Yo le dije que la historia de su familia era impresionante y conmovedora, y ¿no sería un homenaje a su madre que él la escribiera y la leyera a la clase?
Oh, no, él no podría hacer eso. De ninguna manera.
—¿Por qué no? Sin duda los chicos de esta clase aprenderían algo y valorarían lo que tienen.
Dijo que no, que jamás podría escribir o hablar a alguien acerca de su familia, porque sus padres se sentirían avergonzados.
—Ben, para mí es un honor que me hayas hablado de tu familia.
—Simplemente quise contarle algo que no contaría a nadie más, por si acaso usted se sentía a disgusto después de la clase.
—Gracias, Ben.
—Gracias a usted, señor McCourt, y no se preocupe por Sylvia. Lo aprecia de verdad.
Al día siguiente, Sylvia se quedó después de clase.
—Señor McCourt, sobre lo que dije ayer... no lo dije con mala intención.
—Ya lo sé, Sylvia. Querías ayudar.
—Tampoco la clase tuvo mala intención. No hacen más que oír a los mayores y a los profesores gritarles constantemente. Pero yo entendí de qué estaba hablando usted. Tengo que aguantar todo tipo de cosas cuando bajo por mi calle todos los días, en Brooklyn.
—¿Qué cosas?
—Bueno, verá usted. Yo vivo en Bedford-Stuyvesant. ¿Conoce usted Bed-Stuy?
—Sí. Un barrio negro.
—Así que en mi calle no hay «naide» que haya ido nunca a la universidad. Uy.
—¿Qué pasa?
—He dicho «naide». Si me oyera mi madre, me haría escribir «nadie» cien veces. Y después me lo haría repetir en voz alta otras cien veces. Así que, lo que digo es que, cuando voy camino de mi casa, ahí en la calle hay chicos que se burlan de mí. «Ay, aquí llega. Aquí llega la blanquita. Eh, doctora, ¿es que te has raspado y te has encontrado esa piel de blanco?» Me llaman
la doctora
porque quiero estudiar «pa» médica... para médica. Claro que me dan pena lospobres franceses, pero allá en Bed-Stuy tenemos nuestros propios problemas.
—¿Qué clase de médica serás?
—Pediatra o psiquiatra. Quiero llegar a los chicos antes de que la calle se apodere de ellos y les diga que no sirven para nada, porque veo en mi barrio a chicos que no se atreven a mostrar lo listos que son, y de buenas a primeras están haciendo el idiota en los solares y en los edificios abandonados. Ya sabe usted que en los barrios pobres hay mogollón... hay muchos chicos listos.
»Señor McCourt, ¿nos contará usted mañana una de esas historias de Irlanda?
—Para ti, doctora Sylvia, recitaría un poema épico. Esto se me quedó clavado en la memoria como una roca, para siempre. Cuando yo tenía catorce años y vivía en Irlanda, trabajaba de repartidor de telegramas. Un día llevé un telegrama a un sitio que se llamaba el convento del Buen Pastor, una comunidad de monjas y seglares que hacían encajes y llevaban una lavandería. En Limerick se contaba que las seglares de la lavandería eran mujeres malas, con fama de perder a los hombres. A los repartidores de telegramas no se nos permitía llamar a la puerta principal, de modo que fui a una puerta lateral. El telegrama que llevaba requería respuesta, así que la monja que me abrió la puerta me dijo que pasara hasta allí y no más, y esperara. Dejó en su silla un encaje en el que estaba trabajando, y cuando se perdió por el pasillo miré el diseño, un pequeño querubín de encaje que flotaba sobre un trébol. No sé de dónde saqué valor para hablar, pero cuando regresó le dije: «Es un encaje precioso, hermana». «Exacto, niño, y recuerda esto: las manos que han hecho este encaje no han tocado jamás carne de hombre.» La monja me miraba con rabia, como si me odiara. Los curas siempre predicaban amor los domingos, pero esa monja seguramente no habría atendido al sermón, y me dije que si volvía a tener que entregar un telegrama en el convento del Buen Pastor, lo metería por debajo de la puerta y echaría a correr.
