El proceso (8 page)

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Authors: Franz Kafka

BOOK: El proceso
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K sonrió y acarició ligeramente su mano.

—En realidad —dijo—, no pretendo realizar ninguna mejora, como usted se ha expresado, y si usted se lo dijera al juez instructor, se reiría de usted o la castigaría. Jamás me hubiera injerido voluntariamente en este asunto y las necesidades de mejora de esta justicia no me habrían quitado el sueño. Pero me he visto obligado a intervenir al ser detenido —pues ahora estoy realmente detenido—, y sólo en mi defensa. Pero si al mismo tiempo puedo serle útil de alguna manera, estaré encantado, y no sólo por altruismo, sino porque usted también me puede ayudar a mí.

—¿Cómo podría?—preguntó la mujer.

—Por ejemplo, mostrándome los libros que hay sobre la mesa.

—Pues claro —exclamó la mujer, y lo acompañó hasta donde se encontraban.

Se trataba de libros viejos y usados; la cubierta de uno de ellos estaba rota por la mitad, sólo se mantenía gracias a unas tiras de papel celo.

—Qué sucio está todo esto —dijo K moviendo la cabeza, y la mujer limpió el polvo con su delantal antes de que K cogiera los libros.

K abrió el primero y apareció una imagen indecorosa: un hombre y una mujer sentados desnudos en un canapé; la intención obscena del dibujante era clara, no obstante, su falta de habilidad había sido tan notoria que sólo se veía a un hombre y a una mujer, cuyos cuerpos destacaban demasiado, sentados con excesiva rigidez y, debido a una perspectiva errónea, apenas distinguibles en su actitud. K no siguió hojeando, sino que abrió la tapa del segundo volumen: era una novela con el título:
Las vejaciones que Grete tuvo que sufrir de su marido Hans
.

—Éstos son los códigos que aquí se estudian —dijo K—. Los hombres que leen estos libros son los que me van a juzgar.

—Le ayudaré —dijo la mujer—. ¿Quiere?

—¿Puede realmente hacerlo sin ponerse en peligro? Usted ha dicho que su esposo depende mucho de sus superiores.

—A pesar de todo quiero ayudarle —dijo ella—. Venga, hablaremos del asunto. Sobre el peligro que podría correr, no diga una palabra más. Sólo temo al peligro donde quiero temerlo. Venga conmigo —y señaló la tarima, haciendo un gesto para que se sentara allí con ella.

—Tiene unos ojos negros muy bonitos —dijo ella después de sentarse y contemplar el rostro de K—. Me han dicho que yo también tengo ojos bonitos, pero los suyos lo son mucho más. Me llamaron la atención la primera vez que le vi. Fueron el motivo por el que entré en la asamblea, lo que no hago nunca, ya que, en cierta medida, me está prohibido.

«Así que es eso —pensó K—, se está ofreciendo, está corrupta como todo a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus ojos».

K se levantó en silencio, como si hubiera pensado en voz alta y le hubiese aclarado así a la mujer su comportamiento.

—No creo que pueda ayudarme —dijo él—. Para poder hacerlo realmente, debería tener relaciones con funcionarios superiores. Pero usted sólo conoce con seguridad a los empleados inferiores que pululan aquí entre la multitud. A éstos los conoce muy bien, y podrían hacer algo por usted, eso no lo dudo, pero lo máximo que podrían conseguir carecería de importancia para el definitivo desenlace del proceso y usted habría perdido el favor de varios amigos. No quiero que ocurra eso. Mantenga la relación con esa gente, me parece, además, que le resulta algo indispensable. No lo digo sin lamentarlo, pues, para corresponder a su cumplido, le diré que usted también me gusta, especialmente cuando me mira con esa tristeza, para la que, por lo demás, no tiene ningún motivo. Usted pertenece a la sociedad que yo combato, pero se siente bien en ella, incluso ama al estudiante o, si no lo ama, al menos lo prefiere a su esposo. Eso se podría deducir fácilmente de sus palabras.

