El profesor (16 page)

Read El profesor Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

El catedrático Julian Kaye aceptó mi tesis, a pesar de «un estilo repetitivo y una solemnidad que choca con el tema tratado: Gogarty».

El primer catedrático que tuve en el Colegio Universitario de Brooklyn, y mi favorito, fue Morton Irving Seiden, erudito especializado en Yeats. Llevaba corbata de pajarita, era capaz de dar conferencias de tres horas sobre las crónicas anglosajonas o sobre Chaucer o sobre Matthew Arnold, tenía el material perfectamente organizado en la cabeza. Estaba allí para impartir lecciones magistrales, para verter conocimientos en recipientes vacíos, y si tenías alguna pregunta podías hacérsela en su despacho. No le gustaba perder tiempo de clase.

Había escrito su tesis doctoral en la Universidad de Columbia sobre Yeats, y un libro,
La paradoja del odio,
en el que aducía que una de las causas principales del antisemitismo en Alemania había sido el miedo a la sexualidad judía.

Cursé un año su asignatura de Historia de la Literatura Inglesa, desde el
Beowulf hasta
Virginia Woolf, desde los dragones hasta los dramones. Se apreciaba que quería que aprendiésemos y comprendiésemos cómo se había desarrollado la literatura inglesa y, con ella, la lengua. Hacía hincapié en que debíamos conocer la literatura como conoce un médico el cuerpo humano.

Todo lo que decía era una novedad para mí: es una de las ventajas de ser inocente y con pocos estudios. Yo conocía trozos sueltos de la literatura inglesa, pero con Seiden era apasionante pasar de un escritor a otro, de un siglo a otro, deteniéndose para estudiar más de cerca a Chaucer, John Skelton, Christopher Marlowe, John Dryden, la Ilustración, el Romanticismo, los victorianos, hasta llegar al siglo XX, mientras él nos leía pasajes que ilustraban el desarrollo de la lengua inglesa desde el anglosajón, pasando por el inglés medieval, hasta llegar al inglés moderno.

Después de aquellas lecciones, sentía lástima de la gente que iba en los vagones del metro y no sabía lo que sabía yo, y estaba impaciente por volver a mi propia aula a contar a mis alumnos cómo había cambiado la lengua inglesa a lo largo de los siglos.

Intentaba demostrárselo leyéndoles pasajes del
Beowulf,
pero ellos decían:

—Quia, eso no es inglés. ¿Es que nos toma por tontos?

Intentaba imitar el estilo elegante de Seiden en mis clases a fontaneros, electricistas, mecánicos de automóvil, pero ellos me miraban como si hubiera perdido el juicio.

Los catedráticos podían plantarse allí delante y despacharse a gusto sin temer que nadie les llevara la contraria o les pusiera pegas. Era una vida envidiable la suya. Nunca tenían que decir a nadie que se sentara, que abriera los cuadernos, que no, que no te doy el pase para ir al baño. Nunca tenían que separar a alumnos que se peleaban. Las tareas debían entregarse sin retrasos. Nada de disculpas, señora o caballero, esto no es el instituto. Si le resulta difícil seguir el ritmo del trabajo, debería dejar la asignatura. Las disculpas son para los niños.

Yo envidiaba a Seiden y a los profesores universitarios en general, sus cuatro o cinco clases por semana. Yo impartía veinticinco. Ellos tenían una autoridad absoluta. Yo tenía que ganármela. Dije a mi mujer:

—¿Por qué tengo que estar luchando con adolescentes volubles, cuando podría tener la vida fácil de un profesor universitario? ¿No sería agradable entrar tranquilamente en el aula con esa despreocupación suya, hacer un gesto con la cabeza como para reconocer la mera existencia de los alumnos, impartir la clase a la pared del fondo o al árbol que se ve por la ventana, garabatear en la pizarra unas palabras ilegibles, anunciar el próximo trabajo externo, setecientas palabras sobre el simbolismo del dinero en
Casa desolada
de Dickens? Sin quejas, sin desafíos, sin disculpas.

