En la ciudad, preguntaron dónde podían encontrar al wali. Éste al menos les ofreció alojamiento, pero tampoco pudo decirles hasta qué punto era cierta la información que les había dado el centinela. La sayyida estaba completamente en las manos de las bandas de españoles que ella misma había reclutado como guardias. El comandante, un caballero castellano llamado García Jiménez, se comportaba como si fuera el amo y señor de Aledo. Había instalado en la ciudad a un gran número de sus hombres, con sus mujeres y niños, expulsando de las casas a sus legítimos propietarios. El wali le temía, era evidente. Todos los musulmanes de la ciudad parecían temerle.
El capitán y la escolta habían llegado hasta la ciudad y estaban esperando ante las puertas. No tenían más que esperar. Aquélla era la única vía para salir de la ciudad.
Ibn Ammar y los suyos volvieron una y otra vez a las puertas del castillo, a pedir que los dejasen entrar. Por fin, al atardecer del segundo día les abrieron las puertas. García Jiménez, un hombre bajo y corpulento, de tupida cabellera y brazos poblados de vello, los recibió en la planta baja de la torre que hacía las veces de vivienda. Estaba enterado de lo que ocurría, pues había salido a las puertas de la ciudad a negociar con el capitán de la escolta. Por lo visto, le habían ofrecido una buena suma a cambio de Ibn Ammar. Los trataba como si fuesen sus prisioneros. Ya antes de entrar en el castillo, los guardias los habían registrado. A excepción de los cuchillos que llevaban Hadi y Djabir en las botas, estaban desarmados. El castellano los tenía en sus manos, ya sólo esperaba la señal para entregarlos. Probablemente esperaba a que llegase el dinero de Murcia.
La sayyida vivía en la planta superior de la torre. Yacía en su lecho, y no cabía duda de que ya jamás abandonaría ese lecho con vida. Tenía el rostro amarillo como la cera y arrugado como una manzana podrida; las manos, como garras de pájaro, y los labios ya sin sangre, teñidos de azul. Ya sólo sus ojos tenían vida.
—¿Qué quienes? —preguntó bruscamente la anciana.
Ibn Ammar esperó a que hubiera despedido a la criada, que esperaba la señal para retirarse.
—¿Estáis al corriente, sayyida? —preguntó.
Ella asintió, mirándolo fijamente a los ojos.
—¿Por qué has acudido a mi? —preguntó la Gallega.
Ibn Ammar le sonrió, para ganar tiempo.
—No podía confiar en nadie más que en vos —dijo.
Ella lo miró de hito en hito, abriendo la boca y torciendo los labios. Parecía como si quisiera reír; una risa muda y desdentada, silenciosa.
—A uno no le quedan muchos amigos cuando la suerte le da la espalda —dijo, y una risa muda desfiguró su rostro—. ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó.
—Iré a Sevilla —dijo Ibn Ammar—. El príncipe ha sido engañado. Se lo explicaré todo.
—No es el único que ha sido engañado. —Aquella terrible risa seguía en su rostro.
Ibn Ammar sintió de repente el calor que hacía en la habitación, un calor sofocante, agobiante. No corría ni una ráfaga de brisa, a pesar de que la ventana estaba abierta de par en pan. Un olor insoportable flotaba en el aire, y una nube de moscas, negra y susurrante, revoloteaba alrededor del lecho de la anciana, como si ya hubiera muerto.
—¿Sabes qué ha sido de mi nieto? —preguntó, graznando.
Ibn Ammar intercambió una rápida mirada con Hadi.
—No lo sé —respondió—. Está en el al–Qasr. No creo que tenga nada que temer. Van por mí, sayyida.
La Gallega lo miró fugazmente, como si no hubiese oído la respuesta, y sus ojos se endurecieron.
—Mi querido niño —dijo con voz débil—. Está aquí, mi pobre y querido niño. Me lo han traído.
La anciana se sentó en la cama, apoyando la espalda contra la pared, rebuscó entre los cojines que tenía a su lado, cogió una bolsa de cuero y la colocó cuidadosamente en su regazo.
Ibn Ammar retrocedió un paso involuntariamente al ver que las moscas se agrupaban en torno a la bolsa.
La mujer abrió la bolsa con manos cuidadosas y sacó la cabeza, como si fuera frágil cristal. La sostuvo entre sus manos, con una expresión incomprensiblemente tierna en los ojos. La cabeza era repulsiva; estaba hinchada, ya medio descompuesta por el calor, negra de moscas.
La anciana acarició los cabellos apelmazados por la sangre.
—Mi pequeño —dijo con voz neutra—. Mi pobre pequeño. Nos costó tanto traerte al mundo. Y mira ahora lo que han hecho contigo. ¿No te había prometido el hadjib convertirte en el amo y señor de Murcia?
Ibn Ammar apartó la minada, asqueado, y corrió hacia la ventana. Tenía el estómago en la garganta. De modo que ése sería el final. El dinero de Murcia ya había llegado, y para asegurarse de que el trato se consumaría habían enviado también la cabeza del nieto de la Gallega.
Ibn Ammar se volvió hacia Hadi y le hizo una señal para que se acercara.
