El Profesor (44 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Podía entender las obscenidades: ¡Mierda! ¡Maldito! ¡Puta! Cada palabra de borde afilado la hería. Sólo comprendía frases sueltas: ¡Te lo dije! ¿Por qué alguien iba a escucharte? ¡Crees que lo sabes todo, pero no es así! Era como meterse en medio de una historia cuyo fin es incierto y el comienzo ya pasó hace mucho tiempo.

Se quedó helada sobre la cama, alerta, con el Señor Piel-marrón en sus brazos. El tono de la discusión parecía ir en aumento, para luego disminuir, subir otra vez y luego volver a bajar, hasta que de pronto oyó el ruido de un vaso que se hacía añicos. En su mente imaginó una habitación, un vaso de whisky lanzado que choca y se destroza contra una pared haciendo saltar por el aire los pedazos de vidrio. A esto le siguió de inmediato un ruido seco y sordo, y casi un grito. La ha pegado, pensó.

Luego dudó. Tal vez ha sido ella quien le ha golpeado a él.

Trataba de aferrarse a cualquier señal de seguridad que pudiera atravesar las paredes de su prisión, pero no llegaba ninguna. Cualquier cosa que estuviera ocurriendo fuera de su oscuridad era violenta e intensa. Era como si en algún lugar más allá de ella las cosas estuvieran en erupción, la tierra estuviera temblando y el techo amenazara con derrumbarse. Apenas se dio cuenta de eso cuando sacó las piernas de la cama y se puso de pie junto a la pared más cercana. Apoyó la oreja contra el tabique, pero eso parecía hacer que los ruidos perdieran intensidad y se alejaran. Dio unos pasos en varias direcciones diferentes, tratando de precisar de dónde venían los ruidos, pero al igual que en todos los otros juegos de la gallinita ciega a los que había jugado desde que llegó a aquella habitación, los ruidos quedaron fuera de su alcance.

Jennifer hizo cálculos en su cabeza. Un bebé llora. Sonidos de juegos en un patio de colegio. Una fuerte pelea. Todo esto tenía que tener algún sentido. Cada elemento tenía que ser parte de un retrato que tal vez le dijera dónde estaba y tal vez qué le iba a pasar. Todo era parte de una respuesta. Se movió trastabillando por la habitación, justo hasta el límite de la cadena, tratando de encontrar algo en el aire delante de ella que pudiera tocar, que la llevara a algún tipo de entendimiento.

Desesperadamente quería levantarse el borde de la máscara y mirar, como si el hecho de ver pudiera permitirle entender. Pero estaba demasiado atemorizada. Cada una de las veces en que había echado una mirada a escondidas —vio la cámara que la miraba de manera implacable, documentando cada una de sus respiraciones, observando su ropa doblada sobre una mesa, viendo los parámetros de su celda— había sido una mirada rápida y subrepticia. Cada vez había tratado de ocultar lo que estaba haciendo para que el hombre y la mujer no se dieran cuenta y no la castigaran. Pero hubo algo inquietante, algo profundamente atemorizante en la pelea. Otro ruido de algo que se rompía llenó la habitación. ¿Una silla? ¿Una mesa? ¿Alguien que rompía platos?

Se tambaleó. Todas las peleas que había tenido con su madre parecían envolverla. Trató de medir el significado que habían tenido aquellas peleas. Sólo podía pensar en una lección: Después de una pelea, la gente se vuelve mala. Quiere hacer daño. Quiere castigar. Se estremeció ante la idea de que quienquiera que fuera la próxima persona que atravesara la puerta de su prisión sólo iba a tener rabia contenida, y ella sería donde esa rabia iba a ser descargada. Esta idea le hizo retroceder sobre la cama, como si ése fuera el único lugar donde podía estar a salvo.

