El Profesor (6 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Los diseñadores del sitio no se consideraban delincuentes, aunque habían cometido muchos delitos. Ni tampoco se identificaban como asesinos, aunque habían asesinado. Nunca habrían considerado que lo que hacían era una perversión, aunque muchos argumentaban que era precisamente eso. Ellos se consideraban empresarios modernos que ofrecían un servicio especial, poco frecuente, muy demandado por los hombres y que generaba un enorme interés en oscuros lugares en todo el mundo.

Michael y Linda se habían conocido cinco años antes en una fiesta sexual clandestina en una casa de las afueras de Chicago. Él era un licenciado en Ciencias Informáticas que preparaba su doctorado; era un tanto tímido y de voz suave; ella era una joven ejecutiva en una poderosa agencia de publicidad y ocasionalmente desempeñaba una segunda actividad en una agencia de compañía femenina para equilibrar el presupuesto. Ella tenía gustos que iban más allá de los límites; él tenía fantasías que jamás se habría permitido convertirse en realidad. Ella tenía afinidad con los BMW y los estimulantes como la dexedrina y estaba al borde de la dependencia; cuando era adolescente, él había sido arrestado por robar el perro a un vecino. Una mañana, al pasar camino del instituto, el animal le había mordido el tobillo. La policía llegó a la conclusión de que Michael había vendido el perro, un pequeño bichon frisé, a un hombre de la zona rural de Illinois que abastecía de cebo a personas que hacían luchar a perros pitbull. Veinticinco dólares en efectivo. Los cargos contra Michael habían sido retirados cuando el informante confidencial que había suministrado su nombre a las autoridades resultó estar involucrado en peores delitos que el secuestro de perros. Más de un policía vio salir libre de un juzgado, sin antecedentes, al adolescente Michael y pensó que no sería la última vez que pasaría por allí. Hasta ahora, estos policías habían estado equivocados.

Ambos venían de historias cuestionables, pasados complicados y violentos que el barniz de lo que estaban haciendo lograba esconder. Un estudiante brillante, el primero de su clase, y una prometedora mujer de negocios. Ambos eran intelectualmente sofisticados y tenían talento. En lo exterior, parecían ser la clase de personas jóvenes que habían logrado superar sus orígenes humildes. Sin embargo, ésas eran impresiones externas, y cada uno, por separado, pensaba que eran mentiras, porque sus verdaderas identidades estaban ocultas en lugares a los que sólo ellos tenían acceso. Pero descubrieron estas cosas el uno del otro mucho más tarde. La noche en que se conocieron se estaban dedicando a un tipo diferente de educación.

Las reglas de la reunión eran simples: cada uno tenía que llevar una pareja del sexo opuesto; sólo se podían usar nombres de pila; no podía haber ningún intercambio de números de teléfono ni de direcciones de correo electrónico al finalizar la fiesta; si alguien llegaba a encontrarse por casualidad con otro asistente en un contexto diferente, prometía actuar como frente a un desconocido total, como si no hubieran participado juntos en reuniones de sexo grupal, duro y pornográfico.

Todos aceptaban las reglas. Salvo la primera, nadie les prestaba realmente atención. La primera tenía que ser cumplida, porque de lo contrario no se podía entrar. Era un lugar de citas secretas, y hablaba de deslealtad y de excesos. Nadie de los que entraban en la sofisticada vivienda de dos plantas situada en las afueras estaba particularmente interesado en las reglas.

Las contradicciones abundaban. Había dos bicicletas infantiles tiradas en el jardín de delante. Había un estante lleno de libros del doctor Seuss. Las cajas de varios tipos de copos de cereales para el desayuno habían sido amontonadas en un rincón de la cocina para dejar espacio a un espejo ubicado horizontalmente sobre la encimera, con rayas de cocaína preparadas como gentileza de la casa. Un televisor en el comedor mostraba material sólo apto para adultos, aunque pocos de los treinta y tantos invitados prestaban atención a versiones filmadas de lo que ellos estaban haciendo en ese momento. La ropa era descartada rápidamente. El licor era abundante. Pastillas de éxtasis eran ofrecidas como entremeses. Los invitados más viejos tenían probablemente cincuenta y tantos años. La mayoría rondaba los treinta o los cuarenta, y cuando Linda atravesó la puerta y empezó el proceso de dejar caer su ropa, más de un hombre la miró apreciativamente y de inmediato hizo planes de acercarse a ella.

Michael y Linda habían llegado a la fiesta con otras personas, pero se retiraron juntos. La acompañante de Michael esa noche había sido otra estudiante que preparaba su doctorado de Sociología, obviamente interesada en investigar la vida real, que había abandonado la fiesta poco después de que tres hombres desnudos totalmente excitados la acorralaran, indiferentes a sus preguntas de estudiosa acerca de por qué estaban allí; no se mostraron dispuestos a escuchar sus débiles protestas mientras se inclinaban sobre ella. Había un requisito tácito en la fiesta que sugería que nadie fuera forzado a hacer algo que no quisiera. Ésta era una regla que se prestaba a interpretaciones muy diferentes.

