Un hombre que ni siquiera había estado presente durante el ataque al puente, a quien el propio Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no había visto jamás. Y si Lope conseguía acabar con ese condestable francés, todavía quedarían siete de los trece hombres. Y aunque cobrara venganza en esos siete, todavía quedaría el conde, de quien recibía órdenes el condestable. Y en mitad de la noche, en un instante de lúcida desesperación, Karima había comprendido que ya no se trataba de que el deseo de venganza impidiera a Lope abandonar la busca, sino que, más bien, estaba huyendo de algo. Que aquella busca no era más que un pretexto para ocultar que él mismo estaba huyendo. Huyendo de su propio pasado; huyendo del recuerdo de esos nueve años perdidos que había pasado en la soledad de un calabozo; huyendo del recuerdo de aquella muerta que aún vivía en su mente y que seguía interponiéndose entre ambos.
Karima había esperado que su presencia, poco a poco, haría palidecer la imagen de aquella mujer; pero, en lugar de ello, parecía hacerla brillar aún más en el recuerdo de Lope. La realidad era gris comparada con las imágenes que Lope llevaba guardadas en la memoria. Karima ya no tenía fuerza para seguir luchando contra aquello. Y, además, ahora ya no estaba sola. También estaba el niño que llevaba bajo el corazón.
Tal vez pensar en ese niño era, en último extremo, lo que la había llevado a decidirse. O tal vez había sido la frialdad de Lope, su reserva. Desde su regreso de Segura no había vuelto a tocarla, a decirle palabras bonitas, a abrazarla, siquiera por cortesía. Karima ya no tenía fuerza para seguir esperando.
No había dado mucho tiempo a Lope para que le diera una respuesta. Le había comunicado su decisión de unirse a aquellos judíos esa misma mañana, media hora antes de partir. ¿Había obrado mal? ¿Era aquello una huida precipitada?
Le había hecho bien ver en el rostro de Lope que éste se sentía afectado.
—¿Dónde podré volver a encontrarte? —le había preguntado.
—No sé adónde voy —había contestado ella—. Si encuentras a los hombres del puente, no te será difícil encontrarme después a mi.
¿Qué tipo de respuesta había sido ésa? En aquel instante ella misma no sabía qué iba a hacer. Tampoco lo sabía ahora. Los dos judíos y los musulmanes manumisos tenían proyectado viajar primero a Toledo, y de allí a Córdoba y Sevilla. ¿Debía ella volver a casa? ¿Sevilla seguía siendo su casa?
El viaje a Toledo duró seis días. Cada día, Karima miraba si aparecía detrás de ellos algún jinete solitario. Estaba desgarrada entre sus esperanzas y sus dudas. Empezaba incluso a dudar del amor que sentía por Lope.
¿Quizá sólo se había dejado llevar por sus sueños de niña? ¿Quizá sólo había querido conseguir lo que se le había metido en la cabeza cuando tenía catorce años? ¿Acaso había sido todo un producto de su obstinación?
¿O sólo iba detrás de Lope porque nunca había podido superar que éste la dejara por otra? Karima se ahogaba en un mar de reflexiones absurdas sobre la sinceridad de sus sentimientos. Lo único que la consolaba era pensar en el niño.
No había dicho a Lope que esperaba un hijo suyo. Había tenido miedo de que él se lo tomara como una coacción. ¿Había obrado bien? ¿Se había equivocado?
Ahora ya era demasiado tarde para seguir pensando en aquello.
Esperó hasta el último momento que Lope la siguiera, pero Lope no lo hizo.
Al atardecer del sexto día llegaron a un pueblo abandonado, que se encontraba a cuatro horas de viaje al norte de Toledo. El rey de León aún no había sitiado oficialmente la ciudad, pero con la autorización del príncipe de Toledo había levantado un campamento militar casi a las puertas de la ciudad, en los antiguos jardines palaciegos del otro lado del río, y sus tropas controlaban todos los caminos de acceso. Cobraban a los comerciantes y campesinos que llevaban víveres o mercancías a la ciudad; a algunos les robaban todo, a otros los raptaban para pedir luego un rescate.
El salvoconducto que el tenente de Sepúlveda había dado a los dos judíos sólo les garantizaba protección hasta los pasos de la sierra. Para llegar a Toledo sanos y salvos tendrían que servirse de otros medios. Había hombres que conocían la ubicación de las tropas de jinetes españolas y de sus puestos de vigilancia, así como los caminos por donde podía darse un rodeo para evitarlos. Uno de estos guías fue a buscarlos al pueblo abandonado una hora después de la puesta de sol. Llegaron a la ciudad a medianoche.
