El puente de Alcántara (112 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Karima casi se sintió aliviada cuando, poco después, el capitán de la cabaña vecina llamó a Lope y le propuso que lo acompañara a lavarse al río.

Cuando Lope volvió, estaba de un humor más distendido. Lu'lu había encendido fuego, conseguido vino y asado unos cuantos pájaros. Mientras comían, preguntó a Lope por la cabalgada, sonsacándole más y más detalles, hasta que finalmente Lope salió de su reserva y empezó a contar.

Pero cuando ya se había puesto el sol, la conversación se interrumpió de repente, pues de la cabaña del capitán empezaron a llegar los gemidos de la bella provenzal, seguidos de agudos gritos, risitas melindrosas apenas reprimidas y, finalmente, sollozantes jadeos de placer en todos los tonos posibles, tan exageradamente sonoros como si quisieran hacer partícipe de sus placeres a todo el campamento.

Lu'lu intentó sofocar los ruidos hablando en voz más alta y más deprisa, pero era en vano. Lope enmudeció y se quedó mirando fijamente el fuego; por fin, se puso de pie sin decir nada y desapareció en dirección a la puerta del campamento y los establos.

Karima y Lu'lu se quedaron en silencio junto al fuego, viendo cómo se consumía. Cuando ya sólo quedaban unas pocas llamitas azuladas ardiendo entre las brasas, el monje pelirrojo apareció calladamente sobre el resplandor de la hoguera, sigiloso como una rata hambrienta, y dijo:

—¡Vaya hombre es ése! ¡Carga con una olla llena de miel y ni siquiera la prueba!

Lu'lu se levantó de un salto, pero no estaba aún de pie cuando el monje ya había vuelto a desaparecer al abrigo de la oscuridad. Ya sólo oyeron su horrenda risa.

La noticia sobre el extraño comportamiento de Lope no tardó en dar la vuelta al campamento. Karima empezó a notarlo ya al día siguiente. Hasta entonces nunca nadie la había molestado. El Don imponía sanciones draconianas a los hombres que intentaban arrebatarse mutuamente la mujer y se peleaban por ello. Mientras fue considerada la mujer de Lope, Karima había podido sentirse segura, pues él, contratado como jinete de armadura, pertenecía a la clase privilegiada del campamento. Pero ahora que Lope había dado a entender con su actitud que no la pretendía como compañera de cama, Karima se había convertido de pronto en una presa disponible. Primero no comprendió lo que pasaba por las cabezas de los hombres; estaba demasiado poco familiarizada con las costumbres de ese nuevo mundo. Sólo advirtió que la miraban con codicia y que se comportaban de otra manera cuando la veían andar por el campamento: más impertinentes, más provocadores, inflados como gallos en celo. La actitud de las mujeres también cambió de la noche a la mañana; ahora minaban a Karima con ojos recelosos, o se mostraban agresivas, como la bella Alienor, que, cuando iban a buscar agua, tropezaba con ella adrede para hacer caer la jarra que llevaba sobre la cabeza. Muchas mujeres que hasta ahora la habían tratado con simpatía, procuraban apartarse de ella, como si de un momento a otro se hubiera convertido en su enemiga. Hasta Felicia la eludía.

Karima ya casi no salía de la cabaña, y cuando no le quedaba más remedio que hacerlo, se acompañaba siempre de Lu'lu. Pero de poco servía el criado negro. A pesar de su imponente estatura, ninguno de los hombres parecía tomarlo en serio. No lo consideraban un hombre. Su presencia no los intimidaba.

A última hora de la tarde, cuando Lope estaba en los establos, el capitán hizo una visita a Karima. Llevaba puesto un capote de seda rojo y zapatos marrones como los dátiles, se contoneaba como un pavo real y le hacía la corte descaradamente. Decía lamentar no haber encontrado a Lope en casa, pero no había duda de que, en realidad, se alegraba; además, había elegido el momento exacto para encontrar sola a Karima.