La pareja de Linda para esa noche había sido un hombre que había pedido sus servicios, y luego, después de invitarla a una costosa cena, había preguntado dónde quería pasar el resto de la noche. Había ofrecido pagarle más de los mil quinientos dólares que ella cobraba habitualmente. Ella había aceptado, siempre y cuando el dinero fuera en efectivo y por adelantado, sin decirle que probablemente lo habría acompañado sin cobrarle más. La curiosidad, pensaba ella, era como un excitante juego preliminar. Después de llegar a la fiesta, su pareja había desaparecido en una habitación lateral con un látigo de cuero y una ajustada máscara de seda negra en la cara, dejando a Linda sola, pero no sin atención.

Su encuentro —como todos los encuentros esa noche— fue casual. Fue una conexión de miradas de un extremo a otro de la habitación, en el arco lánguido de sus cuerpos, en los tonos sedosos de sus voces. Una sola palabra, un leve movimiento de la cabeza, un encogimiento de los hombros —algún pequeño acto de intensidad emocional en una habitación oscura dedicada al exceso y al orgasmo, llena de hombres y mujeres desnudos copulando en todos los estilos y posiciones imaginables— era lo que los había unido. Cada uno estaba con otra persona cuando sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos estaba realmente disfrutando lo que estaba haciendo en ese preciso momento. En una habitación llena de lo que la mayoría de las personas habrían considerado actos desenfrenadamente diferentes, ambos se sentían un poco aburridos.

Pero se vieron el uno al otro y algo profundo y probablemente espantoso resonó dentro de ellos. Es más, no tuvieron relaciones sexuales entre ellos esa noche. Simplemente se observaron mutuamente mientras copulaban con otros, y vieron alguna misteriosa unidad de propósitos en medio de los gemidos y gritos de placer. Rodeados por despliegues de lujuria, realizaron una conexión que casi estalla. Mantenían los ojos fijos en el otro, aun cuando desconocidos exploraban sus cuerpos.

Michael finalmente se abrió camino por entre figuras sudorosas hasta llegar junto a ella, sorprendido por su propia agresividad. Habitualmente el no avanzaba y se enredaba con palabras y presentaciones, todo el tiempo empujado por deseos irrestrictos dentro de sí. Linda estaba siendo baboseada por un hombre cuyo nombre no conocía. Vio por el rabillo del ojo que Michael se acercaba desde un rincón y supo instintivamente que no se acercaba a ella en busca de algún orificio.

Se apartó bruscamente de su pareja, cuyas torpes maniobras la habían aburrido de todos modos, dejándolo sorprendido, insatisfecho y un poco enfadado. Puso fin a sus fervorosas quejas con una sola mirada feroz, se puso de pie, desnuda, y cogió la mano del desnudo Michael como si fuera alguien a quien conocía desde hacía años. Sin mucha charla, abandonaron la fiesta. Por un instante, cuando fueron a buscar la ropa tomados de la mano, parecieron una representación de Adán y Eva al ser expulsados del Jardín del Edén realizada por algún artista del Renacimiento.

En los años que llevaban juntos desde entonces, no habían vuelto a pensar en cómo se conocieron. No les había llevado mucho tiempo descubrir en el otro pasiones oscuras, electrizantes, que iban más allá del sexo.

* * *

El olor a gasolina llenó las narices de Michael. Estuvo a punto de tener arcadas y giró la cabeza, tratando de conseguir aire fresco, pero parecía que había poco dentro de la furgoneta. El olor lo dejó mareado por un momento y tosió una o dos veces mientras se salpicaba. Cuando el piso ondulado brilló con los colores del arco iris, se lanzó con desesperación afuera por la puerta para tragar aire del exterior, bebiéndose la oscuridad.

Cuando su cabeza se aclaró, volvió a la tarea. Echó más gasolina por fuera, fue hacia el frente de la furgoneta y se aseguró de que los asientos delanteros estuvieran empapados. Satisfecho finalmente, arrojó el envase rojo sobre el asiento del acompañante. También tiró dentro un par de guantes quirúrgicos. Había preparado una botella de plástico con detergente y remojado una mecha de algodón con gasolina, con lo que hizo un sencillo cóctel molotov. Metió la mano en un bolsillo buscando un encendedor.

Michael aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor. Estaba detrás de una vieja fábrica de papel, cerrada desde hacía mucho tiempo. Se había asegurado de aparcar la furgoneta bien lejos del edificio; no quería iniciar un incendio que atrajera la atención demasiado pronto. Sólo quería destruir completamente la furgoneta robada. Había adquirido cierta experiencia en eso. No era muy difícil.

