Eran demasiadas contradicciones. Y estaba asimismo la otra afirmación del joven, que sostenía que algunos de los hombres llevaban armadura. Los moros iban todos vestidos con corazas forradas de tela verde; era imposible confundirlos. ¿Se habrían puesto además cotas de malla? ¿Acaso las llevaban siquiera? Lope no podía recordarlo, pero le parecía muy improbable.
Pero si no habían sido los moros, ¿quién, entonces? ¿La tropa de Guarda que venía a recibirlos? ¿Acaso las seis mulas cargadas con la dote de la princesa, sus vestidos, su dinero, sus joyas habían despertado tanta codicia en ellos como para inducirlos a matar a su propia gente?
Luis, el emisario que había ido a buscarlos a Sevilla, les había dicho que en Castelo Branco, a un día y medio de Alcántara, los esperaría una tropa de recepción que reemplazaría a la escolta mora. ¿Se habría producido el reemplazo antes aún de que llegaran a Alcántara? Eso explicaría por qué Luis y Jimeno, el segundo infanzón del séquito del conde, habían sido cogidos tan por sorpresa, sin poder siquiera defenderse.
Lope sintió que el corazón le latía más rápido. Se sentía como un cazador que, tras una larga busca, ve por primera vez a su presa. Ahora tenía, por fin, un objetivo al que dirigir su furia, aún bastante lejano pero visible. Los hombres de la tropa de recepción de Guarda. De pronto encajaban también las afirmaciones del joven, que había contado trece hombres a caballo. Los moros sólo eran once. Y el relevo sólo podía haberse producido sin problemas de haberse tratado de hombres de Guarda. De lo contrario, Luis y Jimeno no habrían despedido a los moros.
Una idea le cruzó por la cabeza, tan fugazmente que no pudo retenerla, pero con la suficiente nitidez como para producirle una gran inquietud. Había una pista que habían pasado por alto. Había algo que adquiría un significado completamente nuevo cuando se lo consideraba desde una nueva perspectiva, la que precisamente acababa de concebir Lope. Y de pronto lo tenía. Todo estaba claro: el halcón. No podía ser una casualidad que el halcón escapara precisamente esa mañana. Aún tenía en los oídos los desesperados lamentos del ayudante del maestro cetrero mientras juraba su inocencia. Generalmente, era el propio maestro cetrero quien, cada noche, colocaba a los halcones en la barra, en el dormitorio del joven conde.
¿Por qué había dejado esa tarea a su ayudante precisamente ese día?
Una hora antes de la medianoche llegó el centinela y abrió la puerta de rejas. El médico esperaba en la caseta de vigilancia. Karima aún vivía, informó el médico. La hemorragia había cesado, la lanza no parecía haber dañado ningún hueso ni ninguna arteria vital. La punta había penetrado entre el omóplato izquierdo y la espina dorsal, y había vuelto a salir rozando la clavícula.
—Si resiste esta noche, tiene esperanzas de sobrevivir —dijo—. Ha tenido una suerte increíble.
—¿Sigue inconsciente? —preguntó Lope.
El médico asintió.
—Pero es posible que no tarde en volver en si —dijo—. He dado instrucciones a los criados. —Prometió volver al día siguiente, al comienzo de la tercera hora, y quedó en encontrarse con Lope en la puerta—. He oído que es judía —dijo—. Si lo deseas, puedo preguntar al jefe de la comunidad judía si estaría dispuesto a acogerla en la ciudad.
—No antes de habérselo preguntado a ella —dijo Lope.
Lu'lu lo esperaba en la puerta. El criado caminó un rato en silencio al lado de Lope; luego, de repente, lo cogió firmemente del brazo.
—El joven señor quiere partir mañana temprano —dijo, visiblemente molesto.
Lope lo miró sorprendido. Por lo común, Lu'lu siempre cuidaba de no hablar hasta que le dirigían la palabra. Nunca era el primero en hablar.
—¿Por qué no? —dijo Lope—. Saldremos todos en busca de esa banda.
