—Ah —dije—. Ahí está, ahí mismo, el que escribió
La aldea desierta,
que tuve que aprenderme de memoria en la escuela.
Mi amigo de Limerick, que sabía más que yo del mundo, dijo:
—Mira bien a Oliver y todo lo demás, porque la gente como tú nunca pasará de ese portón. El arzobispo ha dicho que todo católico que vaya al Trinity queda excomulgado automáticamente.
Desde entonces, siempre que visitaba Dublín me sentía atraído por el Trinity. Me quedaba ante el portón, admirando la elegancia con que los estudiantes se echaban al hombro las bufandas ondeantes del Trinity. Admiraba aquellos acentos que sonaban a ingleses. Deseaba a las hermosas muchachas protestantes que no me echaban ni una mirada. Se casarían con gente como ellas, con gente de su clase, todos protestantes con caballos, y si alguien como yo llegaba a casarse con una de ellas, lo echarían de la Iglesia católica de una patada, sin esperanza de redención.
Entraban y salían del colegio universitario turistas norteamericanos con su ropa de colores vivos, y a mí me habría gustado tener valor para entrar también, pero el hombre de la puerta podría preguntarme qué hacía yo allí, y yo no sabría qué decir.
Seis años más tarde volví a Irlanda con mi uniforme del Ejército estadounidense, que suponía me serviría para que me respetaran. Y así era, hasta que abría la boca. Yo intentaba adoptar acento norteamericano, a juego con el uniforme. No funcionaba. Al principio, las camareras venían corriendo para acompañarme a una mesa, pero en cuanto hablaba decían:
—
Arrah,
Jesús, no eres yanqui para nada, para nada. Eres un simple irlandés, como todo el mundo. ¿De dónde eres?
Yo intentaba hacerme pasar por militar norteamericano procedente de Alabama, pero una mujer del café de Bewley, en la calle Grafton, dijo:
—Si tú eres de Alabama, yo soy la reina de Rumania.
Balbuciendo, reconocí que era de Limerick, y ella renunció a sus pretensiones al trono de Rumania. Dijo que charlar con los clientes iba en contra del reglamento del café de Bewley, pero que yo tenía aspecto de hombre capaz de aguantar la bebida. Yo me puse a fanfarronear de la cerveza y el
schnapps
que había bebido por toda Baviera, y ella dijo que en ese caso podía invitarla a una copa de jerez en la taberna de McDaid, más arriba, en la misma calle.
A mí no me parecía atractiva, pero resultaba muy halagüeño que una camarera del Bewley quisiera tomarse una copa de jerez conmigo.
Fui a la taberna de McDaid a esperarla allí. Los parroquianos me miraban y se daban codazos señalándome por mi uniforme norteamericano, y yo me sentía incómodo. También el tabernero me miraba, y cuando le pedí una pinta dijo:
—¿A quién tenemos aquí? ¿A un general, o a quién?
No comprendí el sarcasmo, y cuando dije: «No; soy cabo», una oleada de risas recorrió la barra, y yo me sentí el tonto más grande del mundo.
Estaba confundido. Nací en Estados Unidos. Me crié en Irlanda. Volví a Estados Unidos. Llevo el uniforme norteamericano. Me siento irlandés. Deberían saber que soy irlandés. No deberían burlarse de mí.
Cuando llegó la camarera del Bewley y se sentó conmigo junto a la pared y pidió un jerez, hubo más miradas y codazos. El tabernero guiñó un ojo y dijo algo de «otra víctima». Salió de detrás de la barra y me preguntó si quería otra pinta. Claro que quería otra pinta. Toda la atención que me estaban prestando me hacía sentirme sofocado, y sabía, por haberme mirado en el gran espejo, que tenía los ojos rojos como un coche de bomberos.