—Esa monja... —dijo Sylvia—. ¿Por qué era tan mala? ¿Qué problema tenía? ¿Qué tiene de malo tocar carne de hombre? Jesús era hombre. Esa monja es como ese cura malo de James Joyce que habla y habla del infierno. ¿Cree usted en todas esas cosas, señor McCourt?
—No sé qué creo, aparte de que no me pusieron en este mundo para que fuera católico, ni irlandés, ni vegetariano, ni ninguna otra cosa. Es lo único que sé, Sylvia.
Comentando con mis clases
Retrato del artista adolescente,
descubrí que no conocían los siete pecados capitales. Miradas de incomprensión en toda el aula. Escribí en la pizarra: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Ira, Gula, Envidia, Pereza.
—¿Cómo podéis divertiros si no los conocéis?
—Entonces, esto, señor McCourt, ¿qué tiene esto que ver con la creación literaria?
—Todo. No hace falta ser pobres y católicos e irlandeses para ser desgraciados, pero todo ello te da materia para escribir y pretexto para beber. Esperad, lo retiro. Borrad lo del beber.
Cuando se hundió mi matrimonio yo tenía cuarenta y nueve años, Maggie ocho. Estaba arruinado, y dormí en los apartamentos de varios amigos en Brooklyn y Manhattan. La enseñanza me obligó a olvidarme de mis problemas. En el Gas House o en el bar Lion's Head podía llenar de lágrimas mi cerveza, pero en el aula tenía que seguir adelante con mi actividad.
Pasado algún tiempo pediría un crédito al Montepío de Profesores para alquilar y amueblar un apartamento. Hasta entonces, Yonk Kling me invitó a alojarme en el apartamento que tenía alquilado en la calle Hicks, cerca de la avenida Atlantic.
Yonk era pintor y restaurador, sesentón. Procedía del Bronx, donde su padre había sido un médico de ideas políticas radicales. Cualquier revolucionario o anarquista que estuviera de paso en Nueva York podía contar con una cena y una cama en casa del doctor Kling. Yonk se pasó la Segunda Guerra Mundial trabajando en el Registro de Bajas. Después de las batallas, registraba la zona en busca de cadáveres o de partes de cadáveres. Me dijo que no había querido combatir pero que aquello había sido peor, y que a veces le habían dado ganas de pedir el traslado a la infantería, donde no tenías más que pegar un tiro al otro y seguías adelante. No tenías que recoger las chapas de identificación de los muertos ni registrarles las carteras para ver las fotos de sus esposas e hijos.
Yonk seguía teniendo pesadillas, y el mejor tratamiento o antídoto era un buen pelotazo de coñac, que siempre tenía preparado en su dormitorio. Yo podía calibrar la frecuencia de sus pesadillas por el nivel de la botella.
Pintaba en su cuarto. Pasaba de la cama a la silla y de la silla al caballete, y todo formaba parte de todo lo demás. Cuando se despertaba se quedaba en la cama, se fumaba un cigarrillo, observaba el lienzo en que había trabajado el día anterior. Se llevaba la taza de café de la cocina al dormitorio, donde se sentaba en una silla y seguía mirando el lienzo. De vez en cuando daba un toque a la obra para corregir o borrar algo. Nunca se terminaba el café. Había tazas medio llenas por todo el apartamento. Cuando el café se enfriaba, se cuajaba y en el interior de la taza, a media altura, se quedaba marcado un círculo.
Había una escena que pintaba una y otra vez sobre lienzos de varios tamaños: un grupo de mujeres con turbantes de tonos pastel luminosos y largos vestidos sedosos y flotantes, de pie en una playa mirando hacia el mar. Le pregunté si se había ahogado alguien, o si estaban esperando algo. Él negó con la cabeza. No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Había puesto allí a esas mujeres, sin más, y no pensaba inmiscuirse en sus vidas. Eso era lo que no le gustaba de determinados pintores y escritores. Se inmiscuían y lo señalaban todo, como si uno no fuera capaz de ver o leer por sí mismo. Van Gogh no hacía eso. Mira Van Gogh. Ahí tienes el puente, el girasol, la habitación, la cara, los zapatos. Extrae tus propias conclusiones. Van Gogh no te las va a dar.
