Roca salió de la sala frotándose las manos, pero si creía haberme impresionado, estaba muy equivocado. Me quedé mirando cómo parpadeaba el cursor hasta las dos de la tarde, cuando los guardias volvieron para llevarme a mi celda. El alcaide se cruzó con nosotros a la salida.
—¿Qué tal ha ido la primera toma de contacto? Bien, ¿no? Te noto esa media sonrisilla de satisfacción contenida. Supongo que ahora te da vergüenza admitir que tus reparos eran innecesarios. Me alegro, me alegro. Mañana me cuentas qué tal van tus progresos. Pero sin presiones: no tiene sentido querer hacerse rico de la noche a la mañana. Al menos hacen falta dos o tres semanas.
Cada día fue más o menos igual: dos guardias me agarraban por la mañana y me llevaban a la sala aquella, dejándome sentado de nueve a dos frente a la pantalla del ordenador. Roca se quejaba de mi poca energía mañanera y del hecho de que tuviera siempre que mandar a un par de funcionarios a buscarme, pero por lo demás estaba muy contento con el trabajo que hacía. Según él, Awwwsome ya empezaba a sonar en el mundo de internet e incluso su blog personal recibía una media de diez visitas más cada día, llegando en una ocasión a la cifra récord de cuarenta y tres.
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A partir de ese momento sólo podía bajar al patio por las tardes, cosa que a mí no me preocupaba, pero a Lorca un poco sí, ya que perdía parcialmente a su recién adquirido público.
—HOLA, HIJO —ME DIJO MI padre, mientras se pasaba la mano por la reluciente calva—, perdona que no haya venido antes, pero es que... No sé cómo decirte esto... Es tu madre... Está bien, no te preocupes. Pero ha habido cambios. La semana pasada intentó suicidarse con una sobredosis de caramelos de menta. Está bien, ¿eh? Eso sí. Pero fue muy desagradable, la verdad. Quemó las cortinas con el aliento. Fue horrible. Respiraba tanto y tan bien que tuve que abrir las ventanas para que entrara oxígeno o me hubiera asfixiado. Se lo estaba quedando todo. Y no veas la corriente que entraba con las ventanas abiertas. Claro, mientras llegaba la ambulancia nos empezó a picar la garganta, de la corriente, y nos tomamos algún caramelo más, con lo que nos pusimos los dos a respirar como burros. Como burros con sobredosis de caramelos de eucalipto. Se murieron las plantas del balcón, asfixiadas. Pero lo peor fue en el hospital. Mientras le lavaban el estómago conoció a un celador al que también le gustan los concursos de televisión en los que hacen preguntas de cultura general, y en los apenas dos días que estuvo ingresada se enamoraron y se fueron a vivir juntos. Todo pasó delante de mis ojos. Incluso su primera relación sexual fue allí mismo, en la habitación, delante de los ojos que he mencionado antes y que son míos aunque hubiera preferido arrancármelos. Al principio estaba confundido: creía que el celador o yo nos habíamos equivocado de habitación. O los dos. Pero no. Se lo pregunté. Oiga, ¿esta es mi mujer? Sí, me dijo. ¿Y se la está tirando? Técnicamente aún no, pero en cuanto consiga bajarme los pantalones un poco más, lo haré. Me sentí triste y humillado. ¿Podía ser cierto que mi mujer me estuviera poniendo los cuernos? Se lo pregunté a un amigo y me dijo que todo apuntaba a que probablemente sí, pero vamos, yo tampoco pondría la mano en el fuego. Me aferré al probablemente y al margen de duda que dejaba. Hasta que un día volví a casa y tu madre había aprovechado que estaba preguntando cosas a un amigo para llevarse su ropa, el sofá, las dos televisiones, la mitad de la nevera que enfría menos, tres grifos, unos cuantos libros, mi colección de dvd porno y cuatro o cinco bolígrafos de diferentes colores. Me llamó el jueves. Dice que es muy feliz y que el celador la tiene más grande que yo. Me explica estas cosas porque espera que podamos ser amigos y sabe que puede confiar en mí para contármelo todo. Después de más de veinte años de matrimonio, qué menos. Dice. Le dije que bueno. Pero por mí podría ahorrárselo. Ahora se han ido a dar la vuelta al mundo. Se ve que necesita poner algo de distancia y pensar en las cosas. Mientras folla. Me ha llegado una postal de su primera parada: París. Pero no te preocupes, me ha dicho que estará presente para tu ejecución.
