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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (16 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—No deberías desperdiciar el agua —dijo Khardan con un tono más duro del que se había propuesto utilizar.

«Déjala que ofrezca todo el consuelo que pueda. Despues de todo, ¿qué importa?», se reprobó a sí mismo; pero era demasiado tarde.

Él sabía, por la firmeza de sus hombros, la súbita torsión de sus manos y la forma de retorcer el paño para escurrir el líquido de nuevo sobre un cuenco rajado, que la había enojado.

—Estás cansada, Zohra. ¿Por qué no te vas a dormir? —dijo con tono natural—. Yo atenderé en tu lugar al muchacho.

Vio cómo ella se contraía alarmada; sus hombros se encogieron y, después, se pusieron derechos. Entonces se volvió de cara hacia él, y él se puso en guardia para afrontar la impasible expresión de aquellos ojos negros que escrutaron hasta dentro de su alma. Pacientemente, esperó que la tormenta de su rabia se desencadenara sobre él. Pero, entonces, Zohra agachó la cabeza, sus hombros se desplomaron y sus manos dejaron caer el paño en el agua. Sentándose sobre los talones, la mujer levantó la cara para mirar a los cielos; y no para rezar, sino para obligar a sus lágrimas a descender de nuevo hacia su garganta.

—Se propone matarlo, ¿no es verdad?

—Sí.

Khardan no pudo decir nada más.

—¡Y tú lo vas a dejar!

Era una acusación, una maldición.

—Sí —respondió con firmeza Khardan—. ¿Preferirías dejarlo solo con su enfermedad, dejar que la fiebre lo consuma, que se haga algún daño en sus delirios o caiga presa de algún animal…?

—¡No!

Zohra clavó en él una mirada que ardía de desdén y de furia.

—¿Vas a morir tú con él? —insistió Khardan—. ¿Abandonar a tu gente cuando sólo nos hallamos a dos días de viaje del campamento? ¿Dejar que todo lo que hemos pasado sea para nada? ¿Que todo lo que
él
ha conseguido sea para nada?

—Yo…

Las ardientes palabras expiraron en unos labios temblorosos. Entonces cayeron las lágrimas, deslizándose por sus mejillas, dejando rastros en el polvo, sobre su piel, polvo que se colaba a través de cada grieta de aquella pared de roca.

Khardan se arrodilló junto a ella. Quería cogerla en sus brazos y compartir con ella su dolor, su rabia y el miedo que lo había sobrecogido en los vacíos y silenciosos corredores de aquella casa muerta, el miedo de ser aquel grano de arena. Su mano se movió para tocarla pero, en aquel momento, ella proyectó la barbilla con gesto orgulloso y se secó rápidamente los ojos.

—Matarás a Ibn Jad —dijo con resolución.

—No puedo hacerlo. Hice un juramento —respondió Khardan—. Y, aun cuando no lo hubiese hecho, no podría matar a alguien que me ha salvado la vida dos veces.

—Entonces, yo lo mataré. Dame tu daga.

Sus negros ojos lo miraron con ferocidad, un extraño contraste con las lágrimas que todavía brillaban en su cara.

Khardan bajó la cabeza para ocultar una sonrisa que le vino a pesar de la angustia de su corazón.

—Eso no resolverá las cosas —repuso en voz baja—. Mateo seguiría estando enfermo e incapacitado para viajar. Seguiríamos teniendo agua sólo para tres días y ningún modo de conseguir más cuando se acabe. Y llegar al Tel nos llevará dos días.

Ella no pudo responder y se limitó a mirarlo con esa rabia irracional que el ser humano experimenta por quien dice una verdad desagradable.

Mateo se retorcía y gemía. Tenía los huesos doloridos, los músculos entumecidos y retortijones en el estómago. Lentamente, con una suavidad que pocos habían visto jamás, Khardan estiró una mano y la puso sobre la frente del muchacho.

—Descansa —murmuró.