—¡No! —exclamó ella, permaneciendo sentada y cogiendo la mano de K, quien no pudo retirarla a tiempo—. No puede irse ahora, no puede irse con una opinión tan falsa sobre mí. ¿Sería capaz de irse ahora? ¿Soy tan poco valiosa para usted que no me quiere hacer el favor de permanecer aquí un rato?

—No me interprete mal —dijo K, y se volvió a sentar—, si es tan importante para usted que me quede, lo haré encantado, tengo tiempo, pues vine con la esperanza de que hoy se celebrase una reunión. Con lo que le he dicho anteriormente, sólo quería pedirle que no emprendiese nada en mi proceso. Pero eso no la debe enojar, sobre todo si piensa que a mí no me importa nada el desenlace del proceso y que, en caso de que me condenaran, sólo podría reírme. Eso suponiendo que realmente se llegue al final del proceso, lo que dudo mucho. Más bien creo que el procedimiento, ya sea por pura desidia u olvido, o tal vez por miedo de los funcionarios, ya se ha interrumpido o se interrumpirá en poco tiempo. No obstante, también es posible que hagan continuar un proceso aparente con la esperanza de lograr un buen soborno, pero será en vano, como muy bien puedo afirmar hoy, ya que no sobornaré a nadie. Siempre sería una amabilidad de su parte comunicarle al juez instructor, o a cualquier otro que le guste propagar buenas noticias, que nunca lograrán, ni siquiera empleando trucos, en lo que son muy duchos, que los soborne. No tendrán la menor perspectiva de éxito, se lo puede decir abiertamente. Por lo demás, es muy posible que ya lo hayan advertido, pero en el caso contrario, tampoco me importa mucho que se enteren ahora. Así los señores podrían ahorrarse el trabajo, y yo algunas incomodidades, las cuales, sin embargo, soportaré encantado, si al mismo tiempo suponen una molestia para los demás. ¿Conoce usted al juez instructor?

—Claro —dijo la mujer—, en él pensé al principio, cuando ofrecí mi ayuda. No sabía que era un funcionario inferior, pero como usted lo dice, será cierto. Sin embargo, pienso que el informe que él proporciona a los escalafones superiores posee alguna influencia. Y él escribe tantos informes. Usted dice que los funcionarios son vagos, no todos, especialmente este juez instructor no lo es, él escribe mucho. El domingo pasado, por ejemplo, la sesión duró hasta la noche. Todos se fueron, pero el juez instructor permaneció en la sala; tuve que llevarle una lámpara, una pequeña lámpara de cocina, pues no tenía otra, no obstante, se conformó y comenzó a escribir en seguida. Mientras, mi esposo, que precisamente había tenido libre ese domingo, ya había llegado, así que volvimos a traer los muebles, arreglamos nuestra habitación, vinieron algunos vecinos, conversamos a la luz de una vela, en suma, nos olvidamos del juez instructor y nos fuimos a dormir. De repente me desperté, debía de ser muy tarde, al lado de la cama estaba el juez instructor, tapando la lámpara para que no deslumbrase a mi esposo. Era una precaución innecesaria, mi esposo duerme tan profundamente que no le despierta ninguna luz. Casi grité del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una señal para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me había encontrado dormida. Con esto sólo quiero decirle que el juez instructor escribe muchos informes, especialmente sobre usted, pues su declaración fue, con toda seguridad, el asunto principal de la sesión dominical. Esos informes tan largos no pueden carecer completamente de valor. Además, por el incidente que le he contado, puede deducir que el juez instructor se interesa por mí y que, precisamente ahora, cuando se ha fijado en mí, podría tener mucha influencia sobre él. Además, tengo aún más pruebas de que se interesa por mí. Ayer, a través del estudiante, que es su colaborador y con el que tiene mucha confianza, me regaló unas medias de seda, al parecer como motivación para que limpie y arregle la sala de sesiones, pero eso es un pretexto, pues ese trabajo es mi deber y por eso le pagan a mi esposo. Son medias muy bonitas, mire —ella extendió las piernas, se levantó la falda hasta las rodillas y también miró las medias—. Son muy bonitas, pero demasiado finas, no son apropiadas para mí.