—Ay, deja de lloriquear —dijo Alberta—. Mueve el culo y sácate un doctorado, y entonces podrás ser un buen profesorcito universitario. Podrás comer el coco a las estudiantes de segundo.

Cuando Alberta se estaba examinando para la licencia de profesora, se encontró con R'lene Dahlberg y se la trajo a casa a cenar. Ella se quitó los zapatos a puntapiés y, sentada en el sofá, bebiendo vino, nos habló de su vida con su marido Edward. Vivían en Mallorca, pero ella regresaba de tarde en tarde a Estados Unidos para ejercer la enseñanza y ganar algo de dinero para que los dos pudieran seguir viviendo en España. Dijo que Edward era muy famoso, y yo no dije nada, porque sólo recordaba haber visto su nombre una vez, en un estudio de Edmund Wilson sobre los escritores proletarios. R'lene dijo que Edward volvería de España dentro de unos meses y que ella nos invitaría a tomar algo en su casa.

Edward Dahlberg me cayó mal desde el momento que lo conocí, o puede que me sintiera nervioso por conocer a un literato, mi introducción en el mundo social de la literatura estadounidense.

La tarde que Alberta y yo fuimos a visitarlos, estaba sentado en un hondo sillón, en un rincón junto a la ventana, frente a un corrillo de admiradores. Estaban hablando de libros. Le pedían su opinión sobre diversos escritores. Él desdeñaba con un gesto de la mano a todos los del siglo xx, salvo a él mismo: Hemingway escribía «lenguaje infantil»; Faulkner, «bazofia». El
Ulysses
de Joyce era «una caminata por la hez de Dublín». Encargaba a todos que se fueran a sus casas a leer autores de los que yo nunca había oído hablar: Suetonio, Anaxágoras, sir Thomas Brown, Eusebio, los Padres del Yermo, Flavio Josefo, Randolph Bourne.

R'lene me presentó.

—Te presento a Frank McCourt, de Irlanda. Es profesor de Lengua Inglesa de secundaria.

Le tendí la mano, pero él me la dejó colgando en el aire.

—Ah, ¿todavía eres un chico de secundaria, eh?

No supe qué decir. Me dieron ganas de dar un puñetazo a aquel hijo de perra maleducado, pero me abstuve. Él se rió y dijo a R'lene:

—¿Es que nuestro amigo enseña Lengua Inglesa a sordomudos?

En el mundo de Dahlberg, la enseñanza era sólo cosa de mujeres.

Me retiré a mi asiento, confundido.

Dahlberg tenía una cabeza enorme, con mechones grises pegados a la calva. Un ojo estaba muerto en su órbita, y el otro se movía con rapidez, trabajando por los dos. Tenía una nariz vigorosa y un bigote poblado, y cuando sonreía le brillaba la dentadura postiza, que castañeteaba.

No había terminado. Clavó en mí su único ojo.

—¿Nuestro chico de secundaria lee? ¿Y qué lee?

Busqué en mi cabeza alguna cosa leída recientemente, alguna cosa distinguida que pudiera agradarle.

—Estoy leyendo la autobiografía de Sean O'Casey.

Me dejó sufrir unos momentos, se pasó la mano por la cara, gruñó.

—Sean O'Casey. Tenga la bondad de citarme un pasaje.

El corazón me palpitaba con fuerza. El corrillo de admiradores esperaba. Dahlberg levantó la cabeza como diciendo «¿y bien?». Yo tenía la boca seca. No se me ocurría nada de O'Casey que pudiera estar a la altura de los pasajes grandiosos de los clásicos antiguos que citaba Dahlberg. Murmuré:

—Bueno, admiro a O'Casey por la naturalidad con que escribe sobre su infancia y juventud en Dublín.

Me dejó sufrir otra vez mientras sonreía a sus admiradores. Hizo un gesto con la cabeza hacia mí.

—La naturalidad con que escribe, dice nuestro amigo irlandés. Si admiras el supuesto estilo natural, siempre puedes inspeccionar las paredes de los urinarios públicos.