Se acurrucó. El miedo y la incertidumbre se apoderaron de ella. Podía sentir las lágrimas que se iban formando y su respiración era una serie de pequeños estallidos bruscos, como si fuera lo que fuese esa pelea, la involucrara a ella. Quería gritar: ¡No he hecho nada malo! ¡No es mi culpa! ¡He hecho todo lo que han querido!, aun cuando estas protestas no fueran del todo verdad. Estaba envuelta por la oscuridad de su venda, pero no podía esconderse. Retrocedió, temerosa del próximo ruido, fuera éste la puerta o más insultos u otra cosa que se rompía.

Y entonces escuchó el tiro.

* * *

Dos estudiantes de los primeros años en el segundo semestre en la universidad de Georgia estaban holgazaneando en su habitación en la sede de Tau Epsilon Phi cuando el inconfundible ruido del disparo de un arma de fuego estalló en los altavoces. Un estudiante estaba acostado en una cama de metal debajo de un cartel de reclutamiento del Ejército que instaba a los lectores con esta frase: «Sé todo lo que puedas ser». Estaba hojeando un ejemplar de una revista llamada Dulce y Joven, mientras su compañero de habitación estaba sentado frente a un portátil Apple sobre una mesa de roble desgastada por el uso y llena de marcas.

—¡Jesús! —exclamó el primer estudiante a la vez que se sentaba en la cama—. ¿Alguien ha disparado a alguien?

—Ha sonado como un disparo.

—¿La Número 4 está bien? —preguntó de inmediato el otro.

—Estoy mirando —respondió su compañero de habitación—. Parece que está bien.

El primer estudiante era flacucho y de piernas largas. Usaba los vaqueros planchados y una camiseta que recordaba unas vacaciones de primavera en Cancún. Cruzó la habitación rápidamente.

—¿Está asustada?

—Sí. Asustada. Como siempre. Aunque tal vez un poco más.

Los dos varones jóvenes se inclinaron hacia delante, como si al acercarse a la pantalla pudieran entrar en la pequeña habitación donde la Número 4 estaba encadenada a la pared.

—¿ Y el hombre y la mujer? ¿Se sabe algo de ellos?

—Todavía no. ¿Te parece que uno de ellos ha disparado al otro? Recuerda que no hace mucho tenían aquella enorme pistola que agitaban en la cara de la Número 4.

Pero sabían que debían esperar. Ellos, como muchos de sus compañeros de clase, habían crecido con los videojuegos, y estaban acostumbrados a pasar horas delante de una pantalla de ordenador siguiendo el desarrollo de algún drama interactivo como Grand Theft Auto o Doom.

—Obsérvala. Fíjate si escucha otra cosa.

Los dos compañeros de habitación no se daban cuenta de que imitaban los movimientos de ella, estirando la cabeza, inclinándose hacia los ruidos. En algún lugar de los pasillos de la casa de la fraternidad, alguien puso música rock cristiana, lo cual hizo que ambos compañeros de habitación lanzaran maldiciones al unísono. Escuchar lo que estaba ocurriendo en el pequeño mundo de la Número 4 era fundamental.

—Eso va a hacer que se mee de miedo —dijo uno de ellos—. Va a tener que usar el inodoro.

—Nooo..., usará al oso. Va a empezar a hablarle al oso otra vez.

En la pantalla, el ángulo de la cámara cambió a un primer plano de la cara de la Número 4. Se podía ver la preocupación y la tensión en la fuerza de su mandíbula, aun con los ojos ocultos. Ambos compañeros de habitación imaginaron que a la Número 4 se le había puesto la piel de gallina por el miedo. Ambos querían extender la mano y acariciarle el vello de los brazos. Era como si pudieran estar en la habitación con ella. Su habitación en la residencia de estudiantes parecía tan calurosa y sofocante como la celda de la Número 4. Uno de los estudiantes la tocó en la pantalla.

—Creo que está jodida —dijo uno.

—¿Por qué?

