Authors: Franz Kafka
—Así lo ha querido el juez —dijo el pintor—, es para una dama.
La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar en el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices K observó cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo alrededor de la cabeza del juez una sombra rojiza que, adoptando una forma estrellada, llegaba hasta los bordes del cuadro. Paulatinamente, juego de sombras que rodeaba la cabeza se convirtió en una suerte de adorno honorífico. La figura que representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.
—¿Cómo se llama ese juez? —preguntó de repente.
—No se lo puedo decir —respondió el pintor. Se había inclinado hacia el cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo, había recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de humor y se enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.
—¿Es usted un hombre de confianza del tribunal? —preguntó.
El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró a K sonriente.
—Bueno, vayamos al grano —dijo él. Usted quiere saber algo del tribunal, como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado a hablar sobre mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal, usted no puede saber que para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por favor! —dijo en actitud defensiva, cuando K quiso objetar algo, y continuó:
—Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de confianza del tribunal.
Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a las circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta. Era probable que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de la cerradura, aunque también era probable que pudieran ver a través de los resquicios. K decidió no disculparse, pues no quería que el pintor cambiase de tema, pero tampoco quería que el pintor se ufanase y se creyera inalcanzable, así que preguntó:
—¿Es un puesto reconocido oficialmente?
—No —dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:
—Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más influyentes que los otros.
—Ése es mi caso —dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada—. Ayer hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no quería ayudarle, yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y ahora estoy encantado de poder recibirle tan pronto. Parece que el asunto le afecta bastante y no me extraña. ¿No desea quitarse antes el abrigo?
Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba opresivo, con frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una estufa de hierro, situada en una esquina, y que con toda seguridad estaba apagada. El bochorno en la habitación era inexplicable. Mientras se quitaba el abrigo y se desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo con un tono de disculpa:
—Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable, ¿verdad? La habitación está muy bien situada.
K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire, tan enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que hacía mucho tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación desagradable se intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en la cama, mientras él se sentaba en la única silla de la habitación, frente al caballete. Además, el pintor interpretó mal por qué K quería permanecer al borde de la cama, ya que le pidió que se pusiera cómodo y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso en medio de la cama con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y le hizo la primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:
—¿Es usted inocente? —preguntó.
—Sí —dijo K—. La respuesta a esta pregunta le causó alegría, especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin asumir responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había preguntado de un modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría, añadió:
—Soy completamente inocente.
—Bien —dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De repente subió la cabeza y dijo:
—Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.
La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal hablaba como un niño ignorante.
—Mi inocencia no simplifica el caso —dijo K, que, a pesar de todo, tuvo que reír, sacudiendo lentamente la cabeza—. Todo depende de muchos detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin embargo, descubre un comportamiento culpable donde originariamente no había nada.
—Sí, cierto, cierto —dijo el pintor, como si K estorbase innecesariamente el curso de sus pensamientos—. Pero usted es inocente.
—Bueno, sí —dijo K
—Eso es lo principal —dijo el pintor.
No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar de su resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por indiferencia. K quiso comprobarlo, así que dijo:
—Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.
—¿Difícil? —preguntó el pintor, y elevó una mano—. Nunca se le puede disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un tribunal real.
—Sí —dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un poco al pintor.
Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:
—Titorelli, ¿se irá pronto?
—¡Callaos! —gritó el pintor hacia la puerta—, ¿acaso no veis que estoy hablando con este señor?
Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que preguntó:
—¿Le vas a pintar?
Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:
—Por favor, no pintes a un hombre tan feo.
A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió un resquicio se podían ver las manos extendidas de las niñas en actitud de súplica, y dijo:
—Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en el escalón, y comportaos bien.
No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles órdenes.
—¡Aquí, en el escalón!
Sólo entonces se callaron.
—Disculpe —dijo el pintor cuando regresó.
K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción si quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se acercó hasta él y se inclinó para decirle algo al oído:
—También las niñas pertenecen al tribunal.