Y, ya fuese el tacto o el sonido de la voz amada y admirada lo que penetró en los horrores del delirio, Mateo se calmó. Sus torturados miembros se relajaron. Pero sólo sería por el momento.

Khardan continuó acariciando la pálida piel que estaba tan seca y caliente al tacto como la de una serpiente de arena.

—Se deslizará de esta vida rápidamente y sin dolor. Sus sufrimientos terminarán por fin. No vamos a perjudicarlo, Zohra. Tú y yo sabemos bien que él no es feliz viviendo entre nosotros.

—Y, si no lo es, ¿de quién es la culpa? —inquirió ella con una voz baja y temblorosa—. Nosotros lo miramos siempre con desprecio y nos burlamos de él, y lo ultrajamos por su debilidad, por disfrazarse de mujer con el fin de sobrevivir. Pero ahora sabemos lo que es estar solo, indefenso y atemorizado en un lugar extraño y ajeno. ¿Acaso nos comportamos nosotros mejor que él? ¿Lo hemos hecho siquiera tan bien como él? Puede que ese malvado caballero nos ayudase a escapar, pero fue Mateo quien te salvó…

—¡Basta, mujer! —gritó Khardan poniéndose en pie de un salto—. ¡Cada palabra que dices se clava como un cuchillo en mi corazón, y no estás infligiéndome heridas que no haya sentido yo ya antes! ¡Pero no tengo elección! ¡He tomado la mejor decisión que he podido, y es una decisión con la que voy a vivir el resto de mi vida! A menos que ocurra un milagro y caiga agua de las manos de Akhran —dijo Khardan señalando a Mateo—, el muchacho debe morir. Si tú estás aquí, e intentas detenerlo, Ibn Jad no reparará en matarte a ti también.

Khardan extendió su mano hacia ella.

—Yo salvé la vida de este muchacho en el desierto. Él y yo estamos en paz. ¿Quieres venir a descansar antes del viaje de esta noche?

Zohra se quedó mirando fijamente la mano levantada por encima de ella; la violenta lucha dentro de ella se hizo evidente en la rojez que hizo que su cara pareciera casi tan enfebrecida como la de Mateo. Entonces dirigió a Khardan una última y penetrante mirada, una mirada teñida de odio y cólera y, sorprendentemente, de decepción. Sorprendentemente para Khardan, pues una persona nos decepciona cuando esperamos de ella más de lo que recibimos, y a Khardan le resultaba difícil creer que su esposa tuviese siquiera tan buen concepto de él. Por cierto, ahora no lo tenía. Escurriendo el agua del paño, ella colocó éste suavemente sobre el entrecejo de Mateo. Entonces, rechazando la mano de su marido, Zohra se puso en pie.

—Voy a dormir —dijo en un tono carente de emoción, y pasó por delante de Khardan sin otra mirada.

Suspirando, él la vio alejarse por los corredores de la casa y, después, se quedó observando a Mateo durante un buen rato.

—Lo que ella ha dicho es verdad —dijo al delirante muchacho en voz baja, aunque éste no lo oía—. Ahora comprendo tu infelicidad, y lo siento.

Comenzó a decir algo más, volvió a suspirar y, bruscamente, se alejó.

—¡Lo siento!

Capítulo 12

Zohra escogió una de las numerosas estancias próximas a la de Mateo y se escondió dentro de las sombras que jugaban sobre los muros de piedra. Conteniendo el aliento, observó cómo el califa emergía del umbral, luego se detenía y, llevándose las manos hasta los ojos, se los frotaba y continuaba por el corredor, hacia la puerta que conducía al exterior.

Pasó muy cerca de ella. Zohra vio su cara arrugada por la fatiga y la preocupación, y su entrecejo fruncido por una cólera que ella sabía se había vuelto contra sí mismo.

—La culpa no es suya —susurró ella con remordimiento, recordando la mirada que le había dirigido al salir de la habitación—. Si de alguien es, es mía, ya que, si no me hubiese entrometido, él estaría ahora cabalgando con honor en los cielos junto a
hazrat
Akhran. Pero todo irá bien —le prometió en silencio cuando pasaba junto a ella.

