El proceso (6 page)

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Authors: Franz Kafka

BOOK: El proceso
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K avanzó lentamente por la calle, como si tuviera tiempo o como si el juez de instrucción le estuviera viendo desde una ventana y supiera que K iba a comparecer. Pasaban pocos minutos de las nueve. La casa quedaba bastante lejos, era extraordinariamente ancha, sobre todo la puerta de entrada era muy elevada y amplia. Aparentemente estaba destinada a la carga y descarga de mercancías de los distintos almacenes que rodeaban el patio y que ahora permanecían cerrados. En las puertas de los almacenes se podían ver los letreros de las empresas. K conocía a alguna de ellas por su trabajo en el banco. Aunque no era su costumbre, permaneció un rato en la entrada del patio dedicándose a observar detenidamente todos los pormenores. Cerca de él estaba sentado un hombre descalzo que leía el periódico. Dos muchachos se columpiaban en un carro. Una niña débil, con la camisa del pijama, estaba al lado de una bomba de agua y miraba hacia K mientras el agua caía en su jarra. En una de las esquinas del patio estaban tendiendo un cordel entre dos ventanas, del que colgaba la ropa para secarse. Un hombre permanecía debajo y dirigía la operación con algunos gritos.

K se volvió hacia la escalera para dirigirse al juzgado de instrucción, pero se quedó parado, ya que aparte de esa escalera veía en el patio otras tres entradas con sus respectivas escaleras y, además, un pequeño corredor al final del patio parecía conducir a un segundo patio. Se enojó porque nadie le había indicado con precisión la situación de la sala del juzgado. Le habían tratado con una extraña desidia o indiferencia, era su intención dejarlo muy claro. Finalmente decidió subir por la primera escalera y, mientras lo hacía, jugó en su pensamiento con el recuerdo de la máxima pronunciada por el vigilante Willem, que el tribunal se ve atraído por la culpa, de lo que se podía deducir que la sala del juzgado tenía que encontrarse en la escalera que K había elegido casualmente.

Al subir le molestaron los numerosos niños que jugaban en la escalera y que, cuando pasaba entre ellos, le dirigían miradas malignas. «Si tengo que venir otra vez se dijo, tendré que traer caramelos para ganármelos o el bastón para golpearlos». Cuando le quedaba poco para llegar al primer piso, se vio obligado a esperar un rato, hasta que una pelota llegase, finalmente, a su destino; dos niños, con rostros espabilados de granujas adultos, le sujetaron por las perneras de los pantalones. Si hubiera querido desasirse de ellos, les tendría que haber hecho daño y él temía el griterío que podían formar.

La verdadera búsqueda comenzó en el primer piso. Como no podía preguntar sobre la comisión investigadora, se inventó a un carpintero apellidado Lanz el nombre se le ocurrió porque el capitán, sobrino de la señora Grubach, se apellidaba así, y quería preguntar en todas las viviendas si allí vivía el carpintero Lanz, así tendría la oportunidad de ver las distintas habitaciones. Pero resultó que la mayoría de las veces era superfluo, pues casi todas las puertas estaban abiertas y los niños salían y entraban. Por regla general eran habitaciones con una sola ventana, en las que también se cocinaba. Algunas mujeres sostenían niños de pecho en uno de sus brazos y trabajaban en el fogón con el brazo libre. Muchachas adolescentes, aparentemente vestidas sólo con un delantal, iban de un lado a otro con gran diligencia. En todas las habitaciones las camas permanecían ocupadas, yacían enfermos, personas durmiendo o estirándose. K llamó a las puertas que estaban cerradas y preguntó si allí vivía un carpintero apellidado Lanz. La mayoría de las veces abrían mujeres, escuchaban la pregunta y luego se dirigían a alguien en el interior de la habitación que se incorporaba en la cama.

—El señor pregunta si aquí vive un carpintero, un tal Lanz.

—¿Carpintero Lanz? —preguntaban desde la cama.

—Sí —decía K, a pesar de que allí indudablemente no se encontraba la comisión investigadora y que, por consiguiente, su misión había terminado.

Muchos creyeron que K tenía mucho interés en encontrar al carpintero Lanz, intentaron recordar, nombraron a un carpintero que no se llamaba Lanz u otro apellido que remotamente poseía cierta similitud, o preguntaron al vecino, incluso acompañaron a K hasta una puerta alejada, donde, según su opinión, posiblemente vivía un hombre con ese apellido como subinquilino, o donde había alguien que podía dar una mejor información. Finalmente, ya no fue necesario que siguiese preguntando, fue conducido de esa manera por todos los pisos. Lamentó su plan, que al principio le había parecido tan práctico. Antes de llegar al quinto piso, decidió renunciar a la búsqueda, se despidió de un joven y amable trabajador que quería conducirle hacia arriba, y bajó las escaleras. Entonces se enojó otra vez por la inutilidad de toda la empresa. Así que volvió a subir y tocó a la primera puerta del quinto piso. Lo primero que vio en la pequeña habitación fue un gran reloj de pared, que ya señalaba las diez.