La vista desde la ventana se abría hacia el oeste, sobre un profundo valle que se ensanchaba al llegar al horizonte y se prolongaba en una cadena de montañas negras. Encima, el circulo rojo del sol, ya tan cercano al horizonte que no cegaba al mirarlo.
—¿Sí, señor? —oyó Ibn Ammar la voz de Hadi, a su espalda.
—Tenéis que coger a ese García —dijo en voz baja, hablando hacia la ventana—. Es nuestra única posibilidad, ¿lo oyes?
—Si, señor —dijo Hadi.
—Yo intentaré hacerlo venir aquí. Luego tendremos que distraer a sus hombres, pues no vendrá solo.
—Si, señor —dijo Hadi.
Ibn Ammar se volvió lentamente, acercándose de nuevo al lecho de la anciana.
—Debéis volver a meter eso en la bolsa, sayyida —dijo bruscamente—. Huele mal. Volvedlo a meter en la bolsa, sayyida.
La anciana lo miró con ojos cargados de odio.
—¡No me llames sayyida! —gritó, con voz tan chillona que Ibn Ammar se sobresaltó—. Ya no soy señora de nadie, ¿entendido? Soy una vieja, y dentro de un pan de días seré una vieja muerta. Pero antes me ocuparé de que no me olvidéis. Tú y los otros, los que lleváis a este chico inocente en la conciencia. —Cogió la cabeza y volvió a meterla en la bolsa.
—Desde abajo llegó la voz del castellano:
—¿Necesitáis ayuda, dueña? —preguntó.
Ibn Ammar vio cómo Hadi y Djabir se movían lentamente hacia la puerta, uno hacia cada lado. Era un golpe de suerte que la anciana misma hubiera llamado al comandante.
—García se encargará de este castillo cuando yo haya muerto —dijo la mujer—. ¿Entiendes lo que quiero decir, Ibn Ammar? El y su gente os prepararán el infierno. —La mueca fría, rígida, había vuelto a su rostro.
Se abrió la puerta. Pero, como era de esperar, el castellano no fue el primero en entrar. El hombre era lo bastante listo como para enviar por delante a sus guardias. Dos hombres altos como árboles entraron en la habitación y miraron a su alrededor con desconfianza, los dos vestidos con armadura y la espada lista para golpear. Apartaron a Hadi y Djabir de la puerta. Sólo entonces entró el comandante.
La anciana le hizo una señal para que se acercara y señaló a Ibn Ammar, mirándolo de arriba abajo con frialdad.
—Es tuyo, García —dijo con dureza—. Es tuyo. ¡Que Dios lo maldiga!
Ibn Ammar miró al castellano, que se había detenido a mitad de camino entre la puerta y el lecho de la anciana. Miró a los dos guardias, que no quitaban ojo de Hadi y Djabir. Y se arrojó de un salto sobre la anciana y la cogió del cuello con el brazo, de modo que podía romperle el espinazo con sólo apretar un poco más fuerte.
—¡Quédate donde estás! —gritó Ibn Ammar al castellano. Y vio la mueca compasiva y burlona en el rostro del hombre, y a los dos guardias, que lo miraban como perros rabiosos a la espera de la señal de su amo para arrojarse sobre él. Y vio a Hadi, que, rápido como una serpiente, se deslizó hacia la espalda del castellano y le puso el cuchillo en la garganta.
—¡No os mováis o es hombre muerto! —gritó Ibn Ammar a los guardias.
—¡Que Dios te maldiga! —chilló la anciana—. ¡Que Dios te maldiga y te precipite en los siete infiernos!
Los gritos de la anciana los acompañaron hasta el patio del castillo, de camino hacia el exterior.
Menos de un cuarto de hora después, cuando aún no estaba completamente oscuro, salieron de la ciudad por una portezuela secreta abierta en la muralla norte, hecha del tamaño justo para que pasase un caballo, y empezaron a bajar la montaña. El camino descendía por escarpados recodos. Djabir al frente del grupo, tirando de las riendas de su caballo. Delante de él iba García Jiménez, con las manos atadas a la espalda y una conrea de cuero al cuello, cuyo extremo libre sujetaba Djabir. No habían dado tiempo a la guarnición del castillo para poner sobre aviso a la tropa de Murcia, que seguía esperando a las puertas de la ciudad. Cuando llegaran al fondo del valle, habrían ganado una considerable ventaja.
Necesitaron casi una hora para bajar con los caballos. Cuando llegaron al valle, Djabir preguntó si debía contarle el cuello al castellano, pero Ibn Ammar decidió lo contrario. Estaba convencido de que algún día volvería a Murcia, y quizá entonces pudiera necesitar a aquel hombre. De momento no podía darse el lujo de ser más selectivo a la hora de elegir a sus aliados.
Cabalgaron primero hacia el oeste, para dejar una pista falsa. Luego giraron hacia el norte, en dirección a la carretera de Toledo. Tenían un largo camino por delante.