El corazón le dolía al ver su pena, y vaciló en su determinación.

—Tal vez debiera decírselo. ¿Qué daño haría? Pero no; trataría de impedírmelo…

Ella había dado inconscientemente un paso hacia él, hacia la puerta. No oyó el ruido del movimiento furtivo tras ella ni se dio cuenta de que otra persona había escogido también aquella misma habitación para esconderse, hasta que un cuerpo duramente musculoso arremetió contra el suyo y la arrincono con fuerza contra la pared, y una mano firme le tapó la boca y la nariz.

Khardan se detuvo, escuchando, con la cabeza ligeramente vuelta.

La mano se afirmó con más fuerza. Los fríos y centelleantes ojos le dijeron que el más ligero movimiento sería la muerte.

Zohra permaneció muy quieta y Khardan, encogiéndose de hombros con un gesto de cansancio, continuó su camino.

La mano no cedió en su presión hasta que ambos oyeron desvanecerse los pasos del nómada en la distancia.

—Él dormirá fuera, donde pueda respirar aire libre. Lo conozco bien.

La mano aflojó su asimiento y se desplazó desde la boca hacia abajo hasta cerrarse con suavidad en torno a su cuello. Aterrada aunque fascinada, Zohra miró fijamente a aquellos ojos inexpresivos que se encontraban tan cerca de los suyos.

—No está lejos. Podrías hacerlo venir con un grito. Pero eso no te haría ningún bien —dijo el hombre, colocando la mano sobre dos puntos de su garganta—. Mis dedos aquí… y aquí… y estás muerta. Yo le dije que me vería obligado a matarte si interferías, y él te previno. Lo oí. Él no será responsable de tu muerte.

No había vacilación en aquellos ojos.

—No gritaré —susurró Zohra, no tanto porque temiera ser oída como porque su voz le había fallado.

—Bien.

Las manos le soltaron la garganta; la presión contra su cuerpo se relajó. Cerrando los ojos, Zohra tomó una profunda inhalación y sintió cómo su cuerpo comenzaba a temblar.

—Espera aquí y guarda silencio pues, como has prometido —le indicó Ibn Jad dando un paso hacia la puerta que conducía a la cámara del enfermo.

Dentro de ésta, podía oírse a Mateo agitándose en sus dolores de fiebre.

—No sufrirá, te lo prometo. De hecho, con esto terminarán sus sufrimientos. Nuestro dios espera para recompensarlo por su valor, al igual que su propio dios. No te muevas. Enseguida vuelvo. Tengo que hablar de algo contigo…

—¡No!

Zohra no podía creer que fuera su propia voz la que hablaba y su mano la que se precipitaba, al parecer por voluntad propia, y agarraba el fuerte y nervudo brazo del Paladín Negro. Lo agarró con firmeza, a pesar del estrechamiento de aquellos ojos negros que era el único signo de emoción que había visto en el hombre jamás.

—Por favor —dijo Zohra tratando de reunir la suficiente humedad en su seca boca para formar las palabras—. ¡No lo mates! ¡Todavía no! Yo… quiero rezar a Akhran, mi dios. ¡Quiero pedirle un milagro!

¿Cómo había sabido ella que esta súplica, y sólo ésta, conmovería a Auda ibn Jad? No estaba segura. Probablemente era lo que había visto y oído de su gente en su oscuro castillo. Tal vez era la forma en que él siempre hablaba de los dioses, de todos los dioses, con solemne reverencia y respeto. Ante una súplica de piedad, de misericordia, de compasión, de respeto a la santidad de la vida humana… él se habría limitado a mirarla fríamente, entrar en la habitación y matar a Mateo con implacable eficiencia. Pero, decirle que necesitaba tiempo para poner el asunto en manos de su dios…, eso él sí que lo comprendía. Eso sí lo podía respetar.