—¿Vive aquí el carpintero Lanz? —preguntó.

—Pase, por favor —dijo una mujer joven con ojos negros y luminosos, que lavaba en ese preciso momento ropa de niño en un cubo, señalando hacia la puerta abierta que daba a una habitación contigua.

K creyó entrar en una asamblea. Una aglomeración de la gente más dispar —nadie prestó atención al que entraba— llenaba una habitación de mediano tamaño con dos ventanas, que estaba rodeada, casi a la altura del techo, por una galería que también estaba completamente ocupada y donde las personas sólo podían permanecer inclinadas, con la cabeza y la espalda tocando el techo. K, para quien el aire resultaba demasiado sofocante, volvió a salir y dijo a la mujer, que probablemente le había entendido mal:

—He preguntado por un carpintero, por un tal Lanz.

—Sí —dijo la mujer, pase usted, por favor.

La mujer se adelantó y cogió el picaporte: sólo por eso la siguió; a continuación dijo:

—Después de que entre usted tengo que cerrar, nadie más puede entrar.

—Muy razonable —dijo K, pero ya está demasiado lleno.

No obstante, volvió a entrar.

Acababa de pasar entre dos hombres, que conversaban junto a la puerta uno de ellos hacía un ademán con las manos extendidas hacia adelante como si estuviera contando dinero, el otro le miraba fijamente a los ojos, cuando una mano agarró a K por el codo. Era un joven pequeño y de mejillas coloradas.

—Venga, venga usted —le dijo.

K se dejó guiar. Entre la multitud había un estrecho pasillo libre que la dividía en dos partes, probablemente en dos facciones distintas. Esta impresión se veía fortalecida por el hecho de que K, en las primeras hileras, apenas veía algún rostro, ni a la derecha ni a la izquierda, que se volviera hacia él, sólo veía las espaldas de personas que dirigían exclusivamente sus gestos y palabras a los de su propio partido. La mayoría de los presentes vestía de negro, con viejas y largas chaquetas sueltas, de las que se usaban en días de fiesta. Esa forma de vestir confundió a K, que, si no, hubiera tomado todo por una asamblea política
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del distrito.

En el extremo de la sala al que K fue conducido, había una pequeña mesa, en sentido transversal, sobre una tarima muy baja, también llena de gente, y, detrás de ella, cerca del borde de la tarima, estaba sentado un hombre pequeño, gordo y jadeante, que, en ese preciso momento, conversaba entre grandes risas con otro —que había apoyado el codo en el respaldo de la silla y cruzado las piernas—, situado a sus espaldas. A veces hacía un ademán con la mano en el aire, como si estuviera imitando a alguien. Al joven que condujo a K le costó transmitir su mensaje. Dos veces se había puesto de puntillas y había intentado llamar la atención, pero ninguno de los de arriba se fijó en él. Sólo cuando uno de los de la tarima reparó en el joven y anunció su presencia, el hombre gordo se volvió hacia él y escuchó inclinado su informe, transmitido en voz baja. A continuación, sacó su reloj y miró rápidamente a K.

—Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos —dijo.

K quiso responder algo, pero no tuvo tiempo, pues apenas había terminado de hablar el hombre, cuando se elevó un murmullo general en la parte derecha de la sala.

—Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos —repitió el hombre en voz más alta y paseó rápidamente su mirada por la sala. El rumor se hizo más fuerte y, como el hombre no volvió a decir nada, se apagó paulatinamente. En la sala había ahora menos ruido que cuando K había entrado. Sólo los de la galería no cesaban en sus observaciones. Por lo que se podía distinguir entre la oscuridad y el polvo, parecían vestir peor que los de abajo. Algunos habían traído cojines, que habían colocado entre la cabeza y el techo para no herirse.

K había decidido no hablar mucho y observar, por eso renunció a defenderse de los reproches de impuntualidad y se limitó a decir:

—Es posible que haya llegado tarde, pero ya estoy aquí.

A sus palabras siguió una ovación en la parte derecha de la sala.

«Gente fácil de ganar» pensó K, al que sólo le inquietó el silencio en la parte izquierda, precisamente a sus espaldas, y de la que sólo había surgido algún aplauso aislado. Pensó qué podría decir para ganárselos a todos de una vez o, si eso no fuera posible, para ganarse a los otros al menos temporalmente.

—Sí —dijo el hombre—, pero yo ya no estoy obligado a interrogarle —el rumor se elevó, pero esta vez era equívoco, pues el hombre continuó después de hacer un ademán negativo con la mano—, aunque hoy lo haré como una excepción. No obstante, un retraso como éste no debe volver a repetirse. Y ahora, ¡adelántese!

Alguien bajó de la tarima, por lo que quedó un sitio libre que K ocupó. Estaba presionado contra la mesa, la multitud detrás de él era tan grande que tenía que ofrecer resistencia para no tirar de la tarima la mesa del juez instructor o, incluso, al mismo juez.