Los admiradores rieron. Yo me sentía acalorado, y exclamé:

—O'Casey salió de los barrios bajos de Dublín por su propio esfuerzo. Era medio ciego. Es un..., un..., un paladín de los obreros... Es tan bueno como usted, sin duda. Todo el mundo conoce a Sean O'Casey. ¿Quién ha oído hablar de usted?

Sacudió la cabeza ante sus admiradores, y ellos sacudieron la cabeza dándole la razón. Dijo a R'lene:

—Di a tu chico de instituto que se aparte de mi presencia. Aquí no es bienvenido, aunque su encantadora esposa puede quedarse con mucho gusto.

Seguí a R'lene al dormitorio para recoger mi abrigo. Le dije que sentía haber provocado una molestia, y me desprecié por disculparme de esa manera, pero ella no levantó la cabeza ni dijo nada. En el cuarto de estar, Dahlberg manoseaba el hombro de Alberta mientras le decía que no dudaba que era una gran profesora y que esperaba que volviera a visitarlos.

Hicimos en silencio el viaje en metro hasta Brooklyn. Yo estaba confuso y me preguntaba por qué Dahlberg había tenido que portarse así. ¿Tenía necesidad de humillar a un desconocido? Y ¿por qué lo había soportado yo?

Porque yo tenía la confianza en mí mismo de una cáscara de huevo. Él tenía sesenta años, yo treinta. Yo era como un recién llegado de un país salvaje. Jamás estaría a gusto en los círculos literarios. Estaba demasiado despistado y era demasiado ignorante para pertenecer a esa cuadrilla de admiradores capaces de arrojar a Dahlberg nombres literarios.

Me sentía paralizado y avergonzado de mí mismo, y juré no volver a ver jamás a aquel hombre. Dejaría mi carrera en la enseñanza, que no tenía futuro ni merecía respeto, me buscaría un trabajo a tiempo parcial, me pasaría la vida leyendo en las bibliotecas, iría a fiestas como aquélla, citaría y recitaría, estaría a la altura de los Dahlberg y sus círculos de adoradores. R'lene volvió a invitamos, pero esta vez Dahlberg estuvo educado, y yo tuve la prudencia y la inteligencia de subordinarme a él, de limitarme al papel de acólito. Siempre me preguntaba qué estaba leyendo, y yo mantenía la paz soltándole los nombres de los griegos, de los romanos, de los Padres de la Iglesia, Cervantes, la
Anatomía de la melancolía
de Burton, Emerson, Thoreau y, por supuesto, Edward Dahlberg, como si ahora no tuviera otra cosa que hacer que gastar el culo sentado todo el día en un sillón bien mullido, leyendo, leyendo y esperando a que Alberta me sirviera la cena y me diera un masaje en el cuello dolorido. Si la conversación se volvía oscura y peligrosa, yo citaba textos de sus libros y veía cómo se le iluminaba y suavizaba el rostro. Me sorprendía que un hombre que dominaba las reuniones y hacía enemigos en todas partes pudiera tragarse la adulación con tanta facilidad. También me sorprendió haber sido capaz de trazar una estrategia que impedía que estallara en su sillón. Estaba aprendiendo a morderme la lengua y aguantar sus insultos porque creía que podría sacar algo en limpio de su erudición y sabiduría.

Lo envidiaba porque vivía la vida de un escritor, un sueño que yo era demasiado cobarde para abordar. Yo lo admiraba, como admiraba a cualquiera que siguiera su camino y se mantuviera fiel a sí mismo. A pesar de todas las experiencias que había tenido en Estados Unidos, me seguía sintiendo un inmigrante recién desembarcado. Cuando él se lamentaba de la dureza de la vida del escritor, del sufrimiento diario del hombre ante su escritorio, a mí me daban ganas de decir: «Venga, qué angustia ni qué mierda, Dahlberg. Lo único que haces es sentarte allí y darle a la máquina de escribir unas pocas horas cada mañana, y pasarte leyendo el resto del día, mientras R'lene ronda por ahí atendiendo a todas tus necesidades. No has sabido en tu vida lo que es un día de trabajo duro. Si pasaras un día dando clase a ciento setenta adolescentes, te volverías corriendo a tu blanda vida literaria».

