—Que cuando intentaras salir el tubo, no escribiría, porque no habría muelle que lo empujara y sujetara fuera la bolita que escribe, y entonces te meterías en un buen lío porque no podrías escribir los deberes, y el profesor te tomaría por loco si te presentaras hablándole de tubos y muelles de bolígrafo desaparecidos.
—Ahora, mirad lo que escribo en la pizarra: «El muelle hace funcionar el bolígrafo». ¿Cuál es el sujeto de esta oración? Dicho de otro modo, ¿de qué estamos hablando en esta oración?
—Del bolígrafo.
—No, no. Aquí hay una palabra que indica acción. Se llama verbo. ¿Cuál es?
—Ah, sí. El muelle.
—No, no. El muelle es una cosa.
—Sí, sí. El muelle es una cosa. Eh, hombre, suena bien.
—Entonces ¿qué hace el muelle?
—Hace funcionar el bolígrafo.
—Bien. El muelle realiza la acción. Estamos hablando del muelle, ¿no?
Ponen cara de duda.
—Suponed que decimos «el bolígrafo hace funcionar el muelle». ¿Estaría bien eso?
—No. El muelle es lo que hace funcionar el bolígrafo. Eso lo ve cualquiera.
—Entonces ¿cuál es la palabra que indica la acción?
—«Hace.»
—Bien. Y ¿qué palabra ejerce la acción?
—«Muelle.»
—Así pues, podría decirse que una oración es como un bolígrafo. Necesita algo que la haga funcionar. Necesita acción, un verbo. ¿Os dais cuenta?
Ellos dijeron que sí. El jefe de departamento, que tomaba notas al fondo del aula, parecía intrigado. En nuestra entrevista posterior dijo que había entendido la relación que establecía yo entre la estructura del bolígrafo y la estructura de la oración. No estaba seguro de que yo hubiera conseguido transmitir el mensaje a los chicos pero, a pesar de todo, aquello era imaginativo e innovador. No dudaba, ja, ja, que alguno de sus profesores veteranos de Lengua Inglesa mejorarían la idea si la probaran, pero aun así era bastante aguda.
Una mañana, tirando del cordón del zapato, se rompió y dije:
—Mierda.
—¿Qué pasa? —murmuró Alberta con la cara hundida en la almohada.
—Se me ha roto el cordón del zapato.
—Siempre estás rompiendo los cordones.
—No. No siempre estoy rompiendo los cordones de los zapatos. Llevo años sin romper ninguno.
—Si no tiraras de ellos no se romperían.
—¿De qué demonios estás hablando? Este cordón tenía dos años, ha estado a la intemperie, y ¿por qué no se va a romper? He tirado de él como tiras tú de los cajones de la cómoda cuando se atascan e intentas abrirlos a la fuerza.
—No, yo no intento abrir a la fuerza los cajones de la cómoda.
—Sí, sí que lo intentas. Te da tu ataque de yanqui puritana, como si los cajones fueran tus enemigos.
—Pero no los rompo.
No, sólo les das tales tirones que los dejas encajados para siempre, y luego tienes que pagar una fortuna a un carpintero para que los arregle.
—No tendría que luchar con los cajones si no tuviésemos estos muebles tan baratos. Caramba, debería haber hecho caso a mis amigos cuando me advertían que no me casara con un irlandés.
Yo nunca podía ganar una riña doméstica. Ella jamás se ceñía al tema, que en este caso eran los cordones de los zapatos y los cajones de la cómoda. No: tenía que sacar a relucir lo de los irlandeses, el argumento definitivo, el que se presentaba antes de condenar a la horca al acusado.
Me fui al instituto enrabietado, sin ánimo de enseñar ni de persuadir, ay, vamos, Stan, siéntate, Joanna, guarda ese maquillaje, por favor. ¿Me estáis escuchando? Abrid vuestros ejemplares de esta revista,
Inglés Práctico,
pasad a la página nueve, la prueba de vocabulario, rellenad los espacios en blanco y después repasaremos vuestras respuestas.
—Vale, vale, vale —dijeron. Vamos a tener contento al profesor.
Pasaban las páginas de las revistas como si cada una pesara una tonelada. Tardaban lo suyo. Buscar la página nueve era muy complicado, y antes de dar ese paso tenían cosas que comentar con sus amigos de delante, de detrás, de al lado. Puede que tuvieran que hablar de lo que habían visto en la televisión la noche anterior, Dios, qué miedo, ¿verdad?, y ¿sabías que Miriam, sí, la de nuestra clase de Dibujo, está embarazada?, ¿lo sabías? No, no lo sabía. ¿Uau! ¿Quién es el padre? No te lo vas a creer. Júrame que no lo vas a contar. Es ese profesor nuevo de Sociales. ¿De verdad? Yo creía que era marica. No, sólo lo aparenta.
—¿Queréis abrir las revistas por la página nueve?
Llevamos quince minutos de clase y ellos siguen pasando páginas de plomo.
—Héctor, abre la revista por la página nueve.
Tenía el pelo negro y liso y la cara delgada, de un blanco intenso. Miraba al frente como si no me hubiera oído.
