El puente de Alcántara (115 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Ibn Ammar vio a Lope, de pie junto al peñasco en el que se había despedido de él, se llevó las manos a la boca y le gritó:

—Todo está bien. Tienen que subirnos por la muralla, porque la puerta está condenada.

Vio que Lope levantaba una mano para dar a entender que lo había oído.

Luego bajaron un cesto por la muralla. Estaba atado a una fuerte cuerda, y tenía dos agujeros debajo para las piernas, de modo que uno pudiera apoyarlas contra la muralla mientras lo izaban.

Djabir cogió el cesto y dijo en voz baja:

—Dejad que suba yo primero, señor.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

—No, será mejor que yo vaya primero. No deben pensar que tengo miedo.

Se sentó en el cesto y se dejó izar. Dos de los hombres lo ayudaron a pasar sobre el pretil. Vio que también pasaban el cesto, pero no dejó notar su desconcierto, sino que saludó según mandaba la cortesía.

Frente a él estaba el señor del castillo, un gigante que le llevaba una cabeza de altura y tendría unos diez años menos que él, provisto de una barba negra como la pez y ojos azules.

—Has cometido un error viniendo aquí. Ibn Ammar —dijo arrastrando las palabras de un modo muy peculiar.

Ibn Ammar enarcó apenas las cejas, y advirtió de repente que el temblor del párpado había cesado. Se sentía extrañamente aliviado. Había imaginado tantas veces esa situación durante el largo viaje que no estaba sorprendido. Así pues, éste es el fin, pensó. Inclinándose ligeramente, preguntó:

—¿Debo considerarme tu prisionero?

El hombre asintió, sin mostrar ni rastro de una sonrisa. Abú'l–Fadl Hasdai había acertado: un noble terrateniente sin modales, sin la mínima educación.

—¿Puedo comunicárselo a mi gente? —preguntó Ibn Ammar.

—Más tarde —dijo el señor del castillo, y dándose media vuelta se dirigió hacia el interior de la fortaleza. Ibn Ammar lo siguió sin vacilar. Quería evitar que le pusieran las manos encima.

Fuera, Lope se hacía reproches. Tendría que haber sospechado algo cuando Ibn Ammar le gritó que lo subirían por la muralla. Por qué razón iba a condenar la puerta la guarnición de esa fortaleza inexpugnable, si sólo tenían delante a una pequeña tropa de veinte hombres. Pero ya era demasiado tarde. Ya mientras Ibn Ammar era izado por aquella muralla cortada a plomo, lo había embargado la inquietante sensación de que su amistad con Ibn Ammar podía terminar a las puertas de ese castillo. Ibn Ammar había entrado en su vida al pie de una muralla, y ahora, siguiendo el camino inverso, desaparecía por encima de otra muralla.

Aguardaron dos días. Luego, el señor del castillo gritó desde la muralla que Ibn Ammar sólo sería puesto en libertad a cambio de una adecuada cantidad de dinero. Esperaría una oferta de Zaragoza, pero el príncipe debía darse prisa, pues también podía ofrecerle el prisionero al príncipe de Sevilla.

Emprendieron el regreso enseguida. Los dos guardaespaldas de Ibn Ammar se unieron a la tropa. Cabalgaron hacia el noreste, tomando el mismo camino por el que habían venido, pero recorriendo menos distancia cada día, para cuidar los caballos y poder buscar mejor la posibilidad de un botín. Mantenían los ojos abiertos. Como Ibn Ammar había sido tomado prisionero, ya no recibirían soldada alguna; tenían que buscarse la vida ellos mismos si no querían volver a casa con las manos vacías. Pero la región por la que viajaban era yerma y pobre, una llanura seca, azotada por el viento y rodeada de montañas, en la que podían cabalgar medio día sin ver siquiera la cabaña de un pastor. No era sitio para hacer botín.

Al atardecer del séptimo día llegaron a la carretera que iba de Valencia a Toledo. En la tropa había un moro natural de un pueblo cercano a Valencia, que afirmaba que allí se podía coger algo. Una llanura amplia y fértil entre las montañas y el mar, con pueblos muy ricos y comerciantes en las carreteras. Dirigirse hacia allí implicaba dar un largo rodeo hacia el este, hacia el mar, pero todos estuvieron de acuerdo en hacerlo. Todos sin excepción, incluidos los dos guardaespaldas de Ibn Ammar.

Cabalgaron a través de bosques y desiertas regiones montañosas. Antes de llegar a la última cima que los separaba del mar, hicieron alto, para dar un día de descanso a los caballos y explorar el camino. A medianoche reemprendieron la marcha, cabalgaron por la llanura hasta la salida del sol y atacaron dos fincas, en las que únicamente robaron dinero y trajes y se llevaron consigo a los caballos y a una mujer que le había gustado al capitán. Luego arremetieron por los pueblos como un fantasma, metiéndose en las casas, registrando todo lo que parecía un escondite de dinero, robando las lámparas de plata de las mezquitas, matando a quienes se resistían y prendiendo fuego a los establos antes de seguir su vertiginosa marcha. No fue hasta una hora después de la puesta de sol que los moros consiguieron reponerse de la sorpresa lo bastante como para poner en funcionamiento su sistema de alarma.