Al día siguiente, el capitán envió a su mozo con una invitación formal para que Lope y Karima fuesen a comen a su casa. El mismo se ocupó de la comida. Mandó servir codornices y perdices asadas, y para beber vino de Valencia escanciado en copas moras. Mostró su mejor lado; se deshizo en atenciones hacia Karima y le echó delicados requiebros, que sonaban tan graciosos en su español entrecortado que Karima no podía evitar reírse espontáneamente. Por momentos, cuando pensaba que ese hombre alegre, encantador y cortés era uno de los asesinos del puente de Alcántara, dudaba de si misma, no podía creerlo.

Sintió la mirada de la bella provenzal, que se había maquillado como una puta para una fiesta, y que actuaba como una gran dama, dirigiendo fogosas miradas a Lope, en un desesperado intento de poner celoso a su amante. Vio que la seguridad en sí misma de la Provenzal iba mermando bajo el menosprecio del capitán, y que el odio empezaba a arder en ella hasta arrancar destellos a sus ojos.

Al capitán los ojos le brillaban de puro deseo. A Karima le resultaba muy difícil defenderse de sus cumplidos. La tensión del ambiente podía contarse con un cuchillo. Sólo Lope parecía no darse cuenta de nada. Comía con buen apetito, bebía como Karima jamás le había visto beber, se dejaba acariciar por las miradas de la Provenzal e ignoraba las alusiones del capitán, como si estuviera sordo. Y Karima ardía por dentro; estaba tan furiosa como nunca antes. A punto estuvo de revelar a Lope quién era el capitán.

Al día siguiente, Karima advirtió sorprendida que los hombres volvían a dejarla en paz. No más silbidos ni chasquidos de lengua ni gestos desvergonzados. Karima tardó un rato en comprender qué había ocurrido: el capitán había dejado bien claro a ojos de todos que estaba interesado en ella. Con esto, Karima se había tornado inalcanzable para todos los demás hombres. Ninguno estaba dispuesto a disputársela al Normando. Se sentía furiosa, tanto más por cuanto Lope ni siquiera parecía intuir lo que pasaba.

Ya la tarde siguiente, el capitán volvió a insinuar sus expectativas. Se presentó en la cabaña nada más marcharse Lope a los establos. Karima intentó rechazarlo, pero el capitán actuaba como si su visita se apoyara en una larga tradición que le concedía un firme derecho. Le llevó una cadena de coral rojo. Cuando Karima rechazó el regalo, el capitán fingió arrepentirse y le pidió, de un modo encantador, que perdonara su atrevimiento.

Al atardecer, cuando los hombres se habían reunido con el capitán para deliberar y Karima estaba sola, sentada a la puerta de la cabaña, volvió a aparecer de repente el monje pelirrojo.

—¿Por qué no sois un poquito más amable con nuestro capitán? —preguntó el monje, y esta vez su voz no tenía aquel tonillo sarcástico—. El capitán os tiene en mucho. Podéis vivir muy bien a su lado. No encontraréis un hombre mejor en toda la tropa.

Karima hizo como si no oyera.

—Según he oído, el capitán estaría dispuesto a echar hoy mismo a esa bonita provenzal. Le paga seis dinares de oro al mes. Estaría dispuesto a ofreceros a vos el doble, sin contar los regalos.

Karima apretó los labios y siguió mirando fijamente hacia delante.

—El capitán os daría todo lo que desearais —continuó el monje, acercándose tanto que ella podía oir su respiración, y, susurrando, añadió—: Se dice que el capitán es capaz de arrancar un guijarro de una pared con lo que lleva bajo el cinturón, ¡así está de bien dotado!

Karima no se movió. Esperó a que el monje se marchara, se levantó y entró en la cabaña. Y, a oscuras, se acurrucó en el suelo y se llevó las manos a la cara para reprimir sus sollozos. Los hombros se le sacudían mientras ella lloraba en silencio. Lloró como no lo había hecho nunca desde que dejó de ser una niña.

