El profesor (20 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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—Bueno, eso es poco corriente, Nancy.

—Además, le veo a usted dar clase.

—Ah.

—Y me pregunto por qué es usted tan estirado. Sabe inglés, de modo que debería estar a gusto. Todos los chicos dicen que si supieran inglés estarían muy a gusto. A veces usted no es estirado, y eso a los chicos les gusta. Les gusta cuando cuenta historias y canta. Cuando yo me siento estirada canto
Bailando en la oscuridad.
Debería aprendérsela usted, señor McCourt, y cantársela a la clase. No tiene mala voz.

—Yo estoy aquí para enseñar lengua inglesa, Nancy. No soy cantante ni bailarín.

—¿Podría decirme cómo puedo llegar a ser una profesora de Lengua Inglesa que no sea estirada?

—Pero ¿qué dirán tus padres?

—Ya me toman por loca, y lamentan haberme traído de China, donde no hay Fred Astaire. Dicen que ya ni siquiera soy china.

Dicen que de qué sirve haberse venido de China sólo para ser profesora y escuchar a Fred Astaire. Podría haber sido profesora allá. Mis padres dicen que aquí se viene a hacer dinero. Señor McCourt, ¿me dirá usted cómo hacerme profesora de Lengua Inglesa?

—Te lo diré, Nancy.

—Gracias, señor McCourt. ¿Le importa que haga preguntas en clase?

En clase dice:

—Cuando usted llegó a Estados Unidos, tenía suerte porque ya sabía inglés. ¿Cómo se sintió cuando llegó a Estados Unidos?

—Confuso. ¿Sabéis lo que significa
confuso?

La palabra corre por el aula. Se la explican unos a otros en sus propias lenguas y asienten con la cabeza, sí, sí. Les sorprende que el hombre que está allí delante, el profesor, estuviera una vez confuso como ellos, y eso que sabía inglés y todo. Así que tenemos algo en común: la confusión.

Les digo que cuando llegué a Nueva York tuve dificultades con la lengua y con los nombres las cosas. Tuve que aprender los nombres de las cosas de comer:
sauerkraut, cole slaw, hot dog, bagel mit a schmeer.

Después les cuento mi primera experiencia en la enseñanza, que no tuvo nada que ver con los institutos. Años antes de hacerme profesor, trabajaba en un hotel. Jorge
el Grande,
cocinero puertorriqueño, me dijo que cinco pinches de la cocina querían aprender inglés y estaban dispuestos a pagarme cincuenta centavos cada uno a cambio de que yo les enseñara palabras una vez por semana, durante la hora del almuerzo. Dos dólares y cincuenta centavos la hora. Al final del mes tendría doce dólares y cincuenta centavos, la mayor suma de dinero que habría ganado de una sola vez en toda mi vida. Querían saber los nombres de las cosas de la cocina, porque ¿cómo vas a progresar en el mundo si no sabes los nombres de las cosas en inglés? Ellos me enseñaban cosas y yo decía cómo se llamaban y escribía los nombres en hojas. Se rieron y sacudieron la cabeza cuando no fui capaz de decir el nombre de esa cosa plana con mango, una espátula, la primera que veía en mi vida. Jorge
el Grande
se rió haciendo temblar su gran barriga, y dijo a los pinches que eso se llamaba «espáchula».

Me preguntaron cómo era que hablaba inglés si venía de un país extranjero que no era Inglaterra, y tuve que explicarles cómo se conquistó Irlanda, cómo nos avasallaron y nos atormentaron los ingleses hasta que acabamos hablando su lengua. Cuando les hablaba de Irlanda había palabras que ellos no entendían, y yo me pregunté si debía cobrarles un suplemento o si sólo podría cobrarles por las palabras relacionadas con la cocina. No, no podía cobrarles nada después de las caras de tristeza que ponían cuando les hablaba de Irlanda y de cómo decían
sí,
sí sí, me daban palma—ditas en el hombro y me ofrecían bocados de sus bocadillos. Ellos lo entendían, porque también a ellos los habían conquistado, primero los españoles, después los estadounidenses, los habían conquistado tanto que ya no sabían quiénes eran, no sabían si eran negros o blancos o indios o las tres cosas en una, y eso es difícil explicárselo a tus hijos porque ellos quieren ser una cosa, sólo una cosa, no tres, y por eso estaban ellos allí, lavando y fregando cacharros en esa cocina grasienta. Jorge
el Grande
dijo «ésta no es una cocina grasienta, así que ojo con esa boca». Ellos dijeron «vete al infierno», y todos rieron, porque hablar así al puertorriqueño más grande de Nueva York era tal locura que hasta él mismo se rió, y repartió a todos porciones enormes de una tarta que había sobrado del gran almuerzo que habían celebrado arriba las Hijas del Imperio Británico.

