El pueblo aéreo (14 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: El pueblo aéreo
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Pero esto era una hipótesis más, sin mayores probabilidades de verificación.

Por fin cierto día los viajeros vieron aparecer a la familia Mai en pleno. Los tres, padre, madre e hijo, estaban adornados de pies a cabeza con pulseras, collares y anillos y ostentaban una medalla con la imagen del doctor Johausen cada uno. Este detalle hizo reflexionar a John Cort, que encontró extraordinario que semejantes reliquias hubieran viajado tantos kilómetros a través de la selva. Eso indicaba o bien que los wagddis tenían cierto contacto con el mundo exterior, o que otros nativos del Congo habían visitado recientemente el pueblo aéreo. Quedaba una tercera hipótesis, pero el norteamericano no se atrevió siquiera a formulársela.

-¿Qué significa esta visita de etiqueta? -preguntó Max -. Nunca habían venido tan arreglados…

-Debe de ser día de fiesta -repuso John -. Tal vez hoy podamos re-solver el problema de su religión.

Antes de que terminara de hablar, Lo-Mai padre dijo claramente:

-¡Msélo-Tala-Tala!

El francés pensó que el soberano estaría por pasar frente a la cabaña y se asomó, pero todo lo que pudo ver fue el movimiento inusitado de los nativos de Ngala. De todas partes surgían wagddis ataviados con sus mejores galas.

-Algo ocurre -insistió John -. ¡Me gustaría entender su idioma!

-Veremos si consigo captar algo -repuso Max, volviéndose a Lo-Mai, le preguntó - ¿Msélo-Tala-Tala?

-¡Msélo-Tala-Tala! -repuso el nativo, con el rostro radiante.

Supusieron que el rey de Ngala estaba por mostrarse a sus súbditos, pues no les quedaba otra suposición que formularse.

-¡Vamos también nosotros! -exclamó el norteamericano, lleno de entusiasmo.

- ¡Vayan! -repuso Khamis con acento ligeramente despectivo-. Yo me quedaré a limpiar las armas…

El digno guía no lograba quitarse los prejuicios que lo dominaban…

Los dos amigos siguieron a los Mai, que con Llanga de la mano corrían a unirse a la multitud.

El pueblo estaba inundado de caras alegres y entusiastas; era indudable que se trataba de un día de fiesta.

Un millar de wagddis se dirigían hacia la plaza donde estaba la gran cabaña que servía de palacio real. Lo curioso de todo aquello era que ninguno se fijó siquiera en los extranjeros, que se acababan de sumar a la manifestación. Esto era uno de los rasgos menos humanos de aquellos seres, según declaró Max Huber.

Tras una larga caminata llegaron frente al palacio de Su Majestad Msélo-Tala- ala. Allí estaban formados dos centenares de guerreros, con sus lanzas y escudos, bajo el mando del corpulento Raggi, que había adornado su cabeza con un cráneo de búfalo y se erguía firme como una estatua.

-Probablemente el soberano pasará revista a sus tropas -observó John Cort.

-Y si no aparece significará que está prohibido verlo -repuso Max-. No sería el primer gobernante invisible del mundo…

Volviéndose hacia Lo-Mai padre, el francés hizo una serie de gestos que querían decir:

-¿Saldrá Msélo-Tala-Tala?

El wagddi pareció comprenderlo, pues hizo un gesto afirmativo con la cabeza y repitió:

-¡Msélo-Tala-Tala!

-¡Por fin podremos contemplar su augusta faz! -exclamó el francés risueñamente, pese a que en verdad se sentía curioso por conocer al rey de aquel pueblo peculiar.

-Entretanto conviene gozar del espectáculo -agregó su amigo, mirando en derredor.

-¡Con tal que el rey no sea una figura de madera o piedra!

-En ese caso ya no dudaré de clasificar como pertenecientes al género humano sin restricciones a los wagddis… ¡mira!

La multitud había dejado libre el centro de la plaza que había frente al palacio. Allí se dispusieron los jóvenes de ambos sexos que encabezaran la procesión, en dos líneas simétricas y comenzaron un baile rítmico y primitivo. Entretanto los mayores se sirvieron en cuencos de barro un líquido que sacaban de grandes calabazas y que evidentemente era una bebida fermentada.

- ¡Parece una kermese holandesa! -comentó Max.

Las aptitudes coreográficas de los wagddis eran menos que discretas, y en sus contorsiones había más de simiesco que de humano. En cuanto a la música, jamás una letanía más desordenada atacó los oídos de hombre alguno; los instrumentos musicales, toscos y primitivos, resultaron para Max Huber un verdadero tormento chino en manos de aquellos salvajes.

-No creo que posean sentido estético alguno -observó fríamente John.

-¿Sentido estético? ¡Cada minuto que pasa me convenzo que no son más que monos parlantes! -gimió el francés.

- ¡Pero son sensibles a la música!

-¡Muchos animales también… pero por lo menos no pretenden tocarla!