Tenía otros dos temas: los caballos de carreras y los hasidíes danzantes. Presentaba los caballos tomando la curva del hipódromo.
—Allí es donde más fluido es el cuerpo del caballo —decía—. Cualquiera es capaz de pintar un caballo justo después de la salida o llegando a la meta. Eso no es más que un caballo en línea recta, de la nariz hasta la cola, pero cuando toman la curva, hombre, entonces se inclinan y se esfuerzan y derrapan, se ciñen a la curva, buscan hueco para la recta.
Los hasidíes eran desenfrenados: seis hombres vestidos de negro, con sombreros negros y largos abrigos negros, las cabelleras y las barbas sueltas al aire. Casi se oía el lamento agudo del clarinete y el chirrido y el canto del violín.
Yonk decía que a él, personalmente, le importaba un comino la religión, tanto el judaísmo como cualquier otra, pero si alguien era capaz de encontrar el camino hacia Dios por medio de la danza, como los hombres de su cuadro, entonces no le parecían mal.
En el hipódromo Aqueduct lo vi mirar. Parecía el único de los presentes en el hipódromo al que interesaban los que él llamaba «pencos lentos», los que iban rezagados al final del pelotón. No hacía caso de los caballos que llevaban al recinto de ganadores. Ganar era ganar, pero perder te hacía clavar bien los cascos en el suelo. Antes de conocer a Yonk, yo no veía más que grupos de caballos puestos en una dirección y que corrían como desesperados hasta que uno ganaba. Por sus ojos vi un Aqueduct diferente. Yo no sabía nada de pintura ni de la mente del artista, pero comprendí que se llevaba a su casa, en la cabeza, imágenes del caballo y el jinete.
Al oscurecer me invitaba a tomar un coñac en su cuarto que hacía esquina, desde donde contemplábamos la avenida Atlantic hacia el puerto. Los camiones subían la avenida gruñendo, jadeando y zumbando cuando cambiaban de marcha en el semáforo en rojo, mientras las ambulancias del Hospital Universitario de Long Island aullaban día y noche. Veíamos el letrero luminoso rojo intermitente del bar Montero, lugar de reunión de marineros recién desembarcados de cargueros y portacontenedores y de las damas de la noche que los hacían sentirse bienvenidos en Brooklyn.
Pilar Montero y su marido Joe eran propietarios del bar y del edificio en la avenida Atlantic. Pilar tenía un apartamento libre encima del bar, que podía alquilarme por doscientos cincuenta dólares al mes. Podía dejarme una cama, algunas mesas y sillas, y sé que estarás contento allí arriba, Frankie. Dijo que me apreciaba porque una vez dije que prefería las gaitas españolas a las irlandesas, y no era como el resto de los de Irlanda, que sólo querían pelearse, pelearse, pelearse, era lo único que querían hacer.
El apartamento daba a la avenida Atlantic. El luminoso que ponía BAR MONTERO se encendía y apagaba ante mi ventana, haciendo que mi cuarto de estar pasara del rojo oscuro al negro y del negro al rojo oscuro, mientras los Village People cantaban y hacían retumbar
YMCA
en la máquina tocadiscos de abajo.
No podía contar de ninguna manera a mis alumnos que vivía encima de uno de los últimos bares portuarios de Brooklyn, que todas las noches me esforzaba por ahogar los ruidos de los marineros pendencieros, que me metía algodones en los oídos para amortiguar los chillidos y las risas de las mujeres que ofrecían amor de puerto, que el retumbar de la máquina tocadiscos del bar de abajo, los Village People cantando
YMCA,
me agitaba cada noche en la cama.
Al principio de cada curso decía a los nuevos alumnos de Creación Literaria:
–Estamos metidos en esto juntos. Vosotros, no sé, pero yo esta asignatura me la tomo en serio, y estoy seguro de una cosa: al final del curso habrá en esta aula una persona que habrá aprendido algo, y esa persona, amiguitos, seré yo.
