Authors: John Katzenbach
—Las mujeres lo saben —replicó—. A los hombres les parece un misterio, pero a las mujeres no. Nosotras lo sabemos.
Adrián vaciló. Por un momento pensó que las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos, pero no sabía por qué llorar, aparte de por todo.
—Lo siento, Cassie. No quería volverme viejo. —Eso parecía descabellado, pensó. Pero también tenía un curioso sentido. Ella se rió. Él cerró los ojos por un momento para escuchar el sonido de su risa. Era como una orquesta en busca de la perfección sinfónica—. Odio estar completamente solo dijo—. Odio que estés muerta.
—Esto hará que estemos más cerca.
Adrián asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Pienso que tienes razón. —Miró hacia la mesa. Las recetas del neurólogo estaban amontonadas en una pila. Había pensado en tirarlas a la basura. En cambio, las cogió—. Tal vez —dijo lentamente— algunas de estas medicinas me sirvan para ganar un poco más de...
Se volvió, pero Cassie había desaparecido de la cama. Adrián suspiró. Manos a la obra, se dijo. Queda muy poco tiempo.
Ella cerró la puerta detrás de sí y se detuvo. Podía sentir una ráfaga de excitación en su interior y quiso saborearla por un momento.
Linda por lo general organizaba las cosas con un orden preciso, incluso sus pasiones. A pesar de ser una mujer con deseos extravagantes y gustos exóticos, estaba muy apegada a la rutina y a la reglamentación. Le gustaba planear sus excesos, de modo que a cada paso del camino sabía exactamente qué esperar y cómo iba a saborearlo. En lugar de embotar las sensaciones, esto las agudizaba. Era como si estas dos partes de su personalidad estuvieran en constante batalla, tirando de ella en diferentes direcciones. Pero le encantaba la tensión que se creaba dentro de ella, hacía que se sintiera única y la convertía en la criminal realmente extraordinaria que ella —al igual que Michael— creía ser.
Linda se imaginaba a sí misma como la Bonnie de Faye Dunaway y a Michael como el Clyde de Warren Beatty. Se consideraba sensual, poética y seductora. Esto no era arrogancia por su parte, era más bien una honesta evaluación de cuál era su aspecto y cuál el efecto que producía en los hombres.
Por supuesto, no prestaba atención a nadie que la mirara. A ella sólo le importaba Michael. Linda creía que ellos dos estaban conectados de una manera que se definía como especial.
Dejó que sus ojos recorrieran aquel sótano lentamente. Paredes simplemente blancas. Una vieja cama de metal marrón, una sábana blanca que cubría un sucio colchón gris. Un inodoro portátil en un rincón. Grandes luces arriba iluminaban con brillo implacable hasta el último rincón. El aire quieto y caliente olía de manera desagradable a desinfectante y a pintura fresca. Michael había hecho su acostumbrado buen trabajo. Todo estaba preparado para comenzar Serie # 4. Ella siempre se sentía un tanto sorprendida por lo útil que se había vuelto él. Su verdadera especialidad eran los ordenadores y las operaciones en la web, que había estudiado en la universidad y en la escuela de postgrado. Pero era también hábil con un taladro eléctrico, un martillo y clavos. Era un factótum perfecto.
Se detuvo y comenzó a hacer el inventario que haría un detective. ¿Qué podía ver en la habitación que le diera al sótano algún tipo de identidad reconocible? ¿Qué podría aparecer en segundo plano de la producción de la web que indicara algo acerca de dónde estaban o de quiénes podrían ser?
Sabía que algo tan simple como una instalación de cañerías, un calentador de agua o una lámpara podían llevar a un oficial de policía emprendedor a apuntar hacia ellos, si uno en algún momento decidiera prestar atención. La cañería instalada podía ser medible en pulgadas y no en centímetros, lo cual le diría a este detective astuto —a Linda le gustaba tratar de imaginar a esa persona— que estaban en Estados Unidos. El calentador de agua podía estar fabricado por Sears y ser un modelo solamente distribuido en la parte este de Estados Unidos. La lámpara podría ser identificable como parte de un lote enviado al Home Depot de la zona.
Esos detalles podrían hacer precisamente que este detective de ficción se acercara demasiado. Éste tendría un poco de señorita Marple y una parte de Sherlock Holmes con apenas un toque de la ingeniosa y falsa realidad descarnada de la televisión. Podría fingir un aspecto encogido como el de Colombo, o tal vez un Jack Bauer elegante, rapado y que usa alta tecnología. Entonces se recordó a sí misma que él en realidad no estaba allí afuera. No había nadie, salvo la clientela. Y éstos estaban puestos en fila, listos, a la espera de que sus operaciones con tarjeta de crédito fueran aprobadas, y ansiosos por ver whatcomesnext.com.