No se quedó mucho más después de explicar esto. Intentó preguntarme qué tal me iba, me dejó una chocolatina que no toqué y se fue inventando torpemente la primera excusa que se le ocurrió: tenía hora en el peluquero.
No le culpo: debe ser muy duro quedarse calvo.
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Eso sí, siguió viniendo cada sábado. Aunque su único tema de conversación acabaron siendo las postales de mi madre y del celador, siempre de un lugar diferente:
—Mira, han llegado a Roma —o:
—Fíjate, la gran muralla China —o:
—Japón, ya me gustaría a mí. Se ve que está lleno de japoneses, y no como aquí, que en realidad son todos chinos y filipinos. Y ahora se van a Australia y luego al Pacífico y a América. A ver si van a Brasil, que no tengo ninguna postal de Brasil.
Por supuesto, también venía a verme Lorca, que por las tardes venía a mi celda a leerme poemas. Ni siquiera me bajaba ya al patio, no por maldad, sino por incapacidad. Estaba tan gordo que no podía levantarme y cargar conmigo. Las pocas veces que lo había intentado, había acabado resoplando, ahogándose, sentado en el suelo de mi celda y disculpándose.
—Me tengo que poner a régimen —comentaba—, antes no le veía el sentido. Ahora ya igual sí. Pero no lo digo por no poder acarrearte.
Según me explicaba aquellos días entre lectura de poema y lectura de poema, no podría terminar su trabajo a tiempo. “Algo habrá que hacer, como adelgazar, por ejemplo”. Después de decir esto, guiñaba el ojo. Creo que esperaba que yo dedujera algo o en su defecto, que le preguntara. Pero no lo hacía. Los non sequitur ya no me desasosegaban como antaño.
—Mi trabajo es un poemario en cuatro partes. La última es la propia balada que ya te leí y que tengo bastante avanzada, y mi idea es explicar en las otras tres partes mis sueños (o sea, la poesía), luego cómo estos sueños chocan salvajemente contra la realidad (la cárcel) y en la tercera parte, cómo recojo las trizas de estos sueños e intento hacer con ellos algo inteligible aunque no se parezca en nada a lo que en un primer momento quería. Además de la balada, la primera parte es la única que considero terminada, pero ahora apenas estoy trabajando en la segunda y la tercera ni la he comenzado. Me faltan años de trabajo. De hecho, he compuesto un poema sobre el trabajo pendiente, que iría en principio en la segunda parte. Título: Trabajo pendiente. Primer verso: Tengo un montón de trabajo pendiente, otro verso, mi obra quedaría, otro verso, quizás inacabada, otro verso, si no pudiera vivir otra vida, otro verso, escribo siempre a la luz de las velas, otro verso, su calor me indicará la salida, otro verso, pero será mejor que pierda peso, otro verso, para iniciar la huida...
Y así siguió durante treinta y siete minutos. Por suerte y dado mi estado, esos treinta y siete minutos los sentí pasar como si fueran treinta y siete minutos, pero era perfectamente consciente de que antes de dispararme esos treinta y siete minutos se me hubieran antojado cuatro o cinco horas.
Quien también mantenía su rutina era Bienvenido, que no dejaba de visitarme para explicar sus avances en lo que se refería a aplazamientos y a la preparación de la vista con el Tribunal Supremo.