Cuatro lecciones y diez dólares más tarde ya no quedaba nada en la cocina para que yo lo nombrara, y entonces Eduardo, que pensaba progresar en el mundo, empezó a hacerme preguntas sobre la comida y la cocina en general. ¿Y
braisé?,
me preguntó. ¿Y
saute?
Sí, y marinar. Yo no había oído nunca esas palabras, y miré a Jorge
el Grande
por si me ayudaba, pero él dijo que no pensaba decir nada a nadie mientras yo estuviera ganando un dineral por ser el gran experto en palabras. Se daba cuenta de que con esas palabras nuevas yo andaba perdido, sobre todo cuando me preguntaron la diferencia entre pasta y
risotto.
Me ofrecí a ir a la biblioteca y consultarlo, pero ellos dijeron que eso podían hacerlo ellos mismos y que para qué me estaban pagando. Yo podía haberles dicho que para consultar algo en la biblioteca primero hay que saber leer el inglés, pero no se me ocurrió. Temía perder aquel nuevo ingreso, dos dólares y cincuenta centavos por semana. Me dijeron que no les había importado aquel desliz con lo de la espátula, me habían pagado igual, pero que no estaban dispuestos a soltar sus buenos dólares a un tipo de un país extranjero que no sabía la diferencia entre pasta y
risotto.
Dos dijeron que, sintiéndolo mucho, lo dejaban, y los otros tres dijeron que aguantarían, con la esperanza de que yo les ayudara con palabras como
braiséy sauté.
Yo intenté disculparme alegando que ésas eran palabras francesas y que tampoco podían esperar que yo supiera otro idioma además del inglés. Uno de los tres me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo que esperaba que no les fallara, pues querían progresar en el mundo de la cocina. Tenían mujeres e hijos y novias que estaban esperando que progresaran en la vida y que trajeran más dinero a casa, de manera que ya podía hacerme cargo de cuántas cosas dependían de mí y de mi conocimiento de las palabras.

Jorge
el Grande
hablaba con dureza para disimular lo blando que era. Cuando los cinco puertorriqueños no estaban en la cocina, él me enseñaba los nombres de verduras y frutas de las que yo nunca había oído hablar: alcachofa, espárrago, mandarina, caqui, colinabo. Me vociferaba los nombres de una manera que me ponía nervioso, pero yo comprendía que quería que los aprendiera. Eso mismo era lo que sentía yo con los puertorriqueños. Quería que ellos aprendieran las palabras, y cuando eran capaces de repetir lo que les había enseñado, casi me olvidaba del dinero. Me hacía sentirme superior, y pensé que así debe de sentirse un profesor.

Luego, los dos que lo habían dejado empezaron a dar problemas en los vestuarios donde nos cambiábamos y lavábamos. Sabían cómo se llamaban las taquillas, pero me preguntaron cómo se llamaba eso en que nos sentábamos (el banco) y esa cosa plana de la taquilla donde se ponían los objetos pequeños (el estante). Fueron muy astutos al sacarme esas palabras de balde. Señalaban el cordel de un zapato y yo les decía que eso se llamaba «nudo», y ellos me sonreían y me decían
gracias, gracias.
Estaban sacando algo de balde, y a mí no me importaba hasta que uno de los tres puertorriqueños que pagaban dijo: «¿Por qué dices esas palabras gratis y nosotros pagamos, ¿eh? ¿Por qué?».

Yo les dije que esas palabras del vestuario no tenían nada que ver con las cocinas y con progresar en el mundo, pero ellos dijeron que les importaba una mierda. Me estaban pagando, y no entendían con qué derecho recibían palabras gratis quienes lo habían dejado. Esto fue lo último que dijeron en inglés aquel día en el vestuario. Los tres se pusieron a gritar a los dos en español, y los dos gritaron a su vez a los tres, y hubo golpes de puertas de taquillas y cinco manos levantadas blandiendo en el aire el dedo medio hasta que entró Jorge
el Grande
hecho una furia y les dio unas voces en español y ellos lo dejaron. Sentí mucho aquella trifulca en el vestuario y quise compensar a los tres que pagaban. Intenté pasarles palabras gratuitas, como alfombra, bombilla, recogedor, escoba, pero me dijeron que ya no les importaba, que podía coger el recogedor y metérmelo por el culo y que ¿de dónde había dicho que era yo?

De Irlanda.

Ah,
sí.
Bueno, pues yo me vuelvo a Puerto Rico. Ya no me gusta el inglés. Es demasiado duro. Me raspa la garganta.

Jorge
el Grande
dijo:

—Eh, irlandés, no es culpa tuya. Eres un profesor la mar de bueno. Veníos todos a la cocina a comer un trozo de tarta de melocotón.

Pero no llegamos a comernos la tarta, porque a Jorge
el Grande
le dio un ataque cardiaco y se cayó sobre un fuego encendido del fogón, y decían que se olía la carne quemada.

Nancy tiene la ilusión de llevar a su madre a ver una película de Fred Astaire, porque su madre no sale nunca y es una mujer muy inteligente. Su madre es capaz de citar poesías chinas, sobre todo las de Li Po.

—¿Ha oído usted hablar de Li Po, señor McCourt?

—No.

Nancy explica a la clase que a su madre le encanta Li Po porque murió de una manera muy hermosa. Una noche de luna clara bebió vino de arroz y salió en su barca por un lago, y lo conmovió tanto la belleza de la luna reflejada en las aguas que se inclinó sobre el borde de la barca para abrazarla, y cayó al lago y se ahogó.