El juez instructor, sin embargo, no se preocupaba por eso, estaba sentado muy cómodo en su silla y, después de haberle dicho una última palabra al hombre que permanecía detrás de él, cogió un libro de notas, el único objeto que había sobre la mesa. Parecía un cuaderno colegial, era viejo y estaba deformado por el uso.

—Bien —dijo el juez instructor, hojeó el libro y se dirigió a K con un tono verificativo:

—¿Usted es pintor de brocha gorda?

—No —dijo K—, soy el primer gerente de un gran banco.

Esta respuesta despertó risas tan sinceras en la parte derecha de la sala que K también tuvo que reír. La gente apoyaba las manos en las rodillas y se agitaba tanto que parecía presa de un grave ataque de tos. También rieron algunos de la galería. El juez instructor, profundamente enojado, como probablemente era impotente frente a los de abajo, intentó resarcirse con los de la galería. Se levantó de un salto, amenazó a la galería, y sus cejas se elevaron espesas y negras sobre sus ojos.

La parte de la izquierda aún permanecía en silencio, los espectadores estaban en hileras, con los rostros dirigidos a la tarima y, mientras los del partido contrario formaban gran estruendo, escuchaban con tranquilidad las palabras que se intercambiaban arriba, incluso toleraban que en un momento u otro algunos de su facción se sumaran a la otra. La gente del partido de la izquierda, que, por lo demás, era menos numeroso, en el fondo quería ser tan insignificante como el partido de la derecha, pero la tranquilidad de su comportamiento les hacía parecer más importantes. Cuando K comenzó a hablar, estaba convencido de que hablaba en su sentido.

—Su pregunta, señor juez instructor, de si soy pintor de brocha gorda —aunque en realidad no se trataba de una pregunta, sino de una apera afirmación—, es significativa para todo el procedimiento que se ha abierto contra mí. Puede objetar que no se trata de ningún procedimiento, tiene razón, pues sólo se trata de un procedimiento si yo lo reconozco como tal. Por el momento así lo hago, en cierto modo por compasión. Aquí no se puede comparecer sino con esa actitud compasiva, si uno quiere ser tomado en consideración. No digo que sea un procedimiento caótico, pero le ofrezco esta designación para que tome conciencia de su situación.

K interrumpió su discurso y miró hacia la sala. Lo que acababa de decir era duro, más de lo que había previsto, pero era la verdad. Se había ganado alguna ovación, pero todo permaneció en silencio, probablemente se esperaba con tensión la continuación, tal vez en el silencio se preparaba una irrupción que pondría fin a todo. Resultó molesto que en ese momento se abriera la puerta. La joven lavandera, que probablemente había concluido su trabajo, entró en la sala y a pesar de toda su precaución, atrajo algunas miradas. Sólo el juez de instrucción le procuró a K una alegría inmediata, pues parecía haber quedado afectado por sus palabras. Hasta ese momento había escuchado de pie, pues el discurso de K le había sorprendido mientras se dirigía a la galería. Ahora que había una pausa, se volvió a sentar, aunque lentamente, como si no quisiera que nadie lo advirtiera. Probablemente para calmarse volvió a tomar el libro de notas.

—No le ayudará nada —continuó K—, también su cuadernillo confirma lo que le he dicho.

Satisfecho al oír sólo sus sosegadas palabras en la asamblea, K osó arrebatar, sin consideración alguna, el cuaderno al juez de instrucción. Lo cogió con las puntas de los dedos por una de las hojas del medio, como si le diera asco, de tal modo que las hojas laterales, llenas de manchas amarillentas, escritas apretadamente por ambas caras, colgaban hacia abajo.

—Éstas son las actas del juez instructor —dijo, y dejó caer el cuaderno sobre la mesa. Siga leyendo en él, señor juez instructor, de ese libro de cuentas no temo nada, aunque no esté a mi alcance, ya que sólo puedo tocarlo con la punta de dos dedos.

Sólo pudo ser un signo de profunda humillación, o así se podía interpretar, que el juez instructor cogiera el cuaderno tal y como había caído sobre la mesa, lo intentara poner en orden y se propusiera leer en él de nuevo.

Los rostros de las personas en la primera hilera estaban dirigidos a K con tal tensión que él los contempló un rato desde arriba. Eran hombres mayores, algunos con barba blanca. Es posible que ésos fueran los más influyentes en la asamblea, la cual, a pesar de la humillación del juez instructor, no salió de la pasividad en la que había quedado sumida desde que K había comenzado a hablar.

—Lo que me ha ocurrido —continuó K con voz algo más baja que antes, buscando los rostros de la primera fila, lo que dio a su discurso un aire de inquietud—, lo que me ha ocurrido es un asunto particular y, como tal, no muy importante, pues no lo considero grave, pero es significativo de un procedimiento que se incoa contra otros muchos. Aquí estoy en representación de ellos y no sólo de mí mismo.

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