Si no hubiera estado allí Eddie, las peleas habrían sido peores. Él era el que tenía los ojos y los oídos en todas partes, y se olía las riñas por adelantado. Cuando dos hombres se enzarzaban, Eddie metía su gran barriga entre los dos y les decía que se largaran de su muelle de carga con viento fresco y terminaran la pelea en la calle. Cosa que ellos no hacían nunca, pues agradecían de verdad aquel pretexto para evitar el puño y, sobre todo, el gancho. El puño se puede esquivar, pero el gancho nunca lo ves venir. Sin embargo, seguían refunfuñándose y haciéndose gestos obscenos, pero ya no era más que humo, porque había pasado el momento, había terminado el desafío, los demás habíamos vuelto al trabajo, y ¿de qué sirve una pelea si no hay nadie que vea lo matón que eres?
Helena salía de la oficina para ver las peleas, y cuando terminaban susurraba a los ganadores y les invitaba a reunirse con ella en un lugar oscuro del almacén para pasar un buen rato.
Eddie me dijo que algunos de esos canallas asquerosos fingían pelearse para que Helena les hiciera favores, y que si alguna vez me veía en la parte trasera con ella después de una pelea, me lanzaría al río con el culo por delante. Me dijo eso por una vez que tuve una pelea o casi tuve una pelea con el conductor Dominic
el Gordo,
que era peligroso porque se rumoreaba que tenía relaciones con la mafia. Eddie decía que eso eran chorradas. Si tenías verdaderas relaciones con la mafia, no estabas conduciendo y rompiéndote el culo descargando camiones. Los demás creíamos que Dominic debía de conocer a gente que tenía relaciones, o incluso que estaba dentro, así que era buena idea colaborar con él. Pero cómo podías colaborar si te decía con soma: «¿Qué hay, Paddy? ¿No sabes hablar? A lo mejor es que a tu madre se la tiró un tonto, ¿eh?».
Todo el mundo sabe que en los muelles, o en las dársenas, o en cualquier parte, nunca debes consentir que nadie se meta con tu madre. Los niños lo saben desde que aprenden a hablar. Puede que ni siquiera te caiga bien tu madre, pero eso no importa. Pueden decir de ti lo que quieran, pero meterse con tu madre es pasarse de la raya, y si lo permites pierdes todo el respeto. Si necesitas que alguien te ayude con una carga en la dársena o el muelle, te dan la espalda. No existes. Ni siquiera se comerán contigo un bocadillo de embutido de hígado a la hora del almuerzo. Si te paseas por los muelles y los almacenes y ves a hombres que comen solos, sabrás que están hundidos en la mierda, que son hombres que consintieron que se metieran con sus madres o que una vez fueron esquiroles y cruzaron un piquete. A un esquirol se le puede perdonar al cabo de un año, pero no se perdona nunca a un hombre que dejó que se metieran con su madre.
Repliqué a Dominic con un insulto del Ejército.
—Oye, Dominic, con lo gordo seboso que eres, ¿cuándo fue la última vez que te viste la polla, y cómo sabes que la tienes ahí de verdad?
Se volvió y me derribó con el dorso de la mano, y cuando caí a la calzada perdí el control y volví a saltar a la dársena, lanzándole golpes con mi gancho. Él ya tenía aquella sonrisa que significaba «pobre mierdecilla miserable, vas a morir», y cuando le lancé un golpe él me apartó la cara con la palma de la mano y me derribó otra vez a la calzada. La palma de la mano es lo más insultante en una pelea. Un puñetazo es una cosa franca y honorable, es lo que hacen los boxeadores. Pero la palma de la mano en la cara da a entender que no eres digno ni del desprecio, y tú preferirías salir con los ojos morados a hundirte hasta no ser digno ni del desprecio. Los ojos morados se curan, pero lo otro queda allí para siempre.
Después, sumó un insulto al anterior. Cuando me así del borde de la dársena para volver a subirme, me pisó la mano y me escupió en la cabeza, y eso me provocó tal rabia furiosa que levanté el gancho y lo cogí por la parte posterior de la pierna y tiré hasta que le hice gritar:
—¡So mierdecilla! Si me veo sangre en la pierna, date por muerto.
No había señales de sangre. El cuero grueso de sus botas de trabajo lo había protegido del gancho, pero yo estaba dispuesto a seguir lanzándole golpes hasta que Eddie bajó corriendo por los escalones y me apartó.
—Dame ese gancho. Eres un irlandés loco. Si te pones a malas con Dominic, eres una mierda en la calle.
Me dijo que entrara, que me cambiara, que saliera por otra puerta, que me fuera a mi casa, que me largara de allí.
—¿Me van a despedir?
—No, maldita sea. No podemos despedir a todos los que tienen aquí una pelea, pero perderás medio día de jornal, que tendremos que pasarle a Dominic.
—Pero ¿por qué tengo que perder dinero en beneficio de Dominic? Empezó él.
—Dominic nos trae negocio, y tú estás de paso. Cuando tú te hayas licenciado en la universidad, él seguirá trayendo cargas con el camión. Tienes suerte de seguir vivo, chico, de modo que encaja el golpe y vete a tu casa. Piénsatelo.