A la madre de Nancy le corrían las lágrimas por las mejillas cuando contaba esto, y su sueño era, si las cosas mejoraban en China, volver y pasear en barca por ese lago. A la propia Nancy le afloraban las lágrimas cuando contaba que su madre decía que si se hacía muy vieja o tenía una enfermedad muy grave, se inclinaría sobre el borde y abrazaría la luna como había hecho su amado Li Po.

Cuando suena el timbre, no se levantan de sus asientos de un brinco. No salen deprisa y corriendo. Recogen sus cosas y van saliendo en silencio, y yo estoy seguro de que tienen en la cabeza imágenes de la luna y el lago.

En 1968, en el Instituto de Secundaria de Seward Park, me encontré ante el desafío más difícil de toda mi carrera en la enseñanza. Tenía las cinco clases habituales: tres de Lengua Inglesa para Extranjeros, y dos normales de Lengua Inglesa para alumnos de noveno curso. Una de éstas estaba compuesta por veintinueve chicas negras procedentes de una escuela de la parte alta, y dos chicos puertorriqueños que se sentaban en un rincón, a lo suyo, sin decir nunca una palabra. Si abrían la boca, las chicas se revolvían contra ellos: «¿A vosotros quién os ha preguntado nada?». En este grupo se conjuntaban todos los ingredientes de la dificultad: el choque de sexos, el choque generacional, el choque cultural, el choque racial.

Las chicas no le hacían ningún caso al hombre blanco que estaba allí delante intentando ganarse su atención. Tenían cosas de que hablar. Siempre había alguna aventura de la noche anterior. Chicos. Chicos. Chicos. Serena decía que ella no salía con chicos. Salía con hombres. Tenía el pelo rojo y la piel del color de los
tofees.
Era tan delgada que la ropa ajustada le venía suelta. Tenía quince años y era el centro de la clase, la que zanjaba las discusiones, la que tomaba las decisiones. Un día dijo a la clase:

—Yo no quiero ser jefa. ¿Queréis estar conmigo? Vale. Podéis estar conmigo.

Algunas chicas quisieron disputarle el lugar que ocupaba en la clase, intentaron medirse con ella.

—Eh, Serena, ¿cómo es que sales con viejos? No pueden hacer nada.

—Sí que pueden. Siempre pueden ponerme cinco dólares en la mano.

Se me quejaban:

—En esta clase no hacemos ná. Otras clases hacen cosas.

Traje una grabadora. Sin duda les gustaría oírse hablar. Serena tomó el micrófono.

—Anoche detuvieron a mi hermana. Mi hermana es una buenapersona. Lo único que hacía era liberar de la tienda dos chuletas de cerdo. Los blancos siempre se están llevando chuletas de cerdo y de todo pero no los detienen. He visto salir de la tienda a mujeres blancas con bistecs metidos debajo del vestido. Ahora mi hermana está en la cárcel hasta que la lleven a juicio.

Se calló, me miró por primera vez y me devolvió el micrófono.

—No sé por qué le estoy contando esto. No es más que un profesor. No es más que un hombre blanco.

Se volvió y se dirigió a su asiento. Se sentó, muy formalita, con las manos juntas sobre el pupitre. Me había puesto en mi lugar, y toda la clase lo sabía. El aula quedó en silencio por primera vez en lo que iba de curso. Esperaban que yo diera el primer paso, pero me había quedado paralizado, allí de pie con el micrófono en la mano, mientras la cinta corría de un rollo al otro grabando el silencio.

—¿Alguien más? —pregunté.

Me miraban fijamente. ¿Era aquello desprecio?

Se levantó una mano. María, la chica lista y bien vestida, que llevaba un cuaderno limpio y ordenado, tenía una pregunta.

—Oiga, ¿por qué las demás clases hacen salidas y nosotros no vamos a ninguna parte? Nos quedamos aquí, hablando a una grabadora estúpida. ¿Por qué?

—Eso, eso —dijeron los demás—. ¿Por qué?

—Las otras clases van al cine. ¿Por qué no podemos ir nosotros al cine?

Me estaban mirando, me hablaban, reconocían mi existencia, me estaban incluyendo en su mundo. El que hubiera entrado en ese momento en el aula habría dicho: «Ah, aquí hay un profesor que se está comunicando de verdad con su clase. Hay que ver, esas muchachas tan listas, y esos dos chicos, cómo atienden a su profesor. Estas cosas le devuelven a uno la fe en la enseñanza pública».

—Así que... —dije, sintiéndome dueño de la situación—, ¿qué película os gustaría ver?

—Un mes de abstinencia—dijo
María—. Mi hermano la ha visto en Broadway, cerca de Times Square.

—Quia —dijo Serena—. Esa película va de drogas. La abstinencia es lo que te da cuando dejas de tomar drogas. Si no vas a una clínica ni al médico.

María dijo que su hermano no le había dicho nada de que la película tratara de drogas. Serena levantó los ojos al techo.

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