La camarera dijo que si el tabernero me iba a servir otra pinta, bien podía servirle a ella otra copa de jerez, después de su agotadora jornada de trabajo en el Bewley. Me dijo que se llamaba Mary. Dijo que si tenía ideas de mirarla por encima del hombro porque no era más que una camarera, ya podía írmelas quitando. Al fin y al cabo, yo no era más que un cuichie del pueblo, muy peripuesto con mi uniforme norteamericano, dándome importancia. Parecía que el jerez la hacía hablar, y cuanto más hablaba ella, más risitas había por los asientos a lo largo de la pared. Dijo que su trabajo en el Bewley era temporal. Estaba esperando que los abogados arreglaran lo del testamento de su abuela, y cuando estuviera resuelto aquello, abriría una tiendecita en la calle Grafton y vendería prendas delicadas a gente de más categoría.
Yo no sabía nada de prendas delicadas, pero se me hacía raro imaginármela en una tienda así. Era gorda, con los ojos hundidos entre los pliegues de la cara, y tenía papadas que le colgaban y oscilaban. Su cuerpo abultaba por todas partes. Yo no quería estar con ella y no sabía qué hacer. Veía que la gente se reía de mí, y, desesperado, le solté que tenía que marcharme.
—¿Qué? —dijo ella.
Hablaba por mí mi tercera pinta de cerveza negra.
—Tengo que... tengo que ver el Trinity College. Por dentro. Tengo que entrar.
—Ése es un sitio protestante —dijo ella.
—No me importa. Tengo que entrar.
—¿Han oído eso? —dijo a todo el local—. Quiere entrar en el Trinity.
—Oh, Jesús —dijo un hombre, y otro dijo—: Madre de Dios.
—Está bien, general —dijo el tabernero—. Adelante. Vete al Trinity
y míralo por dentro, pero no olvides ir a confesarte el sábado.
—¿Has oído eso? —dijo Mary—. Que te vayas a confesar el sábado, pero no te preocupes, querido. Yo te confieso cuando quieras. Venga, termínate la pinta y nos vamos al Trinity.
Ay, Dios. Quiere venirse conmigo. Mary la gordita de carnes temblorosas quiere pasearse por la calle Grafton conmigo, con mi uniforme del Ejército norteamericano. La gente dirá: «Mirad, el yanqui. ¿Es que sólo puede aspirar a liarse con ese barril de manteca, cuando Dublín tiene las muchachas más preciosas del mundo?».
Le dije que no se molestara, pero ella insistió, y el tabernero dijo que el sábado tendría más de un motivo para confesarme porque «tu compañera la flaca no tiene piedad».
¿Por qué no demostré mí independencia? ¿Es que iba a entrar por primera vez en mi vida por las puertas del Trinity con aquel cuerpo gordo y orondo del brazo?
Sí que iba, y así entré.
Se pasó todo el camino calle Grafton abajo farfullando a todos los que nos echaban una simple mirada: «¿Qué pasa? ¿Es que nunca han visto un yanqui?», hasta que una mujer que llevaba un chal le replicó:
—Sí que lo hemos visto, pero nunca habíamos visto a ninguno caer tan bajo como para tener que ir con una como tú.
Mary chilló que si no fuera porque tenía cosas más importantes de qué ocuparse, le arrancaría los ojos.
Me ponía nervioso la idea de entrar por el portón del Trinity. No dudaba que el guardia de uniforme me preguntaría qué hacía allí, pero no nos prestó atención, ni siquiera cuando Mary dijo: «Qué tarde tan bonita, cariño».
Allí estaba yo por fin, de pie sobre las losas, más allá del portón, sin atreverme a dar un paso más. Oliver Goldsmith había andado por aquí. Jonathan Swift había andado por aquí. Todos los protestantes ricos a lo largo de los siglos habían andado por aquí. Y aquí estaba yo, y eso era suficiente.
Mary me tiró del brazo.