—Si el hombre y la mujer están peleando realmente, tal vez sea porque tienen algún desacuerdo respecto a todo el espectáculo. Tal vez se trata de la violación. Tal vez la mujer está celosa porque el hombre se lo quiere hacer con la Número 4...

Ambos miraron el reloj que corría en un rincón de la pantalla.

—¿Hiciste nuestra apuesta? —le preguntó de pronto su compañero de habitación.

—Sí Dos veces. La primera fue demasiado rápida. Perdimos. Fue tu culpa. Sólo porque tú no hubieras perdido el tiempo si la Número 4 estuviera aquí... —Se detuvo, y ambos estudiantes se rieron—. De todos modos, ya sabes que lo van a estirar. Así es el negocio. Ahora creo que hemos apostado a una hora mañana o al día siguiente.

—Muéstramelo.

El primer estudiante hizo clic en un par de teclas y la imagen de la Número 4 en su habitación en un instante quedó comprimida en una pantalla más pequeña. Un solo mensaje apareció en el resto de la pantalla. Era un texto en letra Bodoni negrita y cursiva que decía: «Bienvenido, TEPSARETOPS. Ha apostado por la HORA 57. Quedan 25 horas antes de que su apuesta entre en juego. La hora de su apuesta es compartida con otros 1.099 abonados. El bote total es actualmente de más de 500.000 euros. Hay horas de apuesta todavía disponibles. ¿ Quiere apostar otra vez?». Debajo del mensaje había dos recuadros: SÍ y NO.

El estudiante movió el cursor al recuadro del SÍ y se volvió hacia su compañero de habitación, quien negó con la cabeza.

—No... Creo que mi tarjeta está cerca del máximo. No quiero que mi familia empiece a hacer preguntas. Les dije que ésta era una web de póquer de fuera del país y me dieron un sermón realmente largo y extremadamente aburrido para decirme que dejara de apostar.

—Seguramente lo siguiente que harán será hablarte de un programa de doce pasos y te preguntarán si vas a la iglesia los domingos.

Se encogió de hombros, movió el cursor a NO e hizo clic. La Número 4 volvió de inmediato a llenar la pantalla.

—¿Sabes? Esto sería mucho mejor en una pantalla LED gigante.

—Qué bueno. Llama a tu familia.

—Es impensable que me dejen comprarla. No con las notas que he sacado el último semestre.

—¿Y? —dijo el primer estudiante, mientras se echaba hacia atrás—. ¿Qué va a pasar después? —Miró el reloj de pared—. Tengo ese maldito seminario sobre los usos y abusos de la primera enmienda en media hora. Odio perderme algo. —No se refería a perderse una clase.

—Siempre puedes ir y después ver lo que te has perdido en la ventana «Ponerse al día». —El estudiante hizo clic en otro par de teclas y relegó otra vez la imagen en tiempo real de la Número 4 a una esquina. Como antes, apareció un mensaje escrito en letra Bodoni negrita y cursiva. Decía: «Menú» y contenía varias imágenes más pequeñas. Cada una tenía un título como «Uso del inodoro» o «La Número 4 come» o «Conversación # 1».

—Sí, pero odio eso. Lo divertido es seguirlo en tiempo real. —Levantó una pila de libros de texto—. Mierda. Tengo que irme. Si pierdo otra clase, me costará medio punto en la nota.

—Entonces vete.

El estudiante metió los libros en una mochila y cogió una desgastada sudadera de un montón de ropa sucia. Pero antes de irse se agachó y besó la imagen de la Número 4 en la pantalla.

—Te veo en un par de horas, querida —saludó adoptando un falso acento sureño. En realidad él era de un pueblo pequeño cerca de Cleveland, en Ohio—. No hagas nada. Por lo menos, no hagas nada que yo no haría. Y no dejes que nadie te haga nada. No hasta dentro de veinticinco horas.