A partir de ese momento encontraron cerradas las puertas de todos los pueblos, y sus habitantes, que habían subido a los tejados armados de piedras, lanzas y hachas, los recibían con una lluvia de proyectiles cuando los veían pasar a todo galope por la carretera. Uno de los hombres fue derribado de su silla por una piedra; un segundo fue alcanzado en la cara por una lanza, que le destrozó la nariz; dos caballos fueron heridos de tanta gravedad, que tuvieron que abandonarlos. Así las cosas, decidieron rodear los pueblos, y conformarse únicamente con lo que encontraban en la carretera, que no era mucho, pues la mayoría de los moros ya se había puesto a cubierto.

Sólo cuando estaban ya de regreso, casi llegando nuevamente a las montañas, se toparon con un comerciante que al parecer no había oído las señales de alarma. Era un moro de Valencia, acompañado de cuatro mujeres, que parecían esclavas. Las cuatro tenían el rostro cubierto por velos, y montaban sendas mulas. Los tres jinetes que los escoltaban habían huido al ver acercarse a la banda.

Robaron al comerciante hasta lo último, le quitaron el caballo y las cuatro esclavas, y siguieron cabalgando en dirección a las montañas.

No había sido la gran cabalgada con la que habían soñado, pero no era poco lo que había caído en sus manos. Podían estar satisfechos. Y el camino que tenían por delante aún era largo.

53
RIO TURIA

MIÉRCOLES, 24 DE JULIO, 1084

I7 DE RABÍ I, 477 / 18 DE AB, 4844

Habían hecho todo lo posible para borrar su rastro. Habían cruzado el río dos veces y habían avanzado largos trechos por agua poco profunda. Habían cabalgado a través de los bosques hasta muy entrada la noche, internándose en las montañas, y finalmente habían acampado en un estrecho valle, a los pies de un precipicio, y habían establecido una doble guardia para evitar cualquier sorpresa.

Estaban agotados, y al mismo tiempo excitados como niños tras un juego frenético. Algunos todavía temblaban de enardecimiento. Y, además, allí estaban las cuatro esclavas, sentadas muy juntas entre los caballos, mirando llenas de angustia y temor. Cuatro mujeres de extraordinaria belleza. El capitán se había cerciorado con sus propias manos de que las cuatro tenían aún el himen intacto, y había prohibido tajantemente a los hombres que las tocaran, pues los comerciantes de Zaragoza las comprarían a un precio incomparablemente mayor si eran vírgenes. El capitán mismo, sin embargo, se retiró a los arbustos con la otra mujer apresada. No pocos envidiaban su placer, y a algunos se les notaba la avidez con que sus pensamientos giraban alrededor de las cuatro muchachas, pero ninguno se atrevía a contravenir la orden del capitán. Eso también aumentaba la excitación de los hombres.

Estaban sentados alrededor del fuego, asando los peces que habían cogido en el río. Tenían que darse prisa, pues el sol ya se había puesto y sólo podían dejar que ardiera hasta que oscureciese. El hombre de la nariz destrozada estaba sentado junto a Lope. Era un serrano de Galicia, todavía joven, que estaba con ellos desde hacía apenas un año. La nariz se le había inflamado hasta convertirse en un bulto amorfo, rojo azulado, y bajo la hinchazón podía advertirse que le quedaría muy doblada hacia abajo. Los hombres hacían bromas sobre su nariz, pero el serrano no se lo tomaba a mal, sino que reía con ellos. Era la primera herida que recibía en combate. Estaba orgulloso. También lo estaba de la abolladura dejada por la lanza en el protector nasal de su yelmo. Era algo que podría enseñar más adelante, que le daba una historia que contar.

Mientras comían el pescado, los mayores, los que llevaban más tiempo sirviendo en la tropa del Don, empezaron a mostrar sus cicatrices y a contar los hechos a los que se las debían.

Uno de Segovia se quitó el parche que le cubría el ojo izquierdo y explicó que una flecha le había acertado allí; luego, señalándose la sien, mostró la cicatriz por donde había vuelto a salir.

Y un francés, al que llamaban Brazo de Hierro, se levantó el jubón y les hizo palpar el eslabón de cadena que la punta de una lanza había arrancado de su cota de mallas y le había hundido en el vientre, dejándoselo incrustado debajo de la piel.

Y Fulco, el Rojo, que era quien más tiempo llevaba a las órdenes del Don, enseñó una vez más la costilla excoriada que ya todos conocían y contó la inevitable historia: cómo, despreciando la muerte, se había arrojado sobre un moro que arremetía con una lanza contra el Don, por la espalda, y cómo la lanza del moro le había arrancado del pecho esa costilla, que desde entonces siempre llevaba colgada del cuello con una cuerda.

No había prácticamente ninguno que no tuviera una cicatriz y una historia que contar. El sol se puso mientras ellos escuchaban las historias. Y luego empezó a oscurecer, los hombres comenzaron a sentir el cansancio y se fueron quedando dormidos.

