El Profesor (46 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Adrian pensó que las personas que decían «Lo sé todo» sobre algo o alguien, en general no sabían nada. Pero se guardó esta opinión.

—¿Qué es lo que está buscando?

—Mi parte. Unos honorarios adecuados por mi tiempo.

Brian estaba susurrando instrucciones en el oído de Adrián, quien podía percibir un cierto regocijo en la voz de su hermano. El placer de todo abogado: poner trampas.

—Esto me suena a extorsión.

—No. Es un pago por servicios prestados.

Adrián asintió con la cabeza. Todo lo que hizo fue seguir las claras indicaciones de su hermano, que le daba instrucciones rápidas. ¡Pídele el teléfono! Adrián hizo lo que se le decía.

—Bien. ¿Tiene usted un teléfono móvil para que pueda hacer una llamada? Me temo que nunca llevo uno conmigo.

Wolfe sonrió. Metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. Se lo dio a Adrián.

—Llame —dijo.

Empieza a mentir. Adrián se quedó momentáneamente confundido respecto a lo que su hermano quería decir, pero vio sus propios dedos que marcaban los números en el teclado. Por un segundo, pensó que la mano de Brian estaba guiando la suya. Marcó el 911.

Ya sabes por quién tienes que preguntar, dijo Brian con energía.

—La detective Collins, por favor.

Wolfe asintió con la cabeza.

—Tal vez la he encontrado —dijo rápidamente, casi nervioso—. Pero si alguien contesta a esa llamada, tal vez no la haya encontrado.

Adrián vaciló, escuchó un «Hola» distante y de inmediato colgó el teléfono.

Eso va a dificultar las cosas, dijo Brian en voz baja. Presta atención. Ya he hecho esto antes. Primer paso: haz que sea más concreto.

—Bien, señor Wolfe, ¿cuál de las dos es? ¿La ha encontrado o no?

Wolfe sacudió la cabeza.

—No es tan simple.

—Sí lo es.

Bien, aprobó Brian.

—¿La ha encontrado? —insistió Adrián.

—Sé dónde buscar.

—Eso no es lo mismo.

—Así es —replicó Wolfe—. Pero está cerca.

Está bien, Audie, sigue así. Estás controlando la situación.

—¿Tiene alguna propuesta? —preguntó abruptamente Adrián.

—Sólo quiero ser justo.

—Eso es una declaración. No una propuesta.

—Profesor, los dos sabemos de qué estoy hablando ahora.

—Bien, señor Wolfe, entonces ¿por qué no me explica lo que piensa usted que es justo?

Wolfe vaciló. Estaba sonriendo. Tenía una expresión que lo hacía parecerse a la vieja versión de Disney del Gato de Cheshire, que se desvanecía en la nada, dejando solamente su enorme e inquietante sonrisa llena de dientes en la pantalla de cine. Adrián recordó haber visto Alicia en el país de las maravillas con Tommy, y luego recordó haber pasado una cuantas horas tratando de explicarle a su hijo pequeño que la probabilidad de que él cayera en el agujero de la madriguera de un conejo hacia un mundo donde una Reina Roja quisiera cortar la cabeza a la gente sin juicio era muy pequeña. Cuando su hijo era pequeño le asustaba la fantasía, no la realidad. Podía ver un programa sobre ataques de tiburones en California o sobre leones hambrientos en el Serengeti y estaba fascinado. Pero las orugas que fuman en narguile hacían que diera vueltas y vueltas gritando en la oscuridad en lugar de dormir.

Audie, ¡no dejes que tu mente se disperse! Brian era insistente. Alerta.

—¿Sabe, profesor? No estoy completamente seguro. ¿Cuánto cree usted que vale mi tiempo?

—Pues bien, usted mismo puso el precio. Lo mismo que una hora extra en su trabajo.

—Pero éste es un trabajo especializado. Muy especializado. Eso requiere... —vaciló— algo más de lo habitual.

—Señor Wolfe, si usted va a tratar de sacarme algún dinero, por favor, sea preciso.

Bien, le alentó Brian. Eso le va a descolocar. Adrián pensó que su hermano muerto sabía mucho más sobre psicología criminal de lo que él nunca había sospechado que podría saber.

—Bueno —continuó Wolfe—, ¿cuánto vale para usted?

—El éxito es invalorable, señor Wolfe. No tiene precio. Pero, por otro lado, no estoy dispuesto a pagar por el fracaso.

—Póngale un precio —sugirió Wolfe—. Quiero saber hasta qué punto debo esforzarme.

—Usted simplemente va a cambiar cualquier cifra que yo proponga en algún momento más adelante. Si yo digo mil, diez mil o un millón, usted simplemente va a duplicarlo o triplicarlo cuando tenga algo para mí. ¿No es así?

Wolfe se quedó desconcertado por un instante. Adrián sabía que había marcado un tanto. No podía creer que estuviera negociando fríamente acerca de la desaparición de Jennifer. Le sorprendía.