—Héctor. Abre la revista.
Negó con la cabeza.
Caminé hacia él llevando en la mano un ejemplar enrollado de
Inglés Práctico.
—Héctor, la revista. Ábrela.
Volvió a negar con la cabeza. Le di un golpe en la cara con mi revista. En su mejilla blanca apareció una señal roja. Se levantó de un salto.
—Así te mueras —dijo con voz lacrimosa.
Caminó hacia la puerta y yo le dije «Héctor, siéntate», pero se marchó. Quise echar a correr tras él para decirle que lo sentía, pero lo dejé marchar. Quizá pudiera hablar con él cuando se tranquilizara un poco y recobrase el dominio.
Tiré la revista sobre mi mesa y me quedé sentado tras ella durante el resto de la hora, mirando al frente como Héctor. Los alumnos ni siquiera fingieron buscar la página nueve. Se quedaron mirándome, o mirándose unos a otros, o mirando por la ventana, en silencio.
¿Debía hablarles, decirles cuánto lo lamentaba? No, no. Los profesores no se plantan delante de los alumnos a confesar sus errores. Los profesores no reconocen su ignorancia. Esperamos a que sonara el timbre, y cuando se marchaban, Sofía, la chica que se sentaba junto a Héctor, dijo:
—No debería haber hecho eso. Es usted un buen hombre, pero no debería, y también Héctor es bueno. Héctor tiene muchos problemas, y ahora usted se lo ha puesto peor.
Ahora me despreciarían, sobre todo los cubanos, el grupo de Héctor. En la clase había trece cubanos, era el grupo étnico más numeroso. Se consideraban superiores a cualquier otro grupo de habla española, y los viernes se ponían camisas blancas, corbatas azules y pantalones negros para que no los confundieran con ningún otro grupo, y menos con los puertorriqueños.
Estábamos a mediados de septiembre, y si no encontraba el modo de ganarme de nuevo a los cubanos, me complicarían mucho la vida hasta el final del semestre, en enero.
En el almuerzo, un orientador se instaló en mi mesa con su bandeja.
—Hola. ¿Qué ha pasado entre Héctor y usted?
Se lo conté. Él asintió con la cabeza.
—Lástima. Yo había querido que estuviera en su clase por la cosa étnica.
—¿Qué cosa étnica? Él es cubano, yo soy irlandés.
—Sólo es cubano a medias. Su madre se apellida Considine, pero a él le da vergüenza.
—Entonces ¿por qué lo puso usted en mi clase?
—Ya sé que parece un cuento chino, pero su madre era una puta de lujo en La Habana. Él quería enterarse de ciertas cosas sobre los irlandeses, y pensé que podía salir el tema en la clase de usted. Además, tiene problemas de identidad sexual.
—A mí me parece que es un chico.
—Sí, pero... ya sabe. Está la cosa de la homosexualidad. Ahora cree que usted odia a los homosexuales, y dice que, bueno, que él va a odiar a todos los irlandeses, y todos sus amigos cubanos odiarán a todos los irlandeses. No; me equivocó. No tiene amigos cubanos. Lo llaman
maricón
y lo evitan. Su familia está avergonzada de él.
—Oh
,
demonios. Me desafió. No quería abrir la revista. No quiero verme envuelto en una guerra sexual y étnica.
Melvin me pidió que me reuniera con Héctor y con él en la oficina de orientación.
—Héctor, el señor McCourt quiere llegar a un entendimiento contigo.
—No me importa lo que quiera el señor McCourt. Yo no quiero estar en la clase de ningún irlandés. Beben. Pegan a la gente sin motivo.
—Héctor, no abriste tu revista cuando te lo ordené.
Me miró fijamente con sus ojos negros y fríos.
—¿De manera que no abres una revista y el profesor te da una bofetada? Bueno, usted no es un profesor. Mi madre era profesora.
«Tu madre era...» Estuve a punto de decirlo, pero se había marchado, era la segunda vez que me dejaba plantado. Melvin sacudió la cabeza y se encogió de hombros, y yo comprendí que mis días en el Instituto de Industrias de la Moda habían terminado. Melvin dijo que Héctor podía denunciarme por agresión, y que si lo hacía, yo me quedaría «con el culo al aire». Intentó hacer una broma.
—Si quieres dar bofetadas a los chicos, búscate un trabajo en una escuela católica. Esos curas y frailes tan grandotes, hasta las monjas, todavía pegan a los chicos. Quizá estés más a gusto con ellos.
El jefe del departamento se enteró de mi problema con Héctor, claro. No dijo nada hasta el final del semestre, cuando dejó en mi casillero una carta en la que ponía que no habría puesto para mí en el semestre siguiente. Me deseaba suerte y decía que tendría mucho gusto en darme una calificación satisfactoria. Cuando me encontré con él en el pasillo me dijo que respecto a la calificación satisfactoria, quizá hubiera exagerado un poco, ja, ja. Con todo, si yo seguía esforzándome, quizá tuviera éxito como profesor, porque en el transcurso de sus observaciones había advertido que en algunas ocasiones yo había dado con una mina pedagógica. Sonrió, y se le notó que le gustaba su frasecita. Dijo algo de aquella lección en que yo había ilustrado las partes de la oración desmontando un bolígrafo. Sí, había dado con una mina pedagógica.