Lope se tumbó de lado para dormir. Tenía los ojos entornados; al borde de su campo visual, al otro lado de la hoguera, de la que ya sólo quedaba una delgada columna de humo, estaba sentado un joven al que llamaban Rubio, por el color de su cabello. Era hijo de un hidalgo de Nájera que se contaba entre los seguidores del capitán normando. Un muchacho demasiado alto, de rostro pálido. Había escuchado todas las historias atentamente, aplaudiendo lleno de admiración y celebrando a carcajadas cada broma, pero sin decir ni una sola palabra. Ahora, el hombre de Segovia lo empujó amistosamente, señalando su mano izquierda.

—¿Y tú? ¿Cómo te hiciste eso?

El joven intentó ocultar la mano y apretó los labios como una virgen pudorosa. Le faltaba la primera falange del dedo índice. Lope no se había dado cuenta hasta entonces.

—Vamos, Rubio, cuéntamelo —insistió el segoviano.

El joven miró inseguro a su alrededor. Su padre estaba acostado junto a él; parecía que ya estaba dormido.

—Me lo arrancó una mujer, de un mordisco —dijo, bajando la mirada.

El segoviano se volvió riendo hacia los que aún estaban despiertos:

—¿Habéis oído? —gritó—. ¡Una mujer le arrancó medio dedo de un mordisco! —Se volvió nuevamente hacia el joven y le dio una palmada amistosa en la espalda—. Pero, hombre, ¿qué le hiciste para que se pusiera tan salvaje? ¿Qué le hiciste?

El joven le sonrió agradecido, y creciéndose por el inesperado éxito de su historia, añadió con orgullo:

—La arrojé de un puente.

El segoviano lo miró incrédulo, y el joven quiso explicarse, pero antes de que pudiera decir nada, se oyó la voz de su padre.

—¡Cierra la boca! —dijo, en tal tono de voz que el joven se estremeció como sacudido por un golpe.

Lope yacía inmóvil en el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Escuchaba atentamente, pero ningún sonido llegaba a su conciencia. Sólo la voz del joven, que se repetía en sus oídos como un eco, y como el eco de un eco. No había espacio en su cabeza para ningún pensamiento… Tampoco sentía nada, no experimentaba ningún tipo de sensación. Sólo estaba allí, tumbado, escuchando dentro de sí el eco de aquella voz. Y sólo cuando el eco por fin se desvaneció, su mente empezó a trabajar de nuevo, la imagen que tenía ante los ojos recobró su nitidez, y volvió a oír las voces de los hombres y sus risas contenidas.

Vio que el joven se echaba encima una manta y se acomodaba al lado de su padre. Vio el rojo brillante del cielo sobre las lejanas colinas del oeste. Contempló cómo se extendían las negras nubes que descansaban en delgadas tiras sobre el horizonte y cómo el rojo del cielo perdía su fuerza y se dejaba inundar por la oscuridad de las nubes, hasta que todo el cielo fue negro.

El maestro cetrero del joven conde de Guarda había afirmado que el hombre que lo había sobornado hablaba el dialecto de la gente de Navarra. Lo había descrito como un hombre de barba gris. Ambas características encajaban con el padre del joven. El viejo tenía una cara corriente, sin ninguna marca peculiar. El joven tampoco tenía nada llamativo, a excepción de su cabello color óxido. Ninguno de los dos tenía un aspecto de esos que se graban en la memoria. Pero ¿y los dos juntos? ¿No llamarían la atención estando juntos? ¿Por qué no habían llamado la atención a Karima?

Cuando llegaron por primera vez al campamento de mercenarios, los dos habían salido con el capitán para estudiar el pueblo que pensaban conquistar. Pero habían regresado con él y el capitán, y desde entonces habían estado siempre en el campamento y también habían participado en el traslado al pueblo. Incluso después del traslado Karima tenía que haberlos visto dos o tres veces más. ¿Habrían estado tan disfrazados el día del ataque que luego Karima no pudo recordar sus rostros? ¿O acaso Karima sí los había reconocido, pero había callado intencionadamente? Ésta era la pregunta que más inquietaba a Lope. Y no hallaría la respuesta hasta que no hablara con Karima.

Pero cualquiera que fuese la respuesta, Lope había encontrado el rastro que tanto tiempo llevaba buscando; tenía a los dos primeros de los trece hombres que llevaban sobre su conciencia a Nujum. Y como un perro de caza que olfatea a su presa y encuentra el rastro, aguzó todos sus sentidos y dirigió todos sus pensamientos nuevamente hacia ese objetivo, que había perseguido durante tanto tiempo y ya casi había dado por perdido. De repente, volvió a verlo todo ante sus ojos. Vio a Nujum y la princesa en la litera tirada por mulas; vio cómo ese chico pálido y desgarbado arrancaba las cortinas con sus largos brazos y arrastraba a Nujum. No dudada ni por un instante que había sido Nujum quien le había mordido el dedo. La princesa era casi una niña todavía, contaba apenas catorce años; no habría tenido fuerzas para defenderse tanto. Nujum, en cambio, era capaz de todo. El corazón se le agarrotaba al pensar cuán desesperadamente debía de haberse defendido Nujum.

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