—Le diré una cosa, señor Wolfe: pondremos una recompensa. Esto es como esos viejos carteles de «Se busca vivo o muerto» de las películas de vaqueros. Digamos veinte mil dólares. Ésa es una suma importante. Si usted consigue información que conduzca a encontrarla y traerla a su casa (si eso es así), entonces yo le pagaré veinte mil dólares. Ayude a salvar a Jennifer, y conseguirá un montón de dinero. No consiga nada, y usted no recibirá nada. Ése es su incentivo financiero. Si yo fuera usted, no llevaría sus patéticos esfuerzos de extorsión a la familia de ella ni a nadie más, porque la policía sería menos comprensiva que yo, y usted acabaría en prisión. Pero yo soy un poco diferente, estoy un poco loco... —Adrián sonrió como podría hacerlo el malo de la película—, así que le permitiré que me saque un poco de dinero.

—¿Cómo puedo confiar en usted? —quiso saber Wolfe.

Adrián dejó escapar una risa áspera.

—Ésa, señor Wolfe... —puso toda su fuerza estentórea y académica en sus palabras, de modo que sonó como un conferenciante pomposo en un estrado—, es, por supuesto, una pregunta que también yo me hago.

Wolfe parecía consternado.

—Usted no es muy bueno en esto, ¿verdad, señor Wolfe?

—¿Bueno en qué? Cuando se trata de ordenadores y de navegar en la web, soy un maldito experto...

—No. Me refería al oficio de delincuente.

Wolfe sacudió la cabeza. Regresó a su ordenador.

—No soy un delincuente. Nunca lo he sido.

—Podemos debatir eso en alguna otra ocasión.

—No es un delito, profesor. Lo que me gusta. Es sólo... —Se detuvo, pero si fue porque se dio cuenta de lo estúpido que parecía o no, Adrián no podía saberlo—. Muy bien, profesor. Mientras nos entendamos entre nosotros... Veinte mil dólares.

Adrián esperaba alguna amenaza adicional, algo como «si usted no me paga, yo le...» pero no estaba muy seguro de lo que cualquiera de ellos podía llegar a hacer. Wolfe quería el dinero, pero sabía que Adrián podía echarse atrás en cualquier momento. Le pareció que estaban perfectamente equilibrados. Ambos tenían necesidades. Así que jugarían a ese juego.

No tenía idea ni siquiera de si tenía veinte mil dólares depositados en alguna cuenta bancaria, ni de si le pagaría algo a Wolfe. Lo dudaba. Pudo sentir la mano de Brian sobre su hombro y escuchó la voz de su hermano: Él lo sabe también, Audie. No es estúpido. Así que eso quiere decir que va a hacer otra jugada. Tienes que estar preparado para cuando él la haga.

Wolfe no se dio cuenta de la lenta inclinación de cabeza de Adrián.

—No soy una mala persona —dijo Wolfe—. A pesar de lo que esos policías digan.

Adrián no respondió. Deseaba que Brian le suministrara rápidamente alguna réplica ingeniosa, pero el otro se mantuvo en silencio. Adrián se preguntó si Brian estaba tan sorprendido como él por el comportamiento del delincuente sexual.

—Yo no soy el villano aquí —continuó Wolfe, casi repitiéndose. Estaba hablando en voz baja, como si no le importara realmente lo que Adrián pensara.

—Nunca he dicho que lo fuera —replicó Adrián. Esa era una mentira y se sintió como un tonto por decir tal cosa en voz alta.

Las teclas del ordenador sonaban como el redoble de un tambor que conducía a una sinfonía.

—¿Esa es ella? —preguntó Wolfe repentinamente.

* * *

Era la última hora de la tarde y Terri Collins estaba sentada en su automóvil fuera de la casa de los Riggins, reuniendo fuerzas para caminar hasta la entrada y dar malas noticias. Sobre el tronco de un árbol cercano alguien —supuso que había sido Scott— había clavado, con grapas, un cartel casero con la imagen de Jennifer y la palabra «DESAPARECIDA» en letras mayúsculas. En un sitio decía «Vista por última vez» y en otra parte «Si alguien la ve, por favor llamar al», seguida por los números de teléfono. No era distinto del tipo de carteles que la gente del extrarradio hace para perros y gatos perdidos. Sólo que esos animales probablemente ya habían sido atropellados por un automóvil o incluso habían servido de alimento a los coyotes que ocupaban las áreas boscosas cercanas, a los que les gustaba hacer caer a los perros pequeños en trampas fratricidas.

Le sorprendía un poco que no hubieran llamado todavía a los canales de televisión. La inclinación natural de las personas como Scott era convertir una desaparición en un espectáculo. Mary estaría delante de las luces y las cámaras, con los ojos llenos de lágrimas, retorciéndose las manos, rogándole a «quien fuera» que «simplemente dejara libre a la pequeña Jennifer». Eso, Terri lo sabía, era tan inútil como patético.

Terri recogió algunos documentos de la policía y copias de las hojas de «Búsquedas» dedicadas a personas desaparecidas. Una colección que daría la impresión de que se había estado ocupando del caso, cuando lo que realmente representaba era frustración tras frustración. Había dejado en su oficina todo lo referido a la cinta de seguridad de la estación de autobuses, y todo lo relacionado con sus conversaciones con Adrián Thomas.

