ¿Como cenar con el Prisma y tu clase de Liberación? —preguntó Izem Rojo. Era pariano, delgado como el palo de una escoba y dotado con un ingenio sin par. Aun llevaba el ghotra doblado para semejar la capucha de una cobra, costumbre que había adquirido cuando era un trazador de diecisiete años y que le había deparado innumerables comentarios mordaces. Su fama de presuntuoso lo persiguió hasta la primera batalla, cuando sus ataques fulminantes como el rayo, sus bolas de fuego veloces como flechas y su escabechina entre las líneas enemigas acallaron todas las bromas de una vez por todas.
Maros abrió la boca para protestar, pero comprendió que estaba a punto de enzarzarse en un duelo dialéctico con Izem Rojo y redirigió toda su atención a la comida.
Tala, una veterana pariana de cabello blanco muy corto, con los iris castaños ceñidos por un halo rojo, dijo:
—¿Sabéis, noble Prisma? El comandante Puño de Hierro nos contó que os traéis un pequeño proyecto entre manos. Hay algo en ello que me recuerda aquel antiguo poema acerca del Errante. ¿Cómo era? Queda aún por hacer…
Era un poema célebre; todos lo conocían. Ni siquiera le hizo falta recitarlo entero. Estaba ofreciéndose a ayudar a Gavin con la muralla.
—Sería estupendo… —empezó Gavin.
Bas el Simple, el extravagante policromo tyreano, lo interrumpió con la cabeza ladeada.
—«Queda aún por hacer una noble tarea, digna de aquel que con los dioses se codea.» Gevison, El último viaje del vagabundo, estrofas sesenta y tres y sesenta y cuatro. —Levantó la cabeza, vio que todas las miradas estaban puestas en él y volvió a agacharla tímidamente.
—Eso sería estupendo —dijo Gavin—. Lo entendería si alguien tuviera algo que objetar y no quisiera unirse a mí, pero a todos los que se ofrezcan… se lo agradecería profundamente. —Se trataba de un verdadero regalo. Un regalo, además, que a la mayoría de ellos no les costaría nada. No todos estos trazadores estaban al borde de la muerte, muchos eran muy poderosos, y la cromaturgia de innumerables de ellos era extraordinariamente sutil. Su ayuda marcaría la diferencia.
No había que olvidar, sin embargo, que muchas de estas personas conocían íntimamente tanto a Gavin como a Dazen. Si había alguien capaz de descubrir su farsa, esa persona estaba en esta sala. Y con la inminencia de su Liberación, el descubridor tendría poco o nada que perder sacando su secreto a la luz.
Gavin reprimió la opresión que sentía en el pecho y sonrió a pesar del temor que lo embargaba, como si celebrara lo brillante y lo peculiarmente simple que era Bas. Su gesto fue correspondido desde todos los rincones de la mesa. Gavin sabía que algunas de esas sonrisas debían de ser tan sinceras como una serpiente, pero era imposible saber cuáles. ¿Quiénes tenían más probabilidades de destruirlo? ¿Los que creían que era el hombre que había sido su mejor amigo y averiguaran que había usurpado la identidad de Gavin? ¿O los que habían combatido a su lado y, tras creerlo muerto, descubrieran ahora que los había traicionado?
Bas el Simple observaba fijamente a Gavin, sin sonreír, con la cabeza ladeada, estudiándolo todo con sus ojos perspicaces.
—El chico se ha ido —anunció Puño de Hierro. Era casi medianoche. Se encontraban en el tejado del Palacio de Travertino, contemplando la bahía—. Kip —añadió, como si pudiera estar refiriéndose a otro «chico». En ningún momento dijo «tu hijo», no obstante.
Mis fechorías hacen que todo el mundo se ande con pies de plomo, qué bien. «Mis» fechorías. Ya. Gracias, hermano.
—¿Por qué no se me ha informado antes? —preguntó Gavin. Se había pasado toda la noche fingiendo ser su hermano y estar pasándoselo en grande en compañía de unos trazadores que los conocían a ambos. Era desconcertante. Había disfrutado con la compañía de sus antiguos adversarios, y sentía constantemente como si tuviera la vista borrosa. Las personas a las que odiaba cuando era Dazen se habían mostrado muy cordiales. Unos cuantos de los antiguos amigos de Dazen, aunque no todos, hacían gala de una conducta que los volvía desagradables. Gavin miró a los hombres y las mujeres que habían enviado a vivir y trabajar lejos de los Jaspes tan solo para que no supusieran ningún peligro para él y pensó: Os arruiné la vida y ni siquiera lo sospecháis. Os extraño.