Lope había tomado por costumbre salir cada día al amanecer y cabalgar una hora por los pastos de la orilla del río, para mantener en movimiento a los caballos. Al principio, cuando toda la tropa estaba aún en el campamento, encontraba por lo regular a algún otro hombre que quisiera acompañarlo. Pero esos últimos días había salido siempre solo.

Esa mañana, el capitán lo estaba esperando en los establos. Salieron a cabalgar juntos. Atravesaron el pinar en dirección al norte, bajaron al valle por un estrecho sendero y siguieron por el fondo del mismo. Cuando salieron a un terreno abierto, en el que podían cabalgan uno al lado del otro, el capitán dijo sin rodeos:

—Escucha, hermano, tengo que hablar contigo de una cosa.

Lope le echó una mirada interrogante.

—Ya imaginarás qué quiero pedirte —continuó el capitán.

—No —dijo Lope.

El capitán pareció sorprenderse, pero no por ello se detuvo.

—Se trata de la mujer que tienes contigo —dijo—. La gente del campamento afirma que ella no significa nada para ti. No suelo creer en las habladurías de la gente, pero si lo que dicen es verdad, estoy dispuesto a proponerte un trato —hizo una pausa y miró a Lope, escudriñándolo.

—¡Vaya! —dijo Lope—. ¿Qué tipo de trato?

—Un trato honrado, entre hermanos —dijo el capitán enseñando los dientes—. Escucha, amigo, los dos necesitamos un cambio, lo entiendo, no hace falta que me lo digas. Te ofrezco a esa francesita y cincuenta meticales de oro. ¿Trato hecho?

Lope vio la mirada expectante del capitán y, en un primer momento, se dijo que no debía de haber entendido bien, aunque sabía perfectamente qué era lo que quería el capitán. No estaba seguro de si sentirse ofendido o furioso, pero notó que la furia empezaba a apoderarse de él. Sin embargo, cuando iba ya a responder violentamente, logró contenerse. ¿Qué motivo tenía para montar en cólera? ¿Qué derecho tenía? Karima no era su mujer ni su hermana. Si el Normando iba tras ella, ¿por qué habría de impedírselo? ¿Acaso la oferta del capitán no estaba en consonancia con el código de comportamiento que regía en la tropa?

—¡Ochenta meticales! —dijo el capitán.

Lope esquivó su mirada. ¿Era posible que ese putero normando tuviera ya algún motivo para albergar esperanzas? ¿No le había dicho Lu'lu que el capitán había visitado a Karima dos veces cuando él no estaba? ¿Acaso ese maldito hijo de puta no había estado pavoneándose ante ella durante aquella comida?

—¡Cien meticales! —dijo el capitán.

—Ésa no es la cuestión —dijo Lope con seca cortesía.

El capitán lo miró de reojo, con una ancha sonrisa.

—Ésa no es una respuesta —replicó.

—Pues no hay otra —dijo Lope, siempre con la cabeza recta hacia delante.

—Como tú quieras, hermano —dijo el capitán, sin enojarse—. No quería ofenderte. Pero mi oferta se mantiene: la francesita y cien meticales en oro. Piénsalo con calma. Puedo esperar. —Detuvo su caballo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, antes de que Lope pudiera responder.