—Está oscureciendo. ¿Te vas a quedar ahí plantado toda la noche? Vámonos, me muero de ganas de tomarme un jerez. Después nos vamos a mi apartamentito, y quién sabe lo que pasará, quién sabe.
Soltó una risita y me apretó contra su gran cuerpo blando y tembloroso y yo quise decir a todo Dublín: «No, no, no es mía».
Subimos por la calle Nassau, y ella se detuvo para admirar las joyas de la tienda de Yates, en la esquina.
—Preciosas —dijo—. Preciosas. Oh, ya llegará el día en que llevaré en el dedo un anillo de ésos.
Me soltó el brazo para señalar un anillo en el escaparate, y yo eché a correr. Subí corriendo por la calle Nassau, apenas oyéndole gritar que yo no era más que un roñoso señorito yanqui de Limerick.
Al día siguiente volví al Bewley para decirle cuánto sentía mi conducta.
—Oh, no tiene importancia —dijo ella—. Está claro que nadie sabe lo que va a salirle de dentro después de tomarse unas cuantas copas de jerez o unas pintas.
Dijo que terminaría a las seis, y que si quería podíamos ir a tomar pescado con patatas fritas y después el té en su habitación. Después del té, dijo que estaba claro que se había hecho demasiado tarde para que yo me volviera andando a mi hotel, cerca de Grafton Street, y que a ella no le molestaría lo más mínimo que me quedara y tomara el autobús con ella a la mañana siguiente. Salió al baño común del pasillo, y yo me desvestí hasta quedar en ropa interior. Volvió con un camisón gris vaporoso. Se arrodilló junto a la cama, se santiguó y pidió a Dios que la guardara de todo mal. Dijo a Dios que sabía que se estaba sometiendo a la tentación, pero que estaba segura de que ese chico que estaba en la cama era un inocente.
Se metió en la cama y me aplastó contra la pared, y cuando extendí la mano para subirle el camisón, ella me la apartó de una palmada. Dijo que no quería ser responsable de que yo perdiera el alma, pero que se sentiría más tranquila si rezaba un Acto de Contrición perfecto antes de quedarme dormido. Mientras yo rezaba la oración, ella se revolvió para quitarse el camisón y me atrajo contra su cuerpo. Susurró que debía terminar la oración más tarde, y yo dije que sí, que desde luego que sí, mientras ahondaba en su cuerpo vasto y fofo y terminaba mi Acto de Contrición.
Entonces tenía veintidós años, y ahora, a los treinta y ocho, presentaba una solicitud para estudiar en el Trinity College. Sí, tendrían en cuenta mi solicitud si rendía el examen American Graduate Record. Lo hice, y me sorprendí a mí mismo y a los que me rodeaban con una nota en Lengua Inglesa que me situaba entre el dos por ciento superior. Eso significaba que estaba en lo más alto, con la gente lista de todo el país, y me animó tanto que fui al restaurante de Gage y Tollner, en Brooklyn, me comí un róbalo con una patata asada y bebí tanto vino que después no recordaba cómo había vuelto a casa. Alberta tuvo paciencia conmigo, no me riñó a la mañana siguiente, porque, al fin y al cabo, me iba a Dublín, a una universidad de categoría, y ella no me vería mucho durante los dos años siguientes, que era el tiempo que te concedía el Trinity para redactar una tesis y defenderla.
Creo que en la sección de matemáticas del examen obtuve la puntuación más baja del mundo.
Alberta me reservó un camarote en el
Queen Elizabeth,
para la penúltima travesía del Atlántico rumbo al oeste que haría el barco. Celebramos una fiesta a bordo porque era la costumbre. Bebimos champán, y cuando llegó la hora de que los visitantes desembarcaran, la besé y ella me besó. Le dije que la echaría de menos y ella me dijo que me echaría de menos, pero no estoy seguro de que ninguno de los dos estuviera diciendo la verdad. Estaba achispado con el champán, y cuando el barco se apartó del muelle saludé con la mano sin saber a qué estaba saludando. Pensé que así había sido mi vida. Saludar sin saber a qué. Me pareció una observación profunda, de esas dignas de estudiarse, pero me produjo dolor de cabeza y pasé a otra cosa.
