El proceso (15 page)

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Authors: Franz Kafka

BOOK: El proceso
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Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces —y la actitud de K, por desgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría—, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único que quedaba. A estos ataques —sólo eran pequeños ataques, caídas de ánimo, nada más— estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse solo si ya había pedido ayuda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado ya no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ayudar las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo. El proceso había entrado en una fase en la que ya se podía prestar ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo decir que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se podía decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento —ya había emprendido algo en ese sentido—, entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía esperar confiado el desarrollo posterior del proceso.

En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué progresos se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito, pero nunca se terminaba, lo que en la siguiente visita resultaba una gran ventaja, pues precisamente los últimos tiempos, lo que no se podía haber previsto, habían sido desfavorables para entregarlo. Si K algunas veces, agotado por el discurso, añadía que, teniendo en cuenta todas las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento, se le replicaba que no iba nada lento, pero que ya habrían avanzado mucho más si K se hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno. Por desgracia, había descuidado esa medida y un descuido así traería más desventajas, y no sólo temporales.

La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de Leni, que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en presencia de K. Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar cómo el abogado se servía y sorbía inclinado el té, con una suerte de avaricia, y dejaba que K cogiese su mano en secreto. Reinaba un completo silencio. El abogado bebía, K estrechaba la mano de Leni y Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente el cabello de K.

—¿Aún estás aquí? —preguntaba el abogado, después de haber terminado de beber.

—Quería llevarme el servicio —decía Leni, se producía un último apretón de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a K con nuevas energías.

¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no lo sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba en buenas manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese verdad, aunque estaba claro que siempre quería permanecer en un primer plano y que muy probablemente jamás había llevado un proceso tan grande como, según su opinión, era el de K. Lo más sospechoso, sin embargo, eran las supuestas relaciones con los funcionarios, de las que no dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso debían ser empleados sólo en beneficio de K? El abogado jamás se olvidaba de indicar que siempre se trataba funcionarios inferiores, es decir de funcionarios en puestos muy dependientes, y cuyo ascenso podría verse influido por ciertos cambios en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al abogado para conseguir cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios al acusado? Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero seguro que habían procesos en los que podían conseguir ventajas a través del abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre. Si era así, ¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual, como aclaraba el abogado, era un proceso muy difícil e importante y había llamado la atención en los tribunales desde el principio? No era muy difícil sospechar lo que harían. Se podían descubrir algunas señales de esto en el mero hecho de que ni siquiera se había entregado el primer escrito, a pesar de que el proceso ya duraba meses y según las indicaciones del abogado se encontraba en los inicios, lo que, naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y mantenerlo desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación, concluida en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.

Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta. Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana invernal, cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento le parecía irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio hacia el proceso había desaparecido. Si hubiera estado solo en el mundo, habría podido desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba seguro que en ese caso no habría habido proceso. Pero el tío le había llevado al abogado, había intereses familiares que contaban. Su posición no era por completo independiente del curso del proceso, él mismo había mencionado imprudentemente el asunto, con una inexplicable satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a través de fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no tenía la elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él de lleno y tenía que defenderse. Si estaba cansado, peor para él.

Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una posición elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía que emplear estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito, en el proceso y no había duda de que todo saldría bien. Ante todo, si quería lograr algo, era necesario rechazar de antemano cualquier pensamiento sobre una posible culpabilidad. No había culpa alguna. El proceso no era otra cosa que un gran negocio, como él mismo los había cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un negocio en el cual, como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin embargo, se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento del beneficio propio. Considerado desde esta perspectiva, también era inevitable privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si fuera posible. Según lo que le había contado, sería algo inusitado e, incluso, insultante, pero K no podía tolerar que sus esfuerzos en el proceso tropezasen con impedimentos que podían provenir de su propio abogado. Una vez que hubiera prescindido del abogado, tendría que presentar el escrito de inmediato e insistir todos los días para que lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería suficiente que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara su sombrero bajo el banco. Él mismo, las mujeres o algún mensajero tendrían que perseguir a los funcionarios para obligarlos a sentarse en la mesa, en vez de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así presionarlos para estudiar el escrito de K. No había que cejar en estos esfuerzos, todo tenía que ser organizado y vigilado, la justicia tenía que toparse, por fin, con un acusado que sabía hacer valer sus derechos.

Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo. Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito.

Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos. El escrito judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad mental en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo —ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el subdirector—, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora. Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que ya esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al primero.

Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido a orden y comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y, aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.

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