—Sí. Sigue con vida y sigue virgen mientras mi estúpido compañero de habitación va a su clase para que no lo expulsen y no termine ganándose la vida haciendo hamburguesas.

Ambos se rieron, aunque no era del todo una broma. —Avísame si ves algo. Envíame un mensaje de texto de inmediato.

—Seguro.

Su compañero de habitación acarició la pantalla y se acomodó en el sillón delante del ordenador.

—Eh —exclamó—, tu asqueroso y húmedo beso ha dejado una marca en la pantalla. —El otro le hizo un gesto insultante con el dedo y se fue.

El estudiante que se quedó en la habitación volvió a la Número 4. Le encantaba la cantidad de recursos a los que ella podía apelar, pero al mismo tiempo no quería perderse la violación cuando ésta efectivamente ocurriera. Se preguntaba si iba a ser rápida y violenta, o una teatral y prolongada seducción. Sospechaba que sería esto último. Se preguntaba si ella se iba a entregar y dejar que las cosas ocurrieran, o si iba a pelear, a arañar y a gritar. No estaba seguro de qué reacción le iba a gustar más. Por un lado, le gustaba ver al hombre y a la mujer dominando a la Número 4. Por otro, más bien le gustaba alentar al perdedor, como era evidentemente el caso de ella. Eso era lo que él y su compañero de habitación adoraban de Serie # 4. Todo era predecible, y a la vez totalmente inesperado.

A veces se preguntaba si habría otros estudiantes en el campus que pagaran por ver a la Número 4. Tal vez todos la amamos, supuso. Le recordaba un poco a una chica que había conocido en el instituto de secundaria. O tal vez a todas las que había conocido en el instituto. De lo único que estaba seguro era de que la Número 4 estaba condenada.

El disparo podría marcar el principio del fin, especuló. Pero tal vez no lo fuera. No podía saberlo. Pero sí sabía que al final iba a morir. Esperaba con ansiedad cómo se produciría el desenlace. Era un seguidor de los vídeos de la yihad y de las imágenes de sangrientos accidentes automovilísticos en YouTube, y lo que realmente quería en la vida era aparecer en Supervivientes o en algún otro reality show de la televisión en el que, estaba completamente seguro, ganaría el premio del millón de dólares.

La Número 4 estaba temblando otra vez. El había llegado a prever su pérdida de control corporal. Eso le decía que su miedo no era fingido. Le encantaba eso. Tanto de lo que veía era falso... Las estrellas pornográficas fingían los orgasmos. Los videojuegos simulaban las muertes. Los programas de televisión simulaban el drama.

No era así en whatcomesnext.com. No era así con la Número 4.

A veces, pensaba que ella era la cosa irreal más real que jamás había visto. Sus especulaciones se interrumpieron abruptamente. Había un movimiento en la habitación. Vio que la Número 4 se volvía ligeramente. La cámara mostró una panorámica con ella.

La puerta se estaba abriendo.

* * *

Jennifer tembló al escuchar el ruido.

Pudo escuchar el crujido que le decía que la mujer con el traje de seguridad estaba entrando en la habitación. Pero en lugar de moverse lentamente, sus pasos sonaban precipitados. En un momento estaba en la puerta y un instante después estaba moviéndose alrededor de Jennifer, con el rostro apenas a unos centímetros de su cara.

—Número 4, escuche con atención. Haga exactamente lo que yo le diga.

Jennifer asintió con la cabeza. Podía sentir la ansiedad en la voz de la mujer. Los habituales tonos fríos y modulados se habían acelerado. Su voz era más aguda; aunque susurraba, se notaba. Pudo sentir que la mujer había acercado los labios a su frente, de modo que la respiración tibia resbaló sobre la cara de Jennifer.

—Usted no va a hacer ningún ruido. Ni siquiera va a respirar demasiado fuerte. Debe permanecer exactamente donde está. No se mueva. No haga el menor ruido hasta que yo regrese. ¿Comprende lo que estoy diciendo?

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