—Nos enteramos hace apenas unos minutos. Dejó una nota a la vista de todos. Había otra escondida bajo las mantas.
Muy listo. Kip había conseguido exactamente lo que se proponía: ganar tiempo. Ha impedido que lo busquemos durante toda una jornada. Gavin extendió la mano, sabedor de que Puño de Hierro llevaría las notas encima. El comandante se las entregó.
La más importante rezaba: «Soy tyreano y joven. Ayudo más como espía que aquí. Nadie sospechará de mí. Intentaré encontrar a Karris».
¿Como espía? Que Orholam me lleve.
—¿Se sabe algo más? —preguntó Gavin.
—Cogió un caballo y un tubo de monedas.
—Para poder meterse en más problemas que si se limitara a entrar directamente en un campamento enemigo armado tan solo con un puñado de ideas delirantes.
Puño de Hierro no respondió. Solía hacer oídos sordos a las obviedades.
—La niña de Danavis también ha desaparecido. El mozo de cuadra dice que le pidió un caballo, pero no se lo dio. Parece que encontró las notas y salió detrás de él.
Gavin dejó que su mirada vagara por la bahía. La Guardiana, la estatua que vigilaba la entrada de la bahía, entre cuyas piernas pasaban todos los marineros, sostenía una lanza en una mano y una antorcha en la otra. El mantenimiento de esta era responsabilidad de un trazador cuyo único cometido consistía en mantenerla llena de luxina amarilla en estado líquido. Los surcos especiales tallados en el cristal exponían gradualmente la luxina al aire y provocaban que se reflejara en forma de luz. Unos espejos recogían y proyectaban la luz al anochecer, girando lentamente sobre unos engranajes impulsados por un molino cuando soplaba el viento y por animales de tiro en ausencia de este. Esa noche el rayo iluminaba el neblinoso aire nocturno, tallando grandes surcos en las tinieblas. Era lo que se suponía que debían hacer todos los trazadores: llevar la luz de Orholam a los confines más oscuros del mundo.
Era lo que intentaba hacer Kip.
—Si se presentara en mi campamento y procurara pasar desapercibido —dijo Puño de Hierro—, no sospecharía que es un espía.
¿Porque sería un espía espectacularmente nefasto, tal vez?
—A propósito de espías, ¿qué han averiguado los nuestros?
—El gobernador Crassos acudió a los muelles para realizar una inocente inspección, cargado con un petate de aspecto igual de inocente pero sospechosamente pesado. Se mostró encantado de verme.
—Solo te pones sarcástico cuando te enfadas —dijo Gavin—. Adelante. Cuéntamelo.
—Juré proteger a Kip, lord Prisma, pero antes, los espías…
—Puedes tutearme cuando he cometido alguna estupidez —lo interrumpió con aspereza Gavin.
—Los espías informan…
—Desembucha de una vez, por el amor de Orholam.
Puño de Hierro apretó las mandíbulas. Se dominó con esfuerzo.
—Tengo que ir detrás de él, Gavin, lo que significa que no puedo quedarme aquí ayudando en la defensa y dirigiendo a mi gente.
—Y eres pariano, enorme y todo lo contrario de discreto, así que si vas detrás de él… como exige tu honor… lo más probable es que consigas que te maten, lo cual no solo significará que has muerto, algo que nadie desea de modo especial, sino también que no habrás sabido proteger a Kip, lo cual en realidad sería el único motivo para ir detrás de él. Y no puedes delegar la misión en nadie más porque prometiste protegerlo personalmente, y además cualquier otro Guardia Negro llamaría la atención tanto como tú. —No es que los Guardias Negros fueran más morenos de piel que los tyreanos, ni que tuvieran el pelo crespo en vez de liso u ondulado. Con el paso de los siglos se habían producido tantos cruces que no pocos tyreanos exhibían ambas características. Incluso Kip podría ser un buen espía a pesar de sus ojos azules; los tyreanos estaban acostumbrados a las minorías étnicas tras acoger a todos los rezagados que había dejado la guerra. El problema era que los trazadores de piel de ébano y musculatura extrema que exudaban poder por cada uno de sus poros llamarían la atención en cualquier parte. Los Guardias Negros sobresaldrían rodeados de un ejército de trazadores parianos.