Hizo un último control, asegurándose de que no había olvidado nada. Apenas le tomó unos segundos desatornillar las matrículas. Pensaba tirarlas en una laguna cercana. Luego se quitó toda la ropa. La amontonó, la empapó con combustible y la arrojó al interior de la furgoneta. Tembló cuando el frío lo envolvió y luego encendió su bomba casera y la lanzó por la puerta abierta de la furgoneta. Dio media vuelta y empezó a correr. Sus pies aplastaban la grava y la tierra apisonada mientras rogaba no encontrar algún trozo de vidrio que le lastimara la planta de los pies. Detrás oyó un ruido sordo cuando la bomba casera estalló.

Disminuyó la velocidad, miró una sola vez por encima del hombro para asegurarse de que la furgoneta robada estuviera envuelta en llamas. Amarillas lenguas de fuego salían en rizos por las ventanillas y las primeras nubes de humo gris y negro se elevaban al cielo. Satisfecho, Michael retomó el ritmo. Quería reírse a carcajadas... Le habría encantado escuchar a algún testigo accidental, conmocionado y casi sin poder hablar, mientras trataba de explicarle a un policía escéptico que había visto a un hombre desnudo corriendo en la oscuridad y alejándose de una furgoneta que acababa de explotar.

Todavía podía sentir el fuego con su embriagador e inevitable olor a quemado flotando en la brisa ligera de la noche. ¿Quién era en la película?, se preguntó de pronto. El coronel Kilgore: «Me encanta el olor del napalm por la mañana». Bien, pensó, por la noche resultaba igualmente atractivo y significaba lo mismo: Victoria.

Sus ropas lo estaban esperando en el asiento del conductor de su maltrecha y vieja camioneta. Las llaves estaban debajo del asiento, donde las había dejado. Arriba había un pequeño paquete de toallitas desinfectantes. Él prefería las que usan los ancianos con hemorroides. Estaban menos perfumadas que otras, pero eliminaban rápidamente los restos de olor a gasolina. Abrió la puerta, y a los pocos segundos se había frotado todo el cuerpo con las toallitas húmedas. Tardó sólo un minuto en ponerse los vaqueros, la camiseta y la gorra de béisbol. Echó una última mirada alrededor. Nadie. Tal como esperaba. A cien metros, oculta detrás del edificio, pudo ver una espiral de humo, como un color más pálido de la noche, que subía al cielo mientras un fuego brillaba abajo.

Se sentó detrás del volante, puso la camioneta en marcha. Inhaló profundamente olfateando el interior... Como era de esperar, el olor de la gasolina había desaparecido, aniquilado por las toallitas higiénicas. De todas maneras, sacó de la guantera un aerosol para quitar los olores y roció todo el interior. Probablemente aquélla era una precaución que no necesitaba tomar, pensó. Pero si era detenido por un policía por exceso de velocidad o por no parar en alguna señal de stop, o por no ceder el paso, o por cualquier otra razón, no quería tener el olor de un incendiario.

Pensar a fondo las cosas, ver todos los ángulos con anticipación, imaginar cada variable en un mar de posibilidades era lo que Michael disfrutaba casi por encima de todo lo demás. Hacía que su corazón latiera más rápidamente.

Metió la primera en la camioneta, se bajó la gorra hasta los ojos y maniobró con los dedos para acomodarse los audífonos de un iPod. A Linda le gustaba hacerle selecciones especiales de melodías cuando iba a hacer algunos de los trabajos desagradables relacionados con su negocio. La pantalla del menú tenía una nueva lista de melodías: «Música para gasolina». Esto lo hizo reír a carcajadas. Se echó hacia atrás cuando algo de Chris Whitley que tenía un fragmento de guitarra sucia llegó por los audífonos. Escuchó al cantante que pulsaba algunas cuerdas: «... Como una caminata por una calle de mentiras...». Bastante cierto, pensó mientras salía del estacionamiento del depósito abandonado. Linda siempre sabía lo que a él le gustaba escuchar.

En una bolsa de plástico sobre el asiento junto a él estaba la tarjeta de crédito que había cogido de la cartera de la Número 4 y su teléfono móvil. La camioneta se había calentado y el calor entraba por los conductos de ventilación que enviaban el aire hacia él. Todavía hacía un frío desagradable y húmedo fuera, pensó. Decidió que la próxima transmisión de la web debía hacerse desde Florida o Arizona. Pero eso era adelantarse a la serie en curso, lo cual él sabía que era un error. Michael se enorgullecía de concentrarse en una sola cosa; una vez en marcha, nada se interponía en su camino, no permitía que nada le obstruyera en su avance, que nada lo desviara o distrajera de lo que estaba haciendo. Creía que cualquier artista u hombre de negocios con éxito diría lo mismo sobre sus proyectos de trabajo. No se puede escribir una novela o componer una canción, no se puede acordar una adquisición o ampliar una oferta sin una completa dedicación a la tarea que se tiene entre manos. Linda pensaba lo mismo. Por eso se querían tanto el uno al otro.

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