Cuando salía, volví la vista atrás para ver si estaba allí Helena, y estaba, con esa sonrisita de «ven aquí», pero también estaba Eddie, y comprendí que no tenía ninguna esperanza de irme con ella al sitio oscuro, con esa mirada ceñuda de Eddie.
Algún día, cuando me tocara a mí llevar la carretilla elevadora, me vengaría de Dominic el
Gordo.
Pisaría el pedal y aplastaría al gordo contra una pared y escucharía sus gritos. Ése era mi sueño.
Pero no llegó a suceder, porque las cosas cambiaron entre él y yo un día que entró marcha atrás con su camión y gritó a Eddie desde la cabina:
—Eh, Eddie, ¿a quién tienes descargando hoy?
—A Durkin.
—Quia. No me pongas a Durkin. Ponme al irlandesito bocazas del gancho.
—Dominic, ¿estás loco? Déjalo.
—Quia. Tú ponme al bocazas.
Eddie me preguntó si podía hacerle frente. No estaba obligado si no quería.
—Dominic no manda aquí —dijo.
Yo dije que podía hacer frente a cualquier gordo seboso que me pusieran por delante, y Eddie me contestó:
—A callar. Cuidado con lo que dices, por Dios. No vamos a sacarte del apuro otra vez. Ponte a trabajar, y cuidado con esa boca.
Dominic estaba en lo alto de la dársena, sin sonreír. Dijo que aquél era un trabajo de verdad, cajas de whisky irlandés, y que a lo mejor se caía una caja por el camino. Podía ser que se rompieran una o dos botellas, pero el resto serían para nosotros, y estaba seguro de que podríamos encargarnos de ello. Me echó una sonrisilla fugaz, y yo me sentí demasiado apurado para devolverle la sonrisa. ¿Cómo iba a sonreír uno, después de que me diera con la palma de la mano, en vez de con el puño?
—Dios, qué irlandesito más tristón eres —dijo.
Estuve a punto de llamarle italianucho, pero no quería que volviera a darme con la palma de la mano.
Hablaba alegremente, como si nunca hubiera pasado nada entre nosotros. Aquello me desconcertaba, pues siempre que yo tenía una discusión o una pelea con alguien, lo evitaba durante mucho tiempo. Cargamos las cajas de whisky en palés, y él me contó en tono normal que su primera esposa era irlandesa, pero que había muerto de tuberculosis.
—¿Te haces una idea? Tuberculosis, maldita sea. Mi primera mujer era una birria de cocinera, como todos los irlandeses. No te ofendas, chico. No me mires de ese modo. Pero chico, vaya si sabía cantar. Y cosas de ópera también. Ahora estoy casado con una italiana. De música no sabe ni jota, pero chico, vaya si sabe cocinar. —Me miró fijamente—. Me echa de comer. Por eso soy un gordo seboso que no se ve las rodillas.
Sonreí, y él dijo en voz alta a Eddie:
—Oye, gilipollas. Me debes diez. He hecho sonreír al irlandesito.
Terminamos de descargar y llevamos los palés al almacén, y llegó el momento de dejar caer una caja de whisky para que se rompiera y sentarnos sobre sacos de guindillas en la sala de fumigación con los camioneros y almacenistas para asegurarnos de que no se echara a perder nada de esa caja.
Eddie era un hombre de los que a uno le gustaría tener por padre. Cuando estábamos sentados en el banco del muelle de carga, entre una carga y otra, me explicaba cosas. Cuando lo hacía, yo me extrañaba de no saber ya esas cosas. En teoría yo era el universitario, pero él sabía más, y yo lo respetaba más que a ningún catedrático.
Su vida era un callejón sin salida. Cuidaba de su padre, que había salido de la Primera Guerra Mundial con los nervios alterados. Eddie podía haberlo hecho ingresar en un hospital para veteranos, pero decía que eran unos agujeros infernales. Mientras Eddie trabajaba, venía una mujer todos los días a dar de comer a su padre y a limpiarle. Por las tardes, Eddie lo llevaba al parque en su silla de ruedas, y después volvían a casa para ver las noticias en la televisión, y aquélla era la vida de Eddie. No se quejaba. Se limitaba a decir que siempre había soñado con tener hijos, pero que el destino lo había querido de otro modo. Su padre estaba mal de la cabeza pero tenía el cuerpo sano. Iba a vivir una eternidad, y Eddie jamás dispondría de la casa para él solo.
Fumaba sin cesar en el muelle de carga, y se comía unos enormes bocadillos de albóndigas, regados con botellas de medio litro de chocolate malteado. Un día pudo con él la tos del tabaco, cuando estaba gritando a Dominic
el Gordo
que enderezara ese condenado camión y diera marcha atrás, «conduces como una puta de Hoboken», y cuando le vino la tos se le combinó con la risa y no pudo recobrar el aliento y se derrumbó en el muelle con un cigarrillo todavía en los labios, mientras Dominic
el Gordo
le gritaba insultos desde la cabina de su camión, hasta que vio que Eddie palidecía más y le faltaba el aire. Cuando Dominic
el Gordo
bajó de la cabina y subió al muelle de carga, Eddie ya había muerto, y en vez de acercarse a él y hablarle, como hacen a los muertos en las películas, Dominic
el Gordo
retrocedió y bajó pesadamente los escalones hasta su camión, llorando como una ballena gorda, y se marchó con el camión, olvidándose de que debía entregar la carga.