—Nada de eso —dijo Lu'lu, que aún tenía a Lope cogido del brazo—. ¡Quiere ir a Guarda!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lope, dudando.
—Lo han estado discutiendo toda la noche.
—Pero ¿por qué a Guarda?
—Dicen que el padre del joven señor ha muerto.
—¿Estás seguro de que has oído bien? —preguntó Lope. Se resistía a creerlo. La noticia daba una base sólida a las conclusiones a las que había llegado. Era posible que los señores de algunos castillos quisieran aprovechar la muerte del conde y la ausencia de su hijo para independizarse.
—¿De dónde procede la noticia? —preguntó.
—Esta noche ha llegado un mensaje de su gente, que lo está esperando —respondió Lu'lu.
—¿Su gente?
—Sí, gente de Guarda. Esperan en un lugar a día y medio de aquí. Han enviado el mensaje para que el joven señor se dé prisa. Esta misma noche ha enviado al mozo del infanzón para que se ponga de acuerdo con la gente de Guarda y vengan a reunirse aquí con él. Tiene miedo.
Lope escuchaba con medio oído. Lo que hacía tan sólo un instante parecía tan claro, volvía a estar sumido en la oscuridad. ¿Quiénes habían sido los hombres del puente? No podía dejar de pensar. Si no habían sido los moros ni tampoco la gente de Guarda, ¿quién, entonces? Sólo había tres caminos: seguir a la banda, interrogar a Karima, y ocuparse del maestro cetrero. Éste sería el primero, antes de que el joven conde partiera por la mañana. Él no iría a Guarda. Tomó esta decisión sin pensarlo mucho. Lope había jurado fidelidad al viejo conde, pero ahora el conde estaba muerto, de modo que él quedaba libre de su juramento. El joven conde podía hacer lo que le pareciera correcto, pero Lope saldría en persecución de la banda de asesinos. Intentaría interrogar a Karima por la mañana, para ponerse en camino lo antes posible.
Vio los ojos de Lu'lu dirigidos hacia él con mirada angustiada e interrogante.
—¿Qué más quieres decirme? —preguntó Lope.
Lu'lu titubeó.
—¿Qué pensáis hacer, señor? —preguntó por fin—. ¿Iréis a Guarda?
—Ya veremos —dijo Lope.
—¿Y la hija del hakim? —preguntó Lu'lu.
—El médico cuidará de ella. Hablará con los judíos de la ciudad para que la acojan —dijo Lope, y luego cogió a Lu'lu del hombro y lo llevó consigo a la taberna.
Al mozo del conde le correspondía hacer la guardia de medianoche. Todos los demás ya dormían cuando Lope entró en la habitación. Cogió sus alforjas y el hatillo de las armas, los llevó sin hacer ruido hasta la puerta y se acostó allí, junto a sus cosas. Mantuvo los ojos abiertos. No se sentía cansado. El mozo le había dicho que el maestro cetrero lo relevaría al amanecer.
Lope esperó hasta el relevo y envolvió en un paño la piedra redondeada que había cogido en la taberna, de modo que podía emplear como mango el extremo sobrante del paño. Luego espero otro cuarto de hora, cogió sus cosas y salió de la habitación con tanto sigilo como pudo.
—¿Qué pasa? —preguntó el maestro cetrero. Se hallaba sentado junto a la puerta, con la espalda apoyada contra la pared. Estaba tan oscuro, que apenas se lo vislumbraba.
—Soy yo —dijo Lope, y, agachándose, lo golpeó con la piedra en la cabeza. El hombre se desplomó sin hacer el menor ruido.
Lope se lo echó sobre los hombros y lo llevó a los establos, al otro lado del patio de la taberna. El mozo de cuadra se incorporó, pero Lope lo tranquilizó y el chico volvió a dormirse al ver que no era más que un huésped. Lope ató al maestro cetrero de manos y pies, lo amordazó, ensilló su caballo y el del cetrero, puso al hombre sobre la silla, lo cubrió con una manta y salió de la taberna con los dos caballos.