Alberta dijo que en su instituto, el de Seward Park, en el Lower East Side, necesitaban un profesor. El edificio principal estaba saturado, y a mí me mandaron a un anexo, una escuela elemental abandonada, junto al río East. Mis adolescentes se quejaban de la incomodidad y del oprobio de tener que encajar sus cuerpos ya creciditos en muebles hechos para niños pequeños.
Ese instituto era un crisol: había judíos, chinos, puertorriqueños, griegos, dominicanos, rusos, italianos, y yo no tenía preparación ni formación para enseñar Lengua Inglesa para extranjeros.
Los chicos quieren ser elegantes. No hay que hacer caso de lo que digan los padres, o las personas mayores en general. Los chicos quieren salir a la calle y hablar la lengua de la calle. Quieren decir palabrotas con elocuencia. Si sabes decir palabrotas y blasfemar, eres hombre, hombre.
Y si estás en la calle y llega por la acera una chica blanca que está muy buena, ya puedes ir más elegante que una mierda, hombre, pero si no sabes qué decir o si tienes algún acento extranjero raro, ella ni te va a mirar, y tienes que volverte a tu casa, hombre, cascándotela y cabreado, porque el inglés es una lengua de perros que no tiene pies ni cabeza y no lo vas a aprender en la vida. Tienes que seguir el rollo, hombre.
Así que, profe, olvídese usted de su literatura inglesa de postín y bájese del pedestal para dedicarse a lo básico. Hay que volver a la be con la a, ba. Hable como hay que hablar, y hable despacio, despacio.
Suena el timbre, y estoy oyendo la torre de Babel.
—Perdonad.
No me hacen caso, o no entienden mi amable petición. Otra vez.
—Perdonad.
Un chico dominicano grande, pelirrojo, me mira a los ojos.
—Profesor, ¿quiere que le ayude?
Se sube al pupitre y todos lo aclaman, porque subirse a los pupitres está terminantemente prohibido por las autoridades, y aquí Óscar
el Rojo
está desafiando a las autoridades delante mismo del profesor.
—Eh —dice Óscar—.
Mira.
Hay un coro de miras, mira, mira, mira, mira, hasta que Óscar levanta la mano y grita.
—¡Eh, a callar! ¡Escuchar al profesor!
—Gracias, Óscar, pero ¿quieres hacer el favor de bajar? Una mano.
—Así que, oiga usted, ¿cómo se llama?
Lo escribo en la pizarra, Sr. McCOURT, y lo pronuncio.
—Oiga, ¿es usted judío?
—No.
—Todos los profesores de este instituto son judíos. ¿Por qué no es usted judío?
—No lo sé.
Ponen cara de sorpresa, hasta de asombro, e intercambian miradas por todo el aula. Las miradas quieren decir: «¿Has oído eso, Miguel? Ese profesor de allí dice que no sabe».
El momento es intenso. El profesor confiesa su ignorancia, y la clase se queda en silencio por la impresión. Quítate la máscara, profe, y qué alivio. Se acabó el Señor Sabelotodo.
Algunos años antes yo podría haber sido uno de ellos, uno más entre la masa multitudinaria. Es mi consuelo como inmigrante. Yo sé hablar inglés, pero tampoco estoy tan alejado de sus confusiones. En el fondo mismo de la jerarquía social. Podría arrancarme la máscara de profesor, bajar entre los pupitres, sentarme con ellos y preguntarles por sus familias, cómo eran las cosas en la vieja patria, hablarles de mí mismo, de mis tiempos de vida sin rumbo, de cómo pasé años escondido tras la máscara, y de hecho sigo escondido, de cuánto me gustaría que pudiésemos echar el cerrojo a esa puerta y apartarnos del mundo hasta que supieran hablar suficiente inglés para tener la confianza en sí mismos de decir a esa chica blanca tan buena que están preparados para un poco de acción.
¿No sería bonito?
Miro esta colección de chicos de todos los continentes, caras de todas las formas y colores, la viña del Señor: asiáticos con el pelo más negro y más reluciente que ninguno que se vea en Europa; los grandes ojos castaños de los chicos y chicas hispanas; la timidez de uno, el carácter pendenciero de otros, el exhibicionismo de los chicos, la coquetería de las chicas.
Nancy Chu me pregunta si puede hablar conmigo después de la última clase del día. Se sienta en su pupitre y espera a que se despeje el aula. Me recuerda que está en mi clase de segundo, de la segunda hora del día.
—Hace tres años que llegué aquí de China.
—Hablas muy bien inglés, Nancy.
—Gracias. Aprendí inglés de Fred Astaire.
—¿De Fred Astaire?
—Me sé todas las canciones de todas sus películas. La que más me gusta es
Sombrero de copa.
Canto sus canciones constantemente. Mis padres me toman por loca. También mis amigos. Ellos no conocen más que el rock, y con el rock no se puede aprender inglés. Mis padres me riñen constantemente por Fred Astaire.