Linda sacudió la cabeza y aspiró profundamente. Observar el mundo a través de la estrecha lente de la paranoia la excitaba; la pasión generada por Serie # 4 provenía en gran medida del completo anonimato de la situación, el lienzo más blanco posible sobre el que podían exponer su espectáculo. No había manera alguna de que alguien que estuviera mirando pudiera en ningún momento decir lo que estaba a punto de ocurrir, lo cual era su verdadero atractivo. La pornografía trata de ser totalmente explícita, imágenes que no dejaban duda alguna sobre lo que estaba ocurriendo; el arte de ellos era exactamente lo contrario. Se trataba de lo súbito. Lo inesperado. Se trataba de la visión. Se trataba de la invención. Se trataba de la vida y la muerte.
Le llevó un momento ajustar la máscara sobre su cara; para este primer momento, había escogido un simple pasamontañas negro que ocultaba su pelo rubio desgreñado y tenía solamente una abertura para los ojos. Era el tipo de pasamontañas preferido por los terroristas, y era muy posible que lo usara con frecuencia durante toda Serie # 4 aunque la hiciera sentirse un poco encerrada. Sobre el resto del cuerpo llevaba un traje protector blanco hecho de papel procesado que se arrugaba y crujía cada vez que daba un paso. El traje ocultaba su figura; nadie podía decir si era grande o pequeña, joven o vieja. Linda sabía que tenía una voluptuosidad considerable debajo del traje, usarlo era como burlarse de sí misma. El material le pellizcaba la piel desnuda, como un amante deseoso de brindar breves instantes de dolor junto a mayores momentos de placer.
Se puso guantes quirúrgicos. Sus pies también estaban cubiertos por las pantuflas estériles azules y flexibles que eran obligatorias en un quirófano. Sonrió por debajo de la máscara al pensar: Esto realmente es un quirófano.
Dio unos pasos adelante. Soy nuevamente hermosa, pensó. Se volvió hacia la silueta sobre la cama. Jennifer, recordó. Ya no más. Ahora es Número 4. Edad: 16 años. Una muchacha cualquiera de una enclaustrada comunidad académica, arrancada de una típica calle de un barrio residencial. Conocía la dirección de Número 4, el teléfono de su casa, sus pocos amigos y en ese momento mucho más, por todos los detalles que había conseguido al examinar con cuidado el contenido de la mochila de la niña, su teléfono móvil y la billetera.
Linda se dirigió al centro de la habitación, a varios metros de la vieja cama de hierro. Como el director de una serie de televisión, Michael había dibujado con tiza algunas tenues líneas en el suelo para indicar qué cámara iba a tomar su imagen y había marcado los puntos clave donde debía detenerse pegando cinta en forma de X. Perfil. Directamente frontal. Por encima de la cabeza. Ya habían aprendido que era importante recordar siempre qué cámara estaba disponible y qué iba a mostrar. Los espectadores esperaban muchos ángulos y un movimiento de cámara profesional. Como voyeurs que pagaban, esperaban lo mejor, una intimidad constante.
Había cinco cámaras en la habitación, aunque sólo una estaba claramente a la vista: la cámara principal Sony de alta definición fija sobre un trípode apuntaba hacia la cama. Las otras eran minicámaras ocultas arriba en el techo y en dos rincones de paredes artificiales. Solamente una registraba la puerta —y ésa estaba reservada para efectos dramáticos— por donde entraban Michael o Linda. Eso estimulaba a los espectadores, porque algo iba a ocurrir. Linda sabía que todo se paralizaba en ese momento. Esa primera visita era preliminar, sólo el primer movimiento en el proceso de revelar sensaciones con los dedos.
En su bolsillo había un pequeño mando a distancia. Apretó el dedo sobre un botón que sabía que congelaría la imagen que estaba siendo enviada electrónicamente. Esperó hasta que la niña encapuchada se volvió nerviosamente hacia ella. Entonces apretó el botón.
Sabrán que ha escuchado algo, pero no sabrán qué. Ella y Michael habían aprendido mucho antes las ventajas de despertar la curiosidad para mejorar las ventas.
Caminó despacio hacia delante mirando a la Número 4, que trataba de seguir sus movimientos. No había dicho nada todavía. El miedo hacía que algunas personas hablaran sin parar, sin saber adónde iban, impotentes, rogando, suplicando, volviendo a la infancia; mientras que otras adoptaban un silencio hosco, resignado. No sabía cómo iba a reaccionar la Número 4. Era el sujeto más joven que habían usado, lo cual convertía aquello en una aventura para Michael y también para ella.
Linda se ubicó al pie de la cama. Habló en un tono tranquilo que ocultaba su propia excitación. No levantó la voz ni destacó ninguna palabra. Permaneció completamente fría. Tenía experiencia en el arte de proferir amenazas, y era igualmente experta en llevarlas a cabo.
—No diga nada. No se mueva. No grite ni se resista. Sólo preste atención a todo lo que yo le diga y no saldrá herida. Si quiere salir con vida de esto, hará exactamente lo que le diga en todo momento, sin importar lo que se le pida que haga, o lo que usted pueda sentir por hacerlo.
La muchacha en la cama se puso dura y se estremeció, pero no habló.
—Ésas son las reglas más importantes. Habrá otras después. —Hizo una pausa. Esperaba en parte, en ese momento, que la joven le suplicara, pero Jennifer se mantuvo en silencio—. Desde ahora, su nombre es Número 4. —Linda creyó escuchar un leve gemido amortiguado por la capucha negra. Eso era aceptable, incluso era esperable—. Si se le hace una pregunta, debe responder. ¿Comprende?