Me parecía ingeniosa esa manera de presentarme como el más interesado de todos, elevándome por encima de las masas, de los perezosos, de los oportunistas, de los indiferentes.
Lengua Inglesa era asignatura obligatoria, pero Creación Literaria era opcional. Podías tomarla o dejarla. La tomaban. Acudían a mis clases en tropel. El aula estaba abarrotada. Se sentaban en los alféizares de las ventanas. Una profesora, Pam Sheldon, me decía: «¿Por qué no le dejan que dé las clases en el estadio de los Yankees?». Así de popular era yo.
¿A qué se debía este entusiasmo por la «creación literaria»? ¿Es que los chicos y chicas sentían el deseo repentino de expresarse? ¿Era por mi pedagogía magistral, por mi carisma, por mi encanto irlandés? ¿Por el viejo factor del
faith and begorrah?
¿O era que había corrido la voz de que ese tal McCourt no hacía más que soltar el rollo para repartir después notas altas como quien reparte cacahuetes?
No quería ganarme fama de generoso a la hora de poner las notas. Tendría que endurecer mi imagen. Hacerme más estricto. Organizarme. Enfocarme. Había otros profesores de los que se hablaba con miedo y temor. Allá en el quinto piso, Phil Fisher enseñaba matemáticas y aterrorizaba a todos los que se le ponían delante. Las historias bajaban hasta nuestro piso. Si la materia se te atragantaba o dabas muestras de poco interés, rugía: «Cada vez que abres la boca, incrementas el total de la ignorancia humana», o bien: «Cada vez que abres la boca, menguas el total de la sabiduría humana». No concebía cómo cualquier cerebro humano podría tener dificultades con el cálculo infinitesimal avanzado o con la trigonometría. Se preguntaba por qué aquellos desgraciados estúpidos no eran capaces de captar la elegante sencillez de todo ello.
Al final del curso, sus desgraciados estúpidos presumían de haber conseguido que les diera un aprobado, se jactaban de ello como de un logro. Phil Fisher no te dejaba indiferente.
Ed Marcantonio era jefe del departamento de Matemáticas. Daba clase en un aula situada frente a la mía, al otro lado del pasillo. Impartía las mismas asignaturas de Phil Fisher, pero sus clases eran oasis de razón y de aplicación seria. Se planteaba un problema y él pasaba cuarenta minutos animando o dirigiendo a la clase hacia una solución elegante. Cuando sonaba el timbre, sus alumnos, satisfechos, se deslizaban por los pasillos llenos de serenidad, y cuando aprobaban la asignatura de Ed sabían que se lo habían ganado.
Los adolescentes no siempre están deseosos de que los hagan navegar por mares de especulación e incertidumbre. Les produce satisfacción saber que Tirana es la capital de Albania. No les gusta cuando el señor McCourt pregunta por qué trató mal Hamlet a su madre o por qué no mató al rey cuando tuvo ocasión. Está muy bien pasarse el resto de la hora dando vueltas y vueltas a esta cuestión, pero a uno le gustaría conocer la respuesta antes de que suene el condenado timbre. Con McCourt no, tío. Él hace preguntas, presenta sugerencias, genera confusión, y sabes que está a punto de sonar el timbre y tienes esa sensación visceral, venga, venga, ¿cuál es la respuesta?, y él no hace más que decir ¿qué creéis?, ¿qué creéis?, y suena el timbre y te ves fuera, en el pasillo, sin saber nada, y miras a otros chicos de la clase y se están llevando el dedo a la cabeza y preguntándose de dónde ha salido este tipo. Ves a los chicos de la clase de Marcantonio, que se deslizan pasillo abajo con esa 'expresión de paz que quiere decir: «Encontramos la respuesta. Encontramos la solución». Llegas a desear que McCourt tenga una vez, aunque sólo sea una vez, la respuesta a algo, pero no, te devuelve siempre la pelota. Puede que en Irlanda lo hagan así, pero alguien debería decirle que estamos en Estados Unidos y que aquí nos gusta tener respuestas. O puede que él mismo no sepa las respuestas y por eso devuelve siempre la pelota a la clase.