Lope clavó los talones en las ijadas de su caballo y subió a todo galope por la ladera del valle, como queriendo escapar de sus pensamientos. Luego, en algún momento, se detuvo de repente, y le acudió a la cabeza la idea de que el capitán podía estar con Karima en ese preciso momento, quizá contándole el resultado de su conversación. Se dijo a si mismo que tenía que proteger a Karima de ese maldito normando, se lo debía al hakim. Y de pronto se dio cuenta de que él era el culpable de todo. No debía haber llevado a Karima a ese campamento de mercenarios, o, como mínimo, no debía haberla dejado sola allí. Debía haberla llevado a Zaragoza con Lu'lu inmediatamente después de llegar; debía haberle evitado esa estancia en el campamento. Se sumió en el remordimiento, pero conforme se acercaba al campamento iba abriéndose paso otra idea. ¿Por qué motivo la gente del campamento había empezado a decir lo que había insinuado el capitán? ¿Acaso había molestado alguna vez a Karima desde que emprendieron su largo viaje juntos? ¿No había dejado a Lu'lu para que la protegiera? ¡Quizá era precisamente eso lo que había incitado las habladurías de la gente! Quiso aferrarse a esta última idea, pero cuando llegó a los establos estaba convencido de que la culpa de todo debía buscarse más en Karima que en él. Tenía la cabeza llena de reproches a Karima, y mientras bajaba por la calle del campamento, iba hilando las palabras con las que revestiría esos reproches. Cuando se topó con ella a la puerta de la cabaña, dijo, enojado pero en voz tan baja que sólo Karima pudo escucharlo:

—¡Han ocurrido cosas que afectan a mi honor! ¡Cosas que nos conciernen a los dos y de las que tenemos que hablar!

Ella lo miró sorprendida, achinando los ojos.

—¡Cosas! ¡Cosas! ¿Qué cosas?

Lope no estaba preparado para esa respuesta, pero consiguió mantener el tono de enfado:

—No creo que éste sea lugar para hablar —dijo—. ¡Aquí nos oyen todos!

—Bien —respondió Karima con la misma vehemencia—. Entonces vayamos a donde no nos oiga nadie.

Karima se levantó de un salto y cogió la calle del campamento en dirección al río. Andaba muy deprisa, obligando a Lope a seguirla casi a la carrera. Él, ante esta prisa impuesta, perdió parte de su seguridad en sí mismo, y de repente advirtió que tampoco encontraba las palabras que tan cuidadosamente había preparado. Cuando llegaron al tortuoso sendero que conducía al río, y Karima le preguntó a bocajarro de qué quería hablar, ya sólo pudo balbucear.

—Se trata de ese normando… del capitán… —empezó, pero cuando Karima volvió hacia él sus ojos centelleantes, enmudeció por completo.

—¡Del capitán! —dijo ella con inquietante dureza—. ¡Esto empieza bien! ¡Yo también tengo algunas cosas que decirte del capitán!

Lope encontró una respuesta adecuada, pero antes de que pudiera decirla, Karima se dio la vuelta y siguió bajando por el sendero con largas zancadas, y él encontró inapropiado dirigir sus reproches contra alguien que le daba la espalda.

—¡Te escucho! —dijo ella, mordaz.

Lope tenía que decir algo si no quería terminar agachando la cabeza.

—¡No tengo ganas de hablar y correr al mismo tiempo! —dijo.

Karima se detuvo tan de improviso que Lope casi siguió de largo.

—¡Vaya, por fin! —dijo ella—. ¡En estos últimos meses no hemos hecho otra cosa que hablar y correr!

—Esa no es la cuestión —contestó Lope, enérgico.

—¿Y cuál es la cuestión, entonces? —replicó ella, furiosa—. ¿Cuál puede ser? ¡Llevo siglos esperando que lleguemos de una vez a la cuestión!

—Volvió a darse la vuelta y siguió sendero abajo.

Lope corrió tras ella, sólo para volver a detenerse de golpe un poco más allá.

—Se trata de… de que me siento ofendido en mi honor. En el campamento circulan rumores… —empezó a decir, titubeando—. Se trata de que no puedo permitir que ese bocazas de normando o cualquier otro se imaginen… No estoy dispuesto a aceptar… —se interrumpió, pues tenía la impresión de que ella no lo estaba escuchando. Se puso furioso consigo mismo, por no haber sido capaz de hallar las palabras oportunas. Ya ni siquiera sabía qué tenía que reprocharle a Karima, por más que se esforzaba en reencontrar el hilo.

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