Jennifer asintió con la cabeza.
—¡Responda!
—Sí —dijo rápidamente, con la voz ahogada por la máscara.
Linda vaciló. Trató de imaginar el pánico debajo de la capucha. No es como el instituto de secundaria, pequeña, ¿verdad? No dijo esto en voz alta. En cambio, simplemente continuó con su voz monocorde:
—Déjeme explicarle algo, Número 4. Todo lo que fue su vida anterior ahora se ha terminado. Quién era, lo que quería ser, su familia, sus amigos..., todo lo que alguna vez le fue familiar ya no existe. Sólo existe esta habitación y lo que aquí ocurre.
Otra vez, Linda observó el lenguaje corporal de Jennifer, como si buscara alguna pista que pudiera comprender sobre los efectos de sus palabras.
—Desde este momento, nos pertenece.
La niña pareció endurecerse, pareció quedar paralizada. No gritó. Otras habían gritado. La Número 3, en particular, había combatido casi a cada paso —peleando, mordiendo, gritando—, lo cual, por supuesto, no había sido del todo malo, una vez que Michael y ella establecieron cuáles iban a ser las reglas. Eso creaba un tipo de drama diferente. Linda sabía que eso era parte de la aventura y parte del atractivo. Cada sujeto requería un grupo diferente de reglas. Cada uno era único desde el principio. Podía sentir el calor de la excitación que recorría su cuerpo, pero lo controló. Miró a la muchacha en la cama. Está escuchando atentamente, pensó. Una joven inteligente.
No está mal, decidió Linda en ese momento. Nada mal, por cierto. Ésta será especial.
* * *
Jennifer gritó interiormente, como si pudiera de pronto soltar algo dentro de sí que reflejara su terror y que viajara más allá de la máscara, más allá de las cadenas que la retenían, más allá de cualquier pared y techos, afuera, a algún sitio donde pudiera ser escuchada. Pensó que si sólo pudiera hacer algún ruido, eso la ayudaría a recordar quién era y que todavía estaba viva. Pero no lo hizo. Para el exterior, ahogó un sollozo y se mordió con fuerza el labio. Todo era una pregunta, nada era una respuesta.
Podía percibir que la voz se acercaba. ¿Una mujer? Sí. ¿La mujer de la furgoneta? Tenía que ser ella. Jennifer trató de recordar lo que había visto. Tan sólo un vistazo de alguien mayor que ella, pero no tanto como su madre; con un gorro negro en la cabeza. Pelo rubio. Imaginó la cazadora de cuero, pero eso fue todo. El golpe recibido en la cara, que la había derribado, oscurecía todo lo demás.
—Tome... —escuchó, como si le estuviera ofreciendo algo, pero no supo qué era. Oyó un sonido metálico de tijeras y no pudo evitar echarse hacia atrás—. No. No se mueva.
Jennifer se quedó paralizada.
Pasó un instante... y luego pudo sentir que los pliegues holgados de su máscara eran tironeados hacia delante. Todavía no estaba segura de qué era lo que estaba ocurriendo, pero podía escuchar el ruido de unas tijeras. Un trozo de la máscara cayó. Estaba sobre su boca. Una pequeña abertura.
—Agua.
Un tubo de plástico atravesó la hendidura, tropezando con sus labios. De pronto se sintió terriblemente sedienta, tan reseca que cualquier otra cosa que estuviera ocurriendo ocupó un segundo lugar detrás del deseo de beber. Cogió el tubo con la lengua y los labios y sorbió con fuerza. El agua era salobre, con un sabor que no podía reconocer.
—¿Mejor? —Asintió con la cabeza—. Ahora dormirá. Después aprenderá qué es exactamente lo que se espera de usted.
Jennifer percibió un sabor a tiza en la lengua. Pudo sentir que su cabeza daba vueltas debajo de la capucha. Los ojos se le cerraron y mientras descendía otra vez hacia una oscuridad interna, se preguntaba si habría sido envenenada, lo cual no tenía sentido para ella. Nada tenía sentido salvo la sensación horrible de que sí tenía todo sentido para la mujer que hablaba y el hombre que le había dado un puñetazo dejándola inconsciente. Quería gritar algo, protestar, al menos escuchar el sonido de su propia voz. Pero antes de poder formar alguna palabra para empujarla más allá de sus labios resecos y resquebrajados, sintió que se estaba tambaleando sobre alguna repisa angosta. Luego, cuando las drogas torpemente ocultas en el agua realmente hicieron efecto, sintió que caía.
Era bastante después de la medianoche cuando regresó a su oficina, casi empezaban las primeras luces de la mañana. Aparte del agente que atendía el teléfono de emergencias y un par de policías de servicio nocturno, había poca actividad en el edificio. Los policías que velaban por los cercanos edificios universitarios y las calles de las afueras estaban todos fuera en sus patrulleros o metidos en un Dunkin' Donuts atiborrándose de café y rosquillas.