—A grandes rasgos —reconoció Puño de Hierro, apaciguado tras la enumeración por parte de Gavin de los motivos de su enfado.
—¿Qué más te han contado nuestros espías? —preguntó Gavin, aparcando temporalmente las preocupaciones de Puño de Hierro.
El comandante accedió encantado a dejar de abundar en su dilema.
—Han llegado algunos provenientes del campamento del rey Garadul, y me parece que nuestros problemas son más graves de lo que pensábamos. —Se quitó el ghotra de la cabeza para rascarse el cuero cabelludo con las puntas de los dedos—. Es religioso —dijo.
—No sabía que te importara la religión —replicó Gavin, en un intento por aligerar el cariz de la conversación.
—¿Por qué no? Hablo con Orholam constantemente.
—«Orholam, ¿qué te he hecho para merecer esto?» —sugirió Gavin, creyendo que bromeaba.
—No. En serio.
—Oh. —¿Puño de Hierro? ¿Devoto?
—Pero ya sabes cómo es. Tú también hablas con él todo el tiempo. Eres su elegido.
—En mi caso es distinto. —Muy, muy distinto, por lo visto—. Bueno, perdón por el chiste. ¿Religioso?
—El asunto va más allá de que a un sátrapa se le haya ocurrido autodenominarse rey por las buenas. Rask Garadul se propone echar por tierra todo lo que hemos conseguido desde la llegada de Lucidonius. Todo.
Un temor indefinible se enroscó en el estómago de Gavin.
—Los antiguos dioses.
—Los antiguos dioses —corroboró Puño de Hierro.
—Trae a Kip de regreso, comandante. Haz lo que sea preciso. Si alguien se queja de tus métodos, tendrá que responder ante mí. Si puedes, salva también a la chica. Estoy en deuda con su padre de un modo que no puedo explicar.
Gavin durmió poco y de forma entrecortada. Nunca dormía mucho, pero siempre era peor cuando se acercaba la Liberación. Detestaba esa época del año. Detestaba esa farsa. Sintió una opresión en el pecho mientras yacía en la cama. Tal vez tendría que haber dejado ganar a su hermano. Tal vez Gavin hubiera sabido resolver mejor la situación. Por lo menos, ahora no estaría ahí.
Bobadas.
Y sin embargo no podía por menos de preguntarse si Gavin habría sido mejor Prisma que él. Gavin siempre había sobrellevado la responsabilidad mejor que Dazen. Para su hermano ni siquiera parecía una carga. Como si jamás dudara de sus capacidades. Era algo que Dazen siempre le había envidiado.
Amaneció al fin, después de una noche interminable. Dazen se sentó y se puso la máscara, volvía a ser Gavin. Sintió una punzada de dolor que emanaba de su pecho y le oprimía la garganta. No podía hacer eso.
Qué tontería. Sencillamente echaba de menos a Kip, y a Karris, le preocupaba la hija de Corvan y temía la agotadora sesión de trazo a la que debería someterse durante toda la jornada. No le quedaba más remedio que hacer de tripas de corazón.
Tras tomarse su tiempo con las abluciones (¿por qué tenía que ser Gavin tan presumido?), desayunó y salió a caballo en dirección a la muralla. Lo recibió un joven trazador naranja.
Era uno de los muchachos que desgraciadamente no podían controlar el poder. Un adicto. No debía de contar ni veinte años de edad, un pariano montañés, pero en lugar de cubrirse la cabeza con un ghotra llevaba el cabello trenzado, recogido a la espalda con una cinta de cuero. El resto de su atuendo denotaba la misma aversión a la tradición en el vestir… y de cualquier otra índole. Los naranjas acostumbraban a ver exactamente cómo les gustaba a los demás que fueran las cosas. En la mayoría de los casos utilizaban ese don en provecho propio, tornándose tan escurridizos como su luxina. Pero en algunos casos desafiaban cuanto convencionalismo se cruzaba en su camino y se convertían en artistas y rebeldes. A juzgar por cómo las prendas del joven de alguna manera se las componían para conjuntarse pese a sus dispares orígenes, y puesto que todos los colores y texturas se complementaban, Gavin supuso que este era un artista. El halo naranja del muchacho, sin embargo, acusaba la tensión acumulada. De ninguna manera podría haber resistido hasta la próxima Liberación.