El barco salió al Hudson y puso proa a la bocana del puerto. No olvidé saludar con la mano hacia la isla Ellis. Todos saludaban la Estatua, pero yo dediqué un saludo especial a la isla Ellis, lugar de esperanzas y desconsuelos.
Pensé en mí mismo, un pequeño de casi cuatro años, hacía treinta y cuatro, saludando con la mano, saludando, navegando hacia Irlanda, y ahí estaba otra vez, saludando, y ¿qué hacía yo, adónde iba, y en qué consistía todo?
Cuando estás solo y sigues mareado por el champán, te pones a rondar por el barco, explorándolo. Estoy en el
Queen Elizabeth,
navegando hacia Dublín, hacia el Trinity College, nada menos. ¿Se te había ocurrido alguna vez que, con tus idas y venidas, con tantos saludos con la mano, acabarías pasándote al enemigo? El Trinity College, el colegio universitario protestante, siempre leal a su majestad tal y a su majestad cual, pero ¿acaso aportó algo alguna vez el Trinity a la causa de la libertad? Mas en lo más hondo de tu alma pequeña y llorona, siempre los viste como superiores, ¿verdad?, protestantes con caballos, con acentos requetefinos, con las narices bien altas.
Oliver Saint John Gogarty era un hombre del Trinity, y aunque yo había escrito acerca de él y había leído hasta la última palabra suya que había podido encontrar, creyendo que se me pegaría parte de su talento y su estilo, todo fue en vano. En cierta ocasión mostré mi tesis a Stanley Garber, profesor del McKee, y le hablé de mis esperanzas. Él sacudió la cabeza y dijo:
—Mira, McCourt, olvídate de Gogarty. En el fondo de tu cerebro serás siempre ese zarramplín de los callejones de Limerick. Descubre quién demonios eres. Súbete a la cruz y sufre por ti mismo. No valen sustitutos, amiguete.
—¿Cómo puedes hablar así, Stanley? Eso de la cruz... Si tú eres judío.
—Eso es. Fíjate en nosotros. Intentamos integrarnos con los gentiles. Intentamos asimilarnos, pero no nos dejaron. Y ¿qué pasa entonces? Que hay fricciones, hombre, y las fricciones producen hombres como Marx y Freud y Einstein y Stanley Garber. Da gracias a Dios de no estar integrado, McCourt, y deja a Gogarty. Tú no eres Gogarty. Estás tú solo. ¿Lo entiendes? Si ahora mismo te cayeras muerto, las estrellas seguirían siendo estrellas y no alterarían su curso, y tú serías una mota. Sigue tu propio camino, o terminarás en una casita de Staten Island rezando avemarías con una maruja.
Pero ahora no podía pensar en eso porque aquí, bajando por la gran escalinata central del
Queen Elizabeth,
vi a una mujer que conocía. Me vio y dijo que debíamos tomarnos una copa. Recordé que era enfermera privada de los ricachos de Nueva York, y me pregunté qué más sería. Dijo que su amiga la había desilusionado, que había cambiado de planes de viaje, y allí estaba ella, la enfermera, con un camarote de primera clase con dos camas, y con cinco días solitarios de navegación por delante. La bebida me soltó la lengua, y le hablé de mi soledad y de que podíamos hacernos mutua compañía durante el viaje, aunque podía resultar difícil, teniendo en cuenta que ella iba en primera clase y yo por debajo de la línea de flotación.
—Ah, eso estaría grandioso —dijo.
Era medio irlandesa y a veces hablaba así.
Si yo hubiera estado sereno quizá habría obrado con más prudencia, pero sucumbí a la tentación y me olvidé de mi camarote en las entrañas del barco.