—Perdona que no me siente —explicó por ejemplo en una ocasión—, pero es que ayer estuve tramitando un nuevo aplazamiento con una juez del Tribunal de Apelaciones. Tiene unos juguetes muy extraños, ¿sabes? —Y se me quedó mirando primero como si supiera y luego sorprendido por la idea de que no tuviera ni idea—. En todo caso, traigo buenas noticias: lo he conseguido. Me han quitado aquella multa de aparcamiento de la que te hablé. Hombre, es que era totalmente injusta. Sólo fueron cinco minutos y dejé los warning puestos. Además, ¿cómo iba a saber que no podía aparcar encima de aquella señora? Era muy bajita y no la veía. Ah, y además estuve mirando lo tuyo. Ya tenemos vista con el Tribunal Supremo. En enero, después de las navidades. Y sería bueno que ganaras algo de peso y te pusieras de una vez la gorra de rapero, como te dije. Está bien ir de víctima, pero al Supremo tenemos que llegar con algo más de carne, que si no en los periódicos saldrás feísimo y eso cuenta mucho. El look anoréxico no se lleva esta temporada. A ver si comes un poco más. ¿Tu padre no te trae chocolatinas? No, en serio, tu padre está muy preocupado: le han subido el alquiler y no le has preguntado nada. Ah, y que sepas que él no tiene la culpa de que tu madre le dejara, por si eso te reconcome. Ni tu madre tampoco. Ni el celador. No es culpa suya estar tan bueno. Porque lo está. Vi una foto y joder... Yo normalmente sólo follo con hombres por trabajo, pero en su caso haría una excepción y me lo tiraría por vicio. Qué hombracos, qué brazacos, qué abdominales. Y por lo que le ha dicho tu madre a tu padre, tiene un pollón que no te lo acabas. En serio. Buf. Mira, estoy sudando. Qué calor. Será mejor que me vaya de putas antes de que vuelva maricón del todo.
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—¿SABES QUIÉN SOY? —ME PREGUNTÓ un presidiario con bigote, como si me importara—. Me llamo Marcos, estoy en la celda de al lado, sustituyendo al que se cargaron ayer. Pero ¿sabes quién soy? ¿No? ¿No lo sabes?
Se arrodilló frente a mí, apoyando sus tetas contra mis rodillas y levantando la visera de su gorra. Me agarró las manos.
—Claro que sabes quién soy. Cómo ibas a olvidarme. Pero ven, te lo explicaré todo —me cogió la mano y salió con ella hacia la puerta. Literalmente, porque como no me moví y mis articulaciones eran cada vez más frágiles, mi mano se desprendió.
Marcos se dio cuenta ya en el pasillo. Luego volvió a entrar avergonzado. Carraspeó y se disculpó varias veces, colocándome la mano en el bolsillo de la camisa del uniforme, de donde sobresalían todos los dedos menos el pulgar.
—Veo que te voy a tener que ayudar —dijo—. No sabes lo que siento que estés así, todo esto es por mi culpa.
Puso uno de mis brazos alrededor de sus hombros y me llevó por el pasillo hasta una de las salas comunes, donde algunos veían la televisión después de cenar. Me tiró sobre uno de los sillones.
—No vendrá nadie: ahora están jugando a fútbol.
Marcos se quitó la gorra, dejando al descubierto una larga melena roja, y se limpió el bigote con la manga. Porque el bigote era pintado y Marcos en realidad era
Mireia.
—Sé que tienes muchas preguntas, pero no te he traído aquí para hablar. Ahora no quiero hablar —me besó en las mandíbulas, metiendo su lengua entre mis dientes, girándola y removiéndola en el vacío; después me bajó los pantalones y los calzoncillos hasta por encima de las rodillas, dejando al descubierto mi pelvis, que comenzó a lamer. Al cabo de unos minutos, ella se quitó el pantalón y se abrió la camisa, dejando al descubierto unos pechos turgentes que apretó contra mi calavera y cuyo tacto de melocotón y aroma a naranja hubiera sabido apreciar en otras circunstancias. Por ejemplo, vivo.