Así transcurrieron dos horas, y cuando se hubo consumido toda la bebida en existencia, se abrieron las puertas del palacio.

-¡Por fin lo veremos! -exclamó el francés. Pero no fue Su Majes-tad quien salió, sino cuatro nativos llevando sobre angarillas un cajón rectangular, de regulares dimensiones. Los dos amigos se pararon en puntas de pie para ver mejor, y reconocieron el objeto: ¡un vulgar órgano de Baviera! Probablemente ese instrumento tomaría parte en las ceremonias más importantes de la tribu… pero… ¿de dónde lo habían sacado?

-¡Pero ese órgano era del doctor Johausen! -balbuceó John.

-¡Ahora comprendo por qué cuando recién llegamos a esta selva creí oír entre sueños el vals del «Cazador Furtivo»! ¡Extraordinario!

- Quiere decir que fueron los wagddis quienes visitaron al doctor…

-Seguramente terminaron con él y se llevaron el órgano.

Un magnífico ejemplar de wagddi, evidentemente el director de orquesta, se ubicó frente al artefacto y comenzó a dar vueltas a la manivela.

Gravemente, como poseído por una dignidad especial, el nativo hizo oír durante media hora consecutiva el dichoso vals. Luego, haciendo girar una palanca lateral, reemplazó la composición musical por una canción francesa.

¿Cómo había podido aprender a manejar aquella caja de música ese salvaje? Era indudable que alguien le había enseñado a hacerlo. . .

-¡Esto es demasiado! -exclamó Max.

Otra media hora fue consagrada a la lacrimosa canción francesa «La gracia de Dios», de Loïse Puget. Lo malo del asunto fue que como el instrumento era barato y por lo tanto, de bastante deficiencias sonoras, faltaban notas, lo que irritó más aún a Max Huber, que era un amante de la música.

-¡Estos bárbaros no lo han advertido! -dijo en el colmo de la exasperación -.

¿No te das cuenta que no pueden ser más que una tribu de monos sin cola?

Pero los wagddis no parecían sentirse resentidos por los gritos del francés y las carcajadas sordas del norteamericano. No les hicieron caso y continuaron escuchando.

Una hora más tarde el organista continuaba alternando el vals alemán y la canción francesa, sin que su auditorio se sintiera fatigado. Por fin el concierto terminó en medio de la satisfacción general, y la bebida volvió a circular entre los wagddis de mayor edad.

Luego, mientras los guerreros se erguían más que nunca, Lo-Mai exclamó lleno de excitación:

- ¡Msélo-Tala-Tala!

-¿Será cierto?- murmuró Max, que se había dejado caer al suelo agotado.

Así era. Mientras los asistentes comenzaban a gritar llenos de veneración, la puerta del palacio real volvió a abrirse y apareció una escolta de guerreros que abrió paso al trono, un viejo diván de tela floreada comida por la polilla, sostenido por cuatro portadores. Sobre el trono estaba sentado Su Majestad.

Se trataba de un personaje de unos sesenta años de edad, con una guirnalda de flores sobre la cabeza. Su larga cabellera y su barba eran blancas, y su abdomen alcanzaba dimensiones considerables.

Pero esto no fue lo que llamó la atención de los dos amigos, que lo miraron abriendo enormente los ojos.

-Es un hombre. . . -murmuro por fin John.

-¡Sí… un hombre blanco! -agregó Max Huber.

No cabía la menor duda. ¡El rey de los wagddis era un europeo!

-¡Y sin embargo nuestra presencia no le ha producido la menor emoción! - exclamó Max -. ¡No creo que pueda confundirnos con estos monos sin cola!

Ya estaba por gritar:

-¡Eh, señor! ¡Mire hacia aquí! -pero John Cort lo tomó del brazo y palideció, en el colmo de la sorpresa.

-¡Yo lo conozco! -murmuró -. ¡Sí, Max! ¡Es el doctor Johausen!

17. ESE POBRE DOCTOR JOHAUSEN…

John Cort había encontrado muchas veces al sabio alemán en Libreville, por lo que no había posibilidad alguna de error. ¡El rey de los wagddis era el doctor! Su historia era bien simple y los dos amigos comprendieron inmediatamente lo ocurrido.

Era evidente que los wagddis acostumbraban a realizar incursiones secretas fuera de su aldea aérea. Las luces que vieran al comenzar la aventura, cuando estaban en el campamento del portugués Urdax, y que tantos temores despertaran, no podían ser más que las antorchas con que aquellos hombres monos se iluminaban durante sus expediciones nocturnas. Por eso Max y Khamis las habían visto subir a los árboles para desaparecer luego. Los wagddis viajaban por las ramas como sus primos inmediatos, los simios antropoides…

De aquí a suponer que aquellos nativos eran los que se acercaran a la cabañajaula del doctor, atraídos por la música de su órgano portátil, no había más que un solo paso. Después de esto, era lógico imaginar que convencidos de la divinidad de semejante ser, los wagddis hubieran resuelto llevárselo con su caja de música, probablemente poniendo en fuga al servidor negro, que debía de haber muerto en la foresta.