La noche era clara, media luna brillaba en el cielo. No era difícil distinguir el camino. Llevó los caballos a pie camino abajo, hacia el puente. La guardia del puente dormía. Lope llamó hasta que despertó uno de los dos hombres, le dio dos dirhams de plata para que lo dejase pasar sin hacer muchas preguntas sobre el cargamento de los caballos, y siguió su camino. Al entrar en el puente, el maestro cetrero empezó a moverse y a balbucear a través de la mordaza. Lope se detuvo detrás de la puerta de arco, exactamente en medio del río, bajó al hombre del caballo, le ató las manos y los pies juntos a la espalda, y lo puso boca abajo sobre el pretil de piedra del puente, tan hacia el borde exterior que podía caer en cualquier momento. Lo sujetó firmemente con la mano, y mientras le quitaba la mordaza de la boca con la mano libre, dijo en tono sereno:
—¡Ni un solo ruido o date por muerto!
—¡Por la misericordia de Dios! —gimoteó el cetrero.
—Habla sólo cuando te pregunte —dijo Lope—. Y piensa bien tus respuestas. Preguntaré sólo una vez.
—¡Qué quieres! Por el amor de Dios, ¿qué quieres? —dijo el maestro cetrero, con voz ronca por el miedo.
—¿Cuánto te dieron para que soltaras al halcón? —preguntó Lope.
—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —sollozó el cetrero.
—¿Cuánto? —preguntó Lope, aflojando un poco la mano.
—Cuarenta meticales —dijo el cetrero.
—¿Dónde está el dinero?
—En mi cinturón.
—¿Dónde te los ofrecieron?
—En Cáceres. Anteayer, en Cáceres.
—¿Quiénes eran?
—¡Era uno solo! ¡Uno solo!
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Lope, quitándole el cinturón con la mano libre y dejándolo caer al suelo, mientras escuchaba la descripción del hombre. Era poco satisfactoria: un hidalgo de entre cuarenta y cincuenta años, mediana estatura, barba corta y gris, sin marcas peculiares.
—¿De dónde era? ¿De Guarda?
—No; no era de Guarda —se apresuró en responder el cetrero—. No era nadie que yo conociera. A juzgar por su modo de hablar, era de Navarra. Sí, estoy seguro de que era navarro.
—¿No notaste algo más que te llamase la atención? —preguntó Lope.
—¡Nada! —dijo el hombre—. ¡Nada en absoluto! Por la santa Madre de Dios, ¡créeme! —Se atragantaba en su afán de dar a Lope una respuesta que lo dejara satisfecho—. Cómo podía sospechar lo que estaba tramando. Me dijo que su señor era un moro, que había visto el halcón y deseaba tenerlo. Me ofreció veinte meticales, pero yo me negué…
Hablaba sin parar, con desesperada precipitación, pero Lope ya no lo escuchaba. Abajo, la luna se reflejaba en el agua negra del río; su luz era tan brillante que cegaba. Y de pronto Lope volvió a tener ante sus ojos la imagen de Nujum sacada a la fuerza de la litera y arrastrada por el empedrado, y le pareció oir su voz pidiendo auxilio, y vio cómo la empujaban sobre el pretil del puente y cómo desaparecía en el río, gritando. Y soltó al hombre, lo dejó caer sin pensar en lo que estaba haciendo, escuchó su grito, que no parecía tener fin, y oyó el golpe contra la superficie del agua, y luego ya nada más.
Se quedó allí un largo rato. El eco del grito seguía en sus oídos, pero él no sentía nada. Se inclinó para coger el cinturón y lo metió en una alforja. Luego dio un rodeo alrededor de su caballo, le acarició el pescuezo, le pasó los dedos entre las crines y le acarició los ollares inflados y los belfos suaves y negros, que buscaban dulcemente su mano. Luego montó y cabalgó por la carretera que llevaba hacia el norte, tirando del caballo del maestro cetrero con una corta cuerda.