* * *

Exhaló despacio y volvió a mirar hacia la casa de los Riggins. Se preguntaba qué haría ella si uno de sus hijos llegara a desaparecer. Quedaría atrapada, se dio cuenta, entre el deseo de apartarse de cada recuerdo que hubiera quedado grabado en toda la casa y la imposibilidad de abandonar la esperanza de que tenía que permanecer allí esperando, en caso de que lo improbable ocurriera y el niño perdido apareciera de regreso en la puerta.

Imposible decidir, pensó. Tanto dolor e incertidumbre...

Deseó ser mejor en lo que tenía que hacer.

Cuando bajó de su automóvil y caminó por la acera hacia la casa de los Riggins, la sorprendió el aislamiento. Había gente fuera en las otras residencias aprovechando las últimas horas del día para rastrillar las hojas muertas que quedaban del invierno, o sembrando plantas perennes en los jardines, que finalmente comenzaban a revivir con la primavera. Podía escuchar los ruidos de máquinas eléctricas y cortadoras de césped, mientras la gente ponía en marcha los inevitables proyectos típicos de una casa de las afueras que habían sido pospuestos durante los oscuros y breves días que acaban de pasar.

La casa de los Riggins, en contraste, no daba ninguna señal de actividad. Ningún ruido. Ningún movimiento. Parecía una casa que había sido azotada por los vientos fuertes y dañada por las garras del invierno.

Golpeó y escuchó pasos antes de que la puerta se abriera. Allí apareció Mary Riggins. Nada de saludos. Nada de cortesías.

—Detective... —empezó—, ¿alguna noticia?

Pudo ver a la vez esperanza y horror en los ojos de Mary Riggins. Terri miró detrás de ella. Scott West estaba ante un ordenador. Dejó lo que estaba haciendo para mirar a la detective.

—No —respondió Terri—. Me temo que no. Sólo quería ponerla al día acerca de lo que hemos hecho. —Y luego preguntó—: ¿Usted no ha recibido nada? ¿Algún contacto? Algo que pudiera...

Se detuvo cuando vio el vacío en los ojos de Mary Riggins.

La hizo pasar al comedor, donde Scott West le mostró una página de Facebook y un sitio web con su nombre que había abierto para recibir información sobre Jennifer. Hasta ese momento, ninguno de esos sitios había producido demasiado, pero Terri diligentemente recogió todas las respuestas en ambos sitios. Sabía que Facebook iba a cooperar con cualquier investigación de la policía, y también sabía que podía seguir cualquiera de las conexiones del sitio web si parecía prometedora.

El problema era que la mayoría de las respuestas eran del tipo Rezamos por su alma. Jesús sabe que no hay niños perdidos, sólo niños a los que El ha llamado o Me encantaría que se hubiera perdido por toda mi cara. Mmmm. Estas réplicas vagamente obscenas eran totalmente predecibles, tan predecibles como las respuestas religiosas. También había algunos mensajes del tipo Sé exactamente dónde está, pero todos éstos parecían querer dinero antes de dar más explicaciones. Terri hizo un recordatorio mental de pasar al FBI cualquier cosa que oliera remotamente a extorsión.

Observó todo el material y se dio cuenta de que podía dedicar su vida entera a rastrear cada respuesta. Ése era el problema de abrir esas puertas, desde el punto de vista de un detective. Si hubiera alguien por ahí que en realidad supiera algo, sería difícil distinguirlo de los locos y los pervertidos que eran atraídos con tanta facilidad por las desgracias ajenas. Al mundo le gusta redoblar la tragedia, pensó Terri. Parecería que con el primer golpe no es suficiente. Hay que añadir punzadas e insultos a la herida.

Se preguntaba si ésta era una característica única de Internet. Cuando uno sacaba a la luz algo personal, abría la puerta a los extraños.

—¿Cree usted que algo de esto puede ayudar? —preguntó Scott.

—No lo sé.

Él miró la pantalla del ordenador.

—Yo sí—dijo sombríamente. Scott vaciló mientras miraba al otro lado de la habitación. Mary Riggins había ido a traer café para los tres—. Hice esto para ella. Le hizo pensar que estaba ayudando a hacer algo para encontrar a Jennifer. Es un poco como recorrer en automóvil todo el vecindario, como si pudiéramos encontrarla como se encuentra un par de guantes tirados a un lado de la calle. Pero no servirá de nada, ¿verdad, detective?

—No lo sé —mintió Terri—. Podría ayudar. Hay casos en los que ha servido. Pero también...

Scott la interrumpió para terminar lo que ella estaba diciendo, como era un hábito en él:

—Lo más común es que sólo sea un ejercicio fútil, ¿no, detective?

Terri se preguntó por un instante qué clase de persona usaba expresiones como «ejercicio fútil» en una conversación. Mantuvo una mirada serena e inexpresiva mientras hacía un gesto de asentimiento con la cabeza. Scott parecía tener unos cimientos en la realidad que se manifestaban como una especie de crueldad insensible, desconectada. Imaginó que esto le venía de sus sesiones de terapia.

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