-¡Quiere decir que de no ser por el doctor Johausen, nosotros hubiéramos podido convertirnos en reyes de este pueblo! -comentó el francés riendo.

Esto explicaba todo lo que fuera inexplicable hasta ese momento.

Las palabras congolesas y alemanas en el vocabulario wagddi, el órgano tocado por un salvaje, la fabricación de ciertos utensilios de barro cocido demasiado difíciles para ser obra de una raza tan primitiva. . .

Los dos amigos regresaron a su cabaña. Algo los intrigaba, y cuando pusieron al tanto de las cosas a Khamis, Max exteriorizó su preocupación:

-No puedo comprender por qué el doctor no se inquietó por nuestra presencia… ni siquiera nos hizo comparecer ante él. Tiene que habernos visto. No creo que nos hayamos confundido tanto con sus súbditos.

- Estoy de acuerdo contigo, Max -dijo John Cort -. No alcanzo a comprenderlo.

- Quizás ignora que sus súbditos nos hicieron prisioneros -sugirió el guía.

- Imposible, Khamis. Hay algo que no comprendo, pero que debemos averiguar. . .

-¿Cómo? -quiso saber Max.

-Buscando… tenemos que llegar hasta Su Majestad Msélo- Tala-Tala.

En realidad en todo aquello había una ironía sutil. El doctor Johausen había viajado hasta la selva virgen del Ubangui para estudiar a los simios y ahora era rey de una tribu salvaje que estaba muy poco por encima del nivel de los antropoides… Probablemente los wagddis lo habían hecho prisionero a causa de la admiración que provocara en ellos el órgano. Luego, al ver cómo el doctor curaba enfermos y realizaba otros milagros comunes en el mundo moderno, los nativos habían resuelto hacerlo jefe de Ngala, adjudicándole el sonoro nombre de Msélo- Tala-Tala.

¿Qué partido quedaba a los prisioneros? ¿El hecho de saber que el rey era un hombre blanco, alteraba en algo su situación? Tendrían que ponerse en comunicación con él y pedirle que les devolviera la libertad…

-Sigo sin poder creer que nuestra presencia sea conocida por el doctor -insistió Max -. Estoy seguro que le han ocultado nuestra llegada para podemos mantener cautivos. Además es un hombre de cierta edad y es posible que no nos haya visto. ¡Esa es una razón para penetrar en el palacio real!

-¿Cuándo?

-¡Esta noche! Puesto que es un soberano absoluto, sus súbditos tendrán que obedecerlo y llevarnos hasta la frontera de su estado. . .

-¿Y si se niega a dejamos libres?

-¿Por qué va a negarse?

-Tal vez por motivos diplomáticos… quién sabe.

-Si llegara a rehusarse a liberarnos -Max se enardeció con sus propias palabras-, le diré que está por debajo del más ruin de los macacos, y que es indigno de gobernar a sus propios súbditos. ¿Qué te parece?

-Muy convincente.

Considerando seriamente la idea del francés, aquél era el único camino que podía tomarse para alcanzar la libertad que en otra forma era algo remoto y difícil.

Además por la noche los guerreros wagddis seguirían festejando y estarían como el resto de la población adulta, borrachos y fatigados. El palacio real estaría pues escasamente custodiado y con un poco de suerte y otro tanto de audacia, sería posible llegar hasta el dormitorio del soberano.

John Cort, Max Huber, Khamis y Llanga se prepararon para tentar la empresa. Los tres hombres portaban sus rifles y llevaban en los bolsillos todos los cartuchos de la caja metálica. Si llegaban a ser sorprendidos, tal vez se les haría necesario hacer hablar a las armas de fuego, un lenguaje que probablemente los wagddis nunca hubieran oído. Así los cuatro fueron deslizándose entre las cabañas silenciosas, en dirección a la plaza que enmarcaba al palacio del doctor Johausen. Al llegar a destino, advirtieron que la plaza también estaba desierta. De una de las ventanas del palacio surgía una luz tenue.

-¡No hay nadie a la vista! -murmuró John.

Así era. Faltaban hasta los centinelas habituales ante la morada del rey.

Raggi y sus guerreros parecían haberse esfumado, probablemente a causa de los efectos de aquella bebida espirituosa que circulara tan liberalmente durante la celebración y después.

El único riesgo consistía en que junto a Msélo-Tala-Tala hubiera algún servidor desvelado, que diera la alarma.

Empero la oportunidad era tentadora y no podía volverse a presentar durante mucho tiempo. Así pues, despreciando el peligro que corrían, los tres hombres y el chico se deslizaron hacia el palacio, trepando por las ramas del árbol que lo sostenía para llegar hasta la abierta ventana.

Ningún sonido se escuchaba ni dentro ni fuera de la construcción.

Fue Max el primero en franquear la ventana, seguido por sus compañeros.

Los viajeros se encontraron en una habitación rectangular, que se comunicaba con la siguiente por medio de una puerta entrecerrada, por la que se filtraba luz.

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