Lo vi en algunas ocasiones hasta que murió en California, a los setenta y siete años. Me invitaba a cenar, indicándome que llevara a mi
brach.
El diccionario me hizo saber que mi
brach
era mi «perra». Comprendí que le interesaba más mi
brach
que yo, y cuando propuso que pasásemos un verano juntos, viajando por el país en coche, entendí lo que se proponía: echar un polvo con Alberta por el camino. El muy listo se las arreglaría para mandarme a hacer algún recado absurdo mientras él se desenroscaba y bajaba deslizándose de su árbol.

Me llamó un sábado por la mañana para invitarnos a cenar, y cuando le dije que aquella noche estábamos ocupados, dijo:

—¿Y qué he de hacer con la comida que he adquirido, mi buen amigo irlandés?

—Cómetela —dije—. Es lo único que haces a estas alturas, en todo caso.

Como réplica no era gran cosa, pero fue la última palabra. No volví a tener noticias suyas.

Durante los ocho años que pasé en el McKee, el departamento de Lengua Inglesa se reunía en un aula todos los meses de junio para leer, evaluar, calificar el examen final del estado de Nueva York en Lengua Inglesa. Apenas la mitad de los estudiantes lo aprobaban. A la otra mitad había que ayudarles. Intentábamos hinchar las notas de los suspendidos, desde los cincuenta y tantos puntos sobre cien hasta los sesenta y cinco que se exigían para aprobar.

Con las pruebas tipo test no podíamos hacer nada, las respuestas eran acertadas o no, pero ayudábamos al calificar las redacciones sobre literatura y temas generales. Demos al chico algo por haber venido. Claro, qué demonios. Podría haber estado en otra parte, metiéndose en líos, molestando a la gente. Tres puntos por haberse presentado, por su espíritu cívico. ¿Se le entiende la letra? Claro. Dos o tres puntos más.

¿El chico ha molestado a los profesores alguna vez en clase? Bueno, puede ser, una vez. Sí, pero lo más probable es que lo provocaran. Además, su padre ha muerto, era un trabajador de los muelles que desafió a la mafia y como premio acabó en el canal Gowanus. Demos al chico otros dos puntos por tener al padre muerto en el Gowanus. Ya va mejor esa nota, ¿verdad?

¿Utiliza el alumno puntos y aparte? Ah, sí. Mirad qué párrafos. El chico es un maestro del párrafo. Aquí se ven claramente tres puntos y aparte. ¿Incluye oraciones temáticas en sus párrafos? Bueno, sabes, podría alegarse que la primera frase es una oración temática. Vale, tres puntos más por sus oraciones temáticas. Así pues, ¿cuánto llevamos? ¿Sesenta y tres?

¿Es buen chico? Desde luego. ¿Servicial en clase? Sí, limpiaba los borradores para su profesora de Sociales. ¿Se muestra educado en los pasillos? Siempre daba los buenos días. Mirad, ha puesto título a su redacción: «Mi p con razón o sin ella». No está mal, ¿verdad? Eso de poner título a la redacción es bastante sofisticado. ¿No podríamos darle tres puntos más por haber elegido un tema patriótico, y uno más por haber puesto un punto y coma, aunque en este caso correspondían los dos puntos? ¿Es eso un punto y coma de verdad, o es una cagarruta de mosca? En este instituto hay chicos que ni siquiera saben que existen los dos puntos, y tampoco les importa, y si te pones a hablarles de la diferencia entre los dos puntos y su primo, el punto y coma, te piden el pase para ir al baño.

Other books

A Hoe Lot of Trouble by Heather Webber
Silent Girl by Tricia Dower
Cat's eye by Margaret Atwood
The Burning Shadow by Michelle Paver
Sleeping Alone by Bretton, Barbara
Book of Love by Abra Ebner
Fractions by Ken MacLeod
The Bride Wore Denim by Lizbeth Selvig
The Professor by Charlotte Brontë