Cuando llegó a lo alto de la cuesta, por encima del valle, el cielo ya clareaba. Vio el rastro dejado por los asesinos. Buscó lugares húmedos, lodosos, en los que los cascos de los caballos hubieran dejado una buena huella. Esperaba encontrar la huella de una herradura marcada, alguna pisada característica, una herradura de forma llamativa, una marca que no pudiera cambiar, a la que pudiera reconocer aunque pasaran varios días. Pero no encontró nada. La carretera conducía a través de una llanura pedregosa, poblada de arbustos desgreñados, pequeñas encinas y gigantescos bloques de granito, cubierta de arena seca y gruesa. Todas las huellas se habían borrado.
Al salir el sol, llegó a una bifurcación en la que el rastro giraba hacia el este. Siguió unos cientos de pasos más, ocultó los caballos entre los arbustos y esperó. Media hora más tarde, cuatro jinetes se aproximaron por la carretera que llevaba del puente hacia el norte. Cabalgaban a galope tendido, y llevaban armaduras completas y dos caballos de reemplazo. Parecía el grupo del joven conde, pero eran uno menos. Cuando estuvieron más cerca, Lope advirtió que, a pesar de eso, sí eran el conde y sus hombres; vio también que el que faltaba era Lu'lu. Así pues, el criado negro también los había dejado. Quizá no le agradaba la idea de pasar el resto de su vida en un frío pueblucho del norte. Quizá le resultaba insoportable la perspectiva de tener que enseñar una y otra vez a los convidados de su nuevo señor lo que un médico griego le había cortado de entre las piernas. Quizá simplemente no había querido abandonar a su suerte a la hija del hakim.
El recuerdo de Karima provocó en Lope una repentina desazón. La había dejado sola en la taberna de suburbio. Ahora se daba cuenta por primera vez de que Karima estaba sola. Había planeado ir a Zaragoza con Zacarías, su marido, para buscar allí un nuevo hogar. Los dos se habían alegrado de que una tropa armada se les uniera en su peligroso viaje, aunque sólo fuera hasta Guarda. Luego, justamente eso había sido su perdición.
Imágenes que hacía tiempo creía olvidadas resurgieron en la mente de Lope. Durante los últimos días, tras el inesperado reencuentro, cada vez que sus minadas se cruzaban por casualidad, sensaciones extrañamente dolorosas despertaban en su interior. Sensaciones que le habían devuelto a la memoria el ansia desesperada con que un día, hacía ya tantos años, se introdujo a hurtadillas en el patio de la sinagoga sólo para poden verla de lejos. Las imágenes seguían vivas en su memoria. Si Karima sanaba de sus heridas, él la ayudaría a llegar a Zaragoza. Se lo debía. A ella y a su padre, el hakim.
Siguió a los cuatro jinetes con la mirada, hasta que desaparecieron en el norte. Luego regresó a Alcántara.
SABBAT 24 DE ELUL, 4842
20 DE AGOSTO, 1082 / 22 DE RABÍ II, 475
Lo primero que le vino a la conciencia, incluso un rato antes de estar completamente despierta, fue el dolor en el hombro. Un dolor terrible, acompañado de violentos latidos, que hacía estremecer su cuerpo y estallan brillantes relámpagos ante sus ojos. Se sentía como si estuviera bajo el agua, emergiendo del fondo de un profundo pozo. Veía encima de ella la abertura del pozo, un agujero redondo y brillante que se acercaba con infinita lentitud, a pesar de que ella se impulsaba con brazos y piernas, empleando todas sus energías para salir del agua. Sentía que le faltaba el aire. Tenía los pulmones a punto de reventar. Y, al mismo tiempo, sentía que el dolor se hacía tanto más insoportable cuanto más se acercaba a la abertura del pozo. Estaba al límite de sus fuerzas y de su capacidad de resistencia, cuando su cabeza atravesó por fin la superficie del agua; llenó de aire sus pulmones y, durante un maravilloso instante, el alivio producido por esa bocanada liberadora fue mayor que los atormentadores latidos de su hombro. Pero el dolor no tardó en imponerse de nuevo, y lo hizo con tal violencia que la llevó al borde de un nuevo desmayo.