De repente paró de hablar, puso su mano sobre la de K, como si quisiera tranquilizarle y musitó:

—¡Silencio, Bertold nos está mirando!

K levantó lentamente la mirada. En la puerta de la sala de sesiones había un hombre joven: era pequeño, tenía las piernas algo arqueadas y llevaba una barba rojiza y rala. K lo observó con curiosidad, era el primer estudiante de esa extraña ciencia del Derecho desconocida con el que se encontraba, un hombre que, probablemente, llegaría a ser un funcionario superior. El estudiante, sin embargo, no se preocupaba en absoluto de K, se limitó a hacer una seña a la mujer llevándose un dedo a la barba y, a continuación, se fue hacia la ventana. La mujer se inclinó hacia K y susurró:

—No se enoje conmigo, se lo suplico, tampoco piense mal de mí, ahora tengo que irme con él, con ese hombre horrible, sólo tiene que mirar esas piernas torcidas. Pero volveré en seguida y, si quiere, entonces me iré con usted, a donde usted quiera. Puede hacer conmigo lo que desee, estaré feliz si puedo abandonar este sitio el mayor tiempo posible, aunque lo mejor sería para siempre.

Acarició la mano de K, se levantó y corrió hacia la ventana. Involuntariamente, K trató de coger su mano en el vacío. La mujer le había seducido y, después de reflexionar un rato, no encontró ningún motivo sólido para no ceder a la seducción. La efímera objeción de que la mujer lo podía estar capturando para el tribunal, la rechazó sin esfuerzo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Acaso no permanecía él tan libre que podía destruir, al menos en lo que a él concernía, todo el tribunal? ¿No podía mostrar algo de confianza? Y su solicitud de ayuda parecía sincera y posiblemente valiosa. Además, no podía haber una venganza mejor contra el juez instructor y su séquito que quitarle esa mujer y hacerla suya. Podría ocurrir que un día el juez instructor, después de haber trabajado con esfuerzo en los informes mendaces sobre K, encontrase por la noche la cama vacía de la mujer. Y vacía porque ella pertenecía a K, porque esa mujer de la ventana, ese cuerpo voluptuoso, flexible y cálido, cubierto con un vestido oscuro de tela basta, sólo le pertenecía a él.

Después de haber ahuyentado de esa manera las dudas contra la mujer, la conversación en voz baja que sostenían en la ventana le pareció demasiado larga, así que golpeó con un nudillo la tarima y, luego, con el puño. El estudiante miró un instante hacia K sobre el hombro de la mujer, pero no se dejó interrumpir, incluso se apretó más contra ella y la rodeó con los brazos. Ella inclinó la cabeza, como si le escuchara atentamente, el estudiante la besó ruidosamente en el cuello, sin detener, aparentemente, la conversación. K vio confirmada la tiranía que el estudiante, según las palabras de la mujer, ejercía sobre ella, se levantó y anduvo de un lado a otro de la habitación. Pensó, sin dejar de lanzar miradas de soslayo al estudiante, cómo podría arrebatársela lo más rápido posible, y por eso no le vino nada mal cuando el estudiante, irritado por los paseos de K, que a ratos derivaban en un pataleo, se dirigió a él:

—Si está tan impaciente, puede irse. Se podría haber ido mucho antes, nadie le hubiera echado de menos. Sí, tal vez debiera haberse ido cuando yo entré y, además, a toda prisa.