Me quedé junto a Eddie hasta que la ambulancia se lo llevó. Helena vino de la oficina y me dijo que tenía un aspecto terrible, y me consoló como si Eddie hubiera sido mi padre. Yo le dije que estaba avergonzado de mí mismo, porque en cuanto se hubieron llevado a Eddie pensé que podría solicitar su puesto. Le dije que podía hacerlo, ¿verdad? Era licenciado. Ella me dijo que el jefe me contrataría al momento. Le gustaría presumir de que Almacenes Portuarios tenía el único encargado y jefe de muelle de carga licenciado universitario de todo el puerto. Me dijo que me sentara allí, en la mesa de Eddie, para que me fuera acostumbrando, y que escribiera una nota para el jefe diciéndole que me interesaba el puesto.
Todavía estaba sobre la mesa la carpeta de Eddie. Todavía tenía elalbarán de Dominic
el Gordo.
Un lápiz rojo colgaba de un cordel atado al sujetapapeles. En la mesa había un tazón lleno hasta la mitad de café solo. La taza llevaba el nombre EDDIE. Pensé que tendría que hacerme con una taza así, con el nombre FRANK. Helena sabría dónde se compraban. Me produjo una sensación de alivio saber que ella estaría allí para ayudarme.
—¿A qué esperas? —dijo—. Escribe la nota.
Volví a mirar el tazón de Eddie. Me asomé a mirar el muelle donde había caído y se había muerto, y no era capaz de escribir la nota. Helena dijo que era una oportunidad que sólo se daba una vez en la vida, que ganaría cien dólares por semana, por Dios, más que los tristes setenta y siete que ganaba ahora.
No, no podía ocupar de ninguna manera el lugar de Eddie en ese muelle de carga, no tenía tan grande la barriga ni el corazón.
—Vale, vale —dijo Helena—, tienes razón. ¿De qué sirve tener estudios universitarios para quedarte en un muelle de carga contando sacos de guindillas? Eso lo puede hacer cualquier fracasado, sin ánimo de ofender a Eddie. ¿Acaso quieres ser otro Eddie? ¿Pasarte la vida vigilando a Dominic
el Gordo?
Ve a hacerte profesor, cariño. Te respetarán más.
¿Fue el tazón y el empujoncito de Helena lo que me hizo dejar el puerto y entrar en el aula, o fue mi conciencia que me dijo «planta cara, deja de esconderte y ejerce la enseñanza, hombre»?
Cuando contaba historias de los muelles me miraban de otra manera. Un chico dijo que le hacía gracia pensar que tenían un profesor que había trabajado como la gente de verdad y que no había venido de la universidad sin saber hablar más que de libros y tal. Él había pensado que también le gustaría trabajar en los muelles, porque se ganaba mucho con las horas extras y se hacía algún negocio aquí y allá con las mercancías caídas y rotas, pero su padre le había dicho que le patearía el culo, ja, ja, y en una familia italiana no se le replicaba al padre. Su padre le había dicho:
—Si ese irlandés ha podido llegar a profesor, tú también puedes, Ronnie, tú también puedes. Así que, olvídate de los muelles. Puede que allí ganes dinero, pero ¿de qué te servirá, si no puedes caminar erguido?
Mucho después de mis tiempos de profesor, garabateo números en papeles y me impresiona lo que significan. En Nueva York impartí clases en cinco institutos de secundaria y en un colegio universitario: el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en Staten Island; el Instituto de Industrias de la Moda, en Manhattan; el Instituto de Secundaria de Seward Park, en Manhattan; el Instituto de Secundaria Stuyvesant, en Manhattan; clases nocturnas en el Instituto Washington Irving, en Manhattan; el Colegio Universitario de Nueva York, en Brooklyn. He impartido clases diurnas, nocturnas y de verano. Según mis cálculos, unos doce mil chicos, chicas, hombres y mujeres se han sentado en pupitres y me han oído explicar, cantar, animar, divagar, declamar, recitar, predicar. Pienso en los doce mil y me pregunto qué he hecho por ellos. Luego, pienso en lo que hicieron ellos por mí.
Según mis cálculos, impartí al menos treinta y tres mil clases.
Treinta y tres mil clases en treinta años: días, noches, veranos.
En las universidades puedes dar la clase leyendo tus apuntes viejos y manoseados. En los institutos públicos de secundaria jamás podrías hacerlo así. Los adolescentes estadounidenses son expertos en los trucos de los profesores, y si intentas embaucarlos te paran los pies.
—Así que, oiga, profe, ¿qué más le pasó en Irlanda?
—Ahora no puedo hablar de eso. Tenemos que dar el capítulo de vocabulario del libro de texto. Abrid el libro por la página setenta y dos.