VIERNES 19 DE AGOSTO, 1082
23 DE ELUL, 4842 / 21 DE RABÍ 1,475
Al anochecer del noveno día de viaje llegaron a Alcántara. Habían hecho el largo viaje desde Sevilla de un sólo tirón. El grupo lo formaban el joven conde, Lope y los otros hombres del séquito; la princesa, que viajaba en su litera tirada por mulas, y sus criados, criadas y doncellas, más los once hombres de la escolta, encargados de protegerla. Nujum iba en litera, con la princesa. También los acompañaban Zacarías, el médico judío, y Karima, su mujer, que se habían unido al grupo en Mérida. Los judíos habían pensado ir a Zaragoza, y para ello llevaban dos mulas cargadas con todos sus enseres domésticos, pero Lope los había reconocido, y el joven conde los había invitado a Guarda, para que Zacarías tratase la enfermedad de su padre.
La mañana de ese día el grupo se había dividido. El grupo principal, en el que iban las mujeres, había salido por delante. Lope estaba en el segundo grupo, que no llegó a las puertas de la ciudad hasta el atardecer. Vio la ciudad frente a él. El sol estaba ya tan bajo que parecía haberse posado sobre los tejados. Lope conocía aquello, conocía el camino que rodeaba la ciudad por el este y conducía al río por un sendero escarpado y sinuoso. Había recorrido muchas veces ese camino; la primera, cuando aún era un chico, con el capitán. También conocía el puente que había dado nombre a la ciudad, el puente sobre el Tajo, que no aparecía ante los ojos hasta que no se había dejado atrás el último recodo del camino, y cuya sola visión le cortaba el aliento a cualquiera, por muchas veces que lo hubiese visto antes. Qantarat as–Saif, como era llamado en árabe: el puente de la espada. Seis colosales arcos, el mayor de casi sesenta codos de ancho, sostenían a más de cuarenta hombres de altura, sobre el río, una calzada tan ancha que fácilmente podían pasar dos carros al mismo tiempo. Sobre los pilares centrales se levantaba una puerta en forma de arco, hecha con imponentes bloques de piedra labrada. El gran puente, una de las maravillas del mundo, como decía la gente. No lo verían hasta el día siguiente. Habían pensado pasar la noche en la ciudad. El grupo principal, con las mujeres y los jinetes moros de la escolta, ya debía de haberse instalado.
Dejaron que los caballos avanzaran a paso lento, pues no tenían ninguna prisa. Eran ocho. El joven conde y el infanzón de su séquito, con sus dos mozos, además del maestro cetrero y su ayudante, y por último, Lope y Lu'lu, el criado negro que habían ofrecido como regalo de despedida al joven conde. Tenían un día agotador a sus espaldas, pero estaban de un humor espléndido, pues había sido un buen día, a pesar de haber comenzado tan mal.
Por la noche había caído una tormenta, y uno de los dos halcones del joven conde, probablemente inquieto por los truenos y relámpagos, había conseguido de algún modo librarse de sus ataduras y había escapado con las primeras luces del alba. Cuando advirtieron la pérdida, el halcón ya no estaba a la vista.
El joven conde había montado en cólera, y el maestro cetrero, llevado de un primer impulso de rabia, casi había matado a su ayudante. El halcón había sido un regalo del príncipe ar–Rashid; era un halcón de monte, un animal noble, tan bueno como otros pájaros más grandes, y experto cazador ya desde su segundo vuelo. El joven conde no estaba dispuesto a continuar el viaje sin, por lo menos, haber hecho el intento de recuperarlo. Por eso había enviado al grueso del grupo por delante, mientras ellos ocho se quedaban a buscar el halcón.
La noche en que escapó el halcón la habían pasado en un pueblo aledaño a la gran carretera que iba de Mérida a Salamanca, unas pocas millas al sur del Tajo. La gente del pueblo les informó que en las depresiones del río, al noreste, habitaba una colonia de garzas, donde quizá podrían encontrar al halcón. De camino hacia allí, intentaron una y otra vez atraerlo con gritos y pitidos, y hasta con artes de altanería, pero el halcón no se dejó seducir; ni siquiera llegaron a verlo. Luego, cuando por fin tuvieron a la vista los árboles repletos de nidos, de pronto una garza pasó volando sobre sus cabezas. Una garza enorme, que regresaba a su nido con el buche lleno. Arrojaron sobre ella al segundo halcón del conde, en la vaga esperanza de que el primero pudiera sumársele, pues muchas veces habían cazado garzas juntos.
Al ver al halcón, la garza subió en una cerrada espiral y dejó caer todo lo que llevaba en el estómago y en el buche, para perder peso. La siguieron en su intento de escapar río arriba. El halcón atacó valientemente, pero solo no tenía posibilidad alguna, y ya estaba a punto de darse por vencido cuando, de pronto, como una piedra cayendo de entre las nubes, el buscado halcón de monte se sumó al ataque. Se entabló un fiero combate aéreo. Los halcones caían alternativamente sobre la garza, en audaces ataques, mientras ésta, por su parte, intentaba defenderse con violentos picotazos, poniendo la cabeza sobre el lomo cuando era atacada desde arriba, revolviéndose en el aire cuando los halcones parecían acercarse demasiado.