En esa advertencia se ponía de manifiesto la cólera que dominaba al estudiante, pero sobre todo salía a la luz la arrogancia del futuro funcionario judicial que hablaba con un acusado por el que no sentía ninguna simpatía. K se detuvo muy cerca de él y dijo sonriendo:

—Estoy impaciente, eso es cierto, pero esa impaciencia desaparecerá en cuanto nos deje en paz. No obstante, si usted ha venido a estudiar —he oído que es estudiante—, estaré encantado de dejarle el espacio suficiente y me iré con la mujer. Por lo demás, tendrá que estudiar mucho para llegar a juez. No conozco muy bien este tipo de justicia, pero creo que con esos malos discursos que usted pronuncia con tanto descaro aún no alcanza el nivel exigido.

—No deberían haber dejado que se moviese con tanta libertad —dijo como si quisiera dar una explicación a la mujer sobre las palabras insultantes de K—. Ha sido un error. Se lo he dicho al juez instructor. Al menos se le debería haber confinado en su habitación durante el interrogatorio. El juez instructor es, a veces, incomprensible
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.

—Palabras inútiles —dijo K, y extendió su mano hacia la mujer—. Venga usted.

—¡Ah, ya! —dijo el estudiante—, no, no, usted no se la queda —y con una fuerza insospechada levantó a la mujer con un brazo y corrió inclinado, mirándola tiernamente, hacia la puerta.

No se podía ignorar que en esa acción había intervenido cierto miedo hacia K, no obstante osó irritar más a K al acariciar y estrechar con su mano libre el brazo de la mujer. K corrió unos metros a su lado, presto a echarse sobre él y, si fuera necesario, a estrangularlo, pero la mujer dijo:

—Déjelo, no logrará nada, el juez instructor hará que me recojan, no puedo ir con usted, este pequeño espantajo —y pasó la mano por el rostro del estudiante, —este pequeño espantajo no me deja.

—¡Y usted no quiere que la liberen! —gritó K, y puso la mano sobre el hombro del estudiante, que intentó morderla.

—No —gritó la mujer, y rechazó a K con ambas manos—, no, ¿en qué piensa usted? Eso sería mi perdición. ¡Déjele! ¡Por favor, déjele! Lo único que hace es cumplir las órdenes del juez instructor, me lleva con él.

—Entonces que corra todo lo que quiera. A usted no la quiero volver a ver más —dijo K furioso ante la decepción y le dio al estudiante un golpe en la espalda; el estudiante tropezó, pero, contento por no haberse caído, corrió aún más ligero con su carga. K le siguió cada vez con mayor lentitud, era la primera derrota que sufría ante esa gente. Era evidente que no suponía ningún motivo para asustarse, sufrió la derrota simplemente porque él fue quien buscó la lucha. Si permaneciera en casa y llevara su vida habitual, sería mil veces superior a esa gente y podría apartar de su camino con una patada a cualquiera de ellos. Y se imaginó la escena tan ridícula que se produciría, si ese patético estudiante, ese niño engreído, ese barbudo de piernas torcidas, se arrodillara ante la cama de Elsa y le suplicara gracia con las manos entrelazadas. A K le gustó tanto esta idea que decidió, si se presentaba la oportunidad, llevar al estudiante a casa de Elsa.

K llegó hasta la puerta sólo por curiosidad, quería ver adónde se llevaba a la mujer; no creía que el estudiante se la llevara así, en vilo, por la calle. Comprobó que el camino era mucho más corto. Justo frente a la puerta de la vivienda había una estrecha escalera de madera que probablemente conducía al desván, pero como hacía un giro no se podía ver dónde terminaba. El estudiante se llevó a la mujer por esa escalera; ya estaba muy cansado y jadeaba, pues había quedado debilitado por la carrera. La mujer se despidió de K con la mano y alzó los hombros para mostrarle que el secuestro no era culpa suya, pero el gesto no resultaba muy convincente. K la miró inexpresivo, como a una extraña, no quería traicionar ni que estaba decepcionado ni que podía superar fácilmente la decepción.

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