El hombre lo consideró en silencio, y ella contuvo el aliento hasta que se hizo doloroso, empezó a arderle el pecho y en su vista comenzaron a danzar chispas; y entonces, por fin, él asintió brevemente con la cabeza.

Zohra se relajó y suspiró. Lágrimas no invitadas ni deseadas afluyeron a sus ojos.

—Si tu dios no ha respondido a la caída de la noche —dijo Auda ibn Jad con gravedad—, entonces llevaré a cabo mi tarea.

Ella no pudo responder; sólo pudo bajar la cabeza movida por una mezcla de consentimiento y deseo de no seguir mirando por más tiempo aquellos perturbadores ojos. Corriendo el velo sobre su cara con una mano que temblaba de tal manera que apenas podía levantarla, Zohra se dirigió de lado hacia la puerta. Un brazo se interpuso como una flecha en su camino, cerrándole la salida.

—Tengo que ir a mis oraciones —murmuró ella, sin atreverse a levantar la cabeza ni a mirarlo a él.

—Tú y él sois marido y mujer sólo de nombre. ¡La Maga Negra me dijo que ningún hombre te ha conocido!

Resueltamente, con la mandíbula apretada con fuerza, Zohra intentó pasar empujando contra el brazo.

—Déjame en paz —dijo con un tono altivo e imperioso que a menudo le había servido tan bien.

Esta vez no le sirvió. Auda le arrebató el velo de su mano, descubriéndole el rostro.

—¡Él ha perdido sus derechos como marido! Tú eres libre de acercarte a cualquier hombre. ¡Ven conmigo, Zohra!

Sus manos se cerraron sobre los brazos de la mujer. Con un escalofrío, ésta retrocedió y apretó la espalda contra el muro, apartando la cara.

Unos labios rozaron su cuello, y ella luchó por liberarse. Pero él la asía con fuerza. Súbitamente enojada, ella dejó de forcejear y se quedó mirándolo a los ojos.

—¿Qué quieres de mí? —inquirió sin aliento—. ¡No hay amor en ti! ¡Ni siquiera hay deseo! ¿Qué es lo que quieres?

Él sonrió; sus oscuros ojos permanecieron inexpresivos, sin pasión.

—Yo tengo apetitos como todos los hombres. Pero he aprendido a controlarlos, ya que son como arena en los ojos del pensamiento racional. Yo podría hallar placer contigo. De eso no tengo duda. Pero sería algo fugaz, de un momento, y después nada. ¿Que qué quiero de ti, Zohra? —dijo apretándola contra él; la mujer se puso tensa y tirante—. ¡Quiero un hijo! —Ahora sí había emoción en sus ojos, y ella se sobrecogió ante su intensidad—. El fin de mi vida está cerca. Lo sé bien, y lo acepto. Es la voluntad de Zhakrin. ¡Pero quiero dejar tras de mí un hijo con esa sangre fuerte y salvaje que tú tienes corriendo por tus venas!

Auda acercó sus labios a los de ella y, casi sofocada por el miedo y la cercanía, ella apartó la cara, apretando desesperadamente la cabeza y el cuerpo contra la pared y cerrando los ojos. Ningún hombre había osado jamás tocarla de aquella manera, ningún hombre había estado tan cerca de ella. Aquellos sueños de pasión que le habían provocado en el castillo Zhakrin bajo el efecto de una droga volvieron a su mente, teñidos ahora de un horror que la debilitaba y vencía.

Sintió su aliento sobre ella como fuego contra su piel; y entonces, muy despacio, él relajó su asimiento de ella. Recostando débilmente su espalda contra la pared, Zohra levantó una mirada vacilante y recelosa hacia él. Auda había retrocedido varios pasos, con las manos levantadas en el eterno ademán que significa «no voy a hacerte daño».

La emoción se había extinguido en él. Su rostro estaba pálido, impasible, y sus ojos oscuros e inexpresivos.

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