—¿Cómo? —preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:
—Todo pertenece al tribunal.
—No lo había notado —dijo K brevemente.
La indicación general del pintor al señalar a las niñas quitaba a la información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un rato la puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y sentadas en el escalón. Una de ellas había introducido una pajita por una de las ranuras entre las tablas y la metía y sacaba lentamente.
—Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal —dijo el pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los pies—. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré del problema.
—¿Y como pretende conseguirlo? —preguntó K—. Hace poco usted me ha dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.
—Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él —dijo el pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil diferencia—. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta a espaldas del tribunal oficial, es decir en los despachos de los asesores, en los pasillos o, por ejemplo, aquí, en mi estudio.
Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado, todo lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras personas. Incluso parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se dejaban influir tan fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces eran muy importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K paulatinamente iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el banco su talento organizador, aquí, en una situación en la que dependía exclusivamente de sí mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el efecto que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:
—¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el trato ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde en parte.
—¿Cómo entró en contacto con los jueces? —preguntó K. Quería ganarse primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.
—Muy fácil —dijo el pintor—, he heredado mi posición. Ya mi padre fue pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas personas que ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de funcionarios se han promulgado tantas reglas secretas y, además, tan complejas, que no se pueden dominar fuera de determinadas familias. Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo los apuntes de mi padre, que no enseño a nadie. Sólo el que los conoce está capacitado para pintar a los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo en la memoria tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi puesto. Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.
—Eso es digno de envidia —dijo K, que pensó en su puesto en el banco. Su posición, por consiguiente, es inalterable.
—Sí, inalterable —dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo—. Por eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre hombre que tiene un proceso.
—Y, ¿cómo lo hace? —preguntó K, como si no fuera él a quien el pintor había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó interrumpir, sino que dijo:
—En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente, emprenderé lo siguiente.
A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su inocencia. Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía depender su ayuda de un resultado positivo del proceso, en cuyo caso la ayuda carecería de cualquier valor. A pesar de esta duda, K se dominó y no interrumpió al pintor. No quería renunciar a su ayuda, estaba decidido, además le parecía que esa ayuda no era más cuestionable que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más inofensiva y sincera que esta última.
El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:
—He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere. Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga indefinida. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí decide, con toda probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es inocente, podría confiar en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni mi ayuda ni la de cualquier otro.
Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo también en voz baja, como había hablado el pintor:
—Creo que se contradice.
—¿Por qué? —preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó sonriente.
Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo procedimiento judicial. No obstante, continuó:
—Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al tribunal oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita ayuda alguna ante el tribunal. Ahí se produce una contradicción. Además, antes ha dicho que se puede influir personalmente en los jueces, pero ahora pone en duda que se pueda llegar a la absolución real, como usted la llama, mediante una influencia personal. Ahí se incurre en una segunda contradicción.
—Esas contradicciones son fáciles de aclarar —dijo el pintor—. Aquí está hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y de lo que yo he experimentado personalmente; no debe confundir ambas cosas. En la ley, aunque yo no lo he leído, se establece por una parte que el inocente tiene que ser absuelto, pero por otra parte no se establece que los jueces puedan ser influidos. No obstante, yo he experimentado lo contrario. No he sabido de ninguna absolución real, pero he conocido muchas influencias. Es posible que en los casos que he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es acaso improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el acusado haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre cuando contaba algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre procesos cuando le visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se hablaba de otra cosa, siempre que tuve la oportunidad de ir a los juicios, siempre la aproveché, he presenciado innumerables procesos y he seguido sus distintas fases, tanto como era posible y, lo debo reconocer, no he conocido ninguna absolución real.
—Así pues, ninguna absolución —dijo K como si hablase consigo mismo y con sus esperanzas—. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal. Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir a todo el tribunal.
—No debe generalizar —dijo el pintor insatisfecho—, sólo he hablado de mis experiencias.