—Lo siento, siento lo que te hice pasar durante el juicio. Te aseguro que no fue mi intención, pero te compensaré, he venido aquí para compensarte —dicho lo cual, se sentó a horcajadas encima de mí y comenzó a restregar su pelvis carnosa contra la mía huesuda, en un movimiento rítmico que se fue acelerando hasta llegar al clímax habitual en estos casos, después del cual se desmoronó sobre mis costillas. Me abrazó y me besó la quijada, antes de añadir—: No podíamos hacer esto en las celdas, por los guardias, claro. Ahora tenemos que volver, pero te lo explicaré todo.
Se vistió, se recogió el pelo dentro de la gorra y sacó un lapiz de ojos para pintarse el bigote.
—¿Está bien?
Estaba torcido, pero no se lo comenté.
—Cuando vi por la tele y en los diarios lo que habían hecho con mi declaración, me sentí muy culpable. Ya sé que sabes que no era mi intención, que yo sólo quería ayudarte, pero tergiversaron mis palabras. Yo te consideraba mi mejor amigo y resultaba que lo que había dicho sólo había servido para condenarte. Además, cuando leyeron el poema, me sentí completamente desarmada y me di cuenta de lo solo que estabas y de lo mucho que me necesitabas. Además, el hecho de que desde que pasara aquello no me dirigieras la palabra y me trataras por tanto con desprecio hizo que me enamorara de ti sin remedio, como es lógico y natural.
Mireia
estaba tan enamorada que decidió que vendría conmigo a la cárcel como fuera.
—Iba a cometer un crimen atroz para que así me condenaran a muerte, como matar a un futbolista, por ejemplo. Lo malo era que haciendo eso podían pasar meses sólo esperando el juicio y durante ese tiempo podía olvidarme de ti y enamorarme de alguien que me tratara peor. Además, de hacerlo así, hubiera sido más fácil que alguien se hubiera dado cuenta en algún momento de que soy una mujer.
Tenía que ser más astuta y menos sanguinaria: decidió comprarse un uniforme naranja, una gorra para ocultar su melena y se pintó hábilmente un bigote. Sabiendo que las ejecuciones eran los lunes, se presentó un martes por la mañana en la puerta de la prisión y llamó al timbre. Abrió un guarda, mirándola extrañado.
—Hola, es que estaba paseando y he salido sin querer —dijo.
El funcionario se rascó la cabeza.
—Me gustaría volver a mi celda. En el corredor de la muerte. Perdone que me haya despistado, pero es que soy nueva, quiero decir, nuevo, y no conozco mucho el sitio.
El funcionario se rascó la cabeza otra vez y pensó lo más rápidamente que pudo. Veintiséis minutos más tarde había llegado a una conclusión: si era un preso y estaba fuera, mejor para todo el mundo y en especial para su nómina que estuviera dentro; si no era un preso, ¿por qué iba a querer entrar, y menos al corredor de la muerte? Mejor ir a lo seguro y llevar a su celda a ese condenado al que se le adivinaban bajo el uniforme unos pechos bien bonitos.
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—Bien, pasa.
Mireia
resopló aliviada y siguió al guarda hasta su celda.
—Pero no he venido sólo para estar contigo. He venido para sacarte de aquí. Tengo un plan de fuga: un plan inteligente y realmente sencillo de poner en práctica. Sólo necesito acabar de conseguir una cosa que me falta para que todo funcione y saldremos tú y yo de aquí para vivir juntos siempre o al menos hasta que me canse. Iremos a Brasil. Siempre quise ser actriz de teatro amateur. ¿Querrás actuar conmigo? O igual tú eres más de escribir. El poema era precioso. Podrías escribirme una obra. Una obra amateur. Ah, cómo te quiero. Dime que me quieres. ¿No? No te preocupes, lo entiendo, necesitas tiempo para asimilar que yo te quiera justamente a ti y haya venido a salvarte en cuerpo y alma. Lo entiendo. No sé si conseguirás acostumbrarte, lo dudo, pero te daré todo el tiempo que necesites. O el que aguante. Ya veremos. Pero ahora estoy aquí para ti.