Karima decidió quedarse en Toledo. Compró una gran propiedad en el barrio judío a un peletero que quería dejar la ciudad y se sentía dichoso de haber encontrado una compradora que podía entregarle una orden de pago sobre bienes que tenía en Sevilla. Karima era consciente de que había decidido quedarse en Toledo sólo para estar más cerca de Lope; No podía olvidarlo, pero empezaba a acostumbrarse a la idea de tener que vivir sin él.
LUNES, 25 DE RABÍ I, 478
26 DE TAMÚS, 4845 / 21 DE JULIO. 1085
La celda de Ibn Ammar era muy grande. Se encontraba en la planta superior de la torre que se levantaba sobre la Puerta de las Palmeras del palacio de al–Mubarak, en el al–Qasr de Sevilla. Era una habitación de siete pasos por nueve. Pero esa amplitud era un sarcasmo, pues Ibn Ammar no podía aprovecharla.
Estaba sujeto a una cadena de dos qintar de peso. Las cadenas le unían brazos y piernas, juntándose en el centro en una sólida argolla. Cuando lo llevaron a presencia de al–Mutamid, un funcionario extremadamente celoso decidido a mostrarle a su príncipe su especial afán de servirlo le tomó las medidas a Ibn Ammar. Ahora, Ibn Ammar, para dar un paso, tenía que arrastrar todo el peso de la cadena. Ese peso lo mantenía sujeto al suelo, obligándolo a vivir tumbado, arrastrándose, como los animales con los que compartía su celda: arañas, escarabajos, cochinillas. Había habido un tiempo en que él mismo se había sentido como uno de esos animales. Las cadenas lo habían doblegado, le habían robado la voluntad, lo habían arrojado al polvo. Lo habían vuelto torpe, apático, triste. Finalmente, había dejado de moverse. Se había quedado allí, vegetando en un estado de semiconciencia, entre el día y el sueño, nunca completamente despierto y nunca completamente dormido, en un paralizante estado crepuscular, en el que el tiempo ya no se dividía en días y noches, en vigilia y en sueño, sino que fluía como una corriente continua sin principio ni final, que lo arrastraba sumido en una fatal monotonía.
En ese estado de resignado vegetar, había perdido toda voluntad de vivir. Había dejado de usar el cubo para ir de vientre, había dejado de defenderse de las moscas, y en algún momento también había dejado de tocar la comida que un criado mudo le hacia llegar cada día a través de una trampilla abierta en el techo.
Sin embargo, más adelante, hacía ahora siete semanas, de repente todo había cambiado. Una mañana el criado llegó acompañado por un funcionario de palacio, deslizó una escala por la trampilla, y ambos bajaron a la celda. Era la primera vez desde que estaba preso en Sevilla que Ibn Ammar escuchaba una voz humana, una voz que le hablaba a él. Y esta experiencia obró en él como una fuerte medicina. El curso uniforme del tiempo se rompió de súbito, y renació en él la voluntad de vivir.
El khádim lo lavó y le dio ropa nueva. Cuidó de que toda la celda se limpiara a fondo y de que se eliminara a todos los insectos, y procuró a Ibn Ammar comidas fortalecedoras y un ingenioso aparato con ruedas que lo ayudaba a cargar con sus cadenas, de modo que ahora podía moverse sin mucho esfuerzo por su celda.
Desde entonces, el khádim visitaba su celda a diario, charlaba con él y contestaba a sus preguntas. Era muy cuidadoso con sus respuestas, y evitaba tercamente contestar a la pregunta más importante: qué pensaba hacer el príncipe con Ibn Ammar. Sin embargo, en todos los demás aspectos demostraba estar bien informado.
Ibn Ammar pasaba mucho tiempo pensando por qué el príncipe no lo habría enviado de inmediato al verdugo. Algo debía de haber impedido a al–Mutamid descargar su furia en el acto. Tal vez el lazo de su amistad aún no se había roto por completo. Tal vez el príncipe se veía frenado por un misterioso temor, que le decía que la espada que mata a un amigo puede caer también sobre uno mismo.
Cuando lo tomaron prisionero, en Segura, Ibn Ammar no tardó en convencerse de que lo entregarían a Sevilla. El príncipe de Zaragoza no había movido un dedo por él, y Abú'l–Fadl Hasdai tampoco había podido hacer nada. Hadi y Djabir, que habían vuelto a presentarse ante las puertas del castillo cuatro semanas después, entregaron únicamente una carta del hadjib, que contenía sólo unas líneas de consuelo, y ninguna oferta de rescate. Lo contrario no hubiera tenido sentido. Al–Mutamid de Sevilla había hecho saber al señor de Segura que estaba dispuesto a superar cualquier oferta.
Al principio, Ibn Ammar había visto con humor cuánto estaba dispuesto a pagar por él el príncipe de Sevilla, y hasta había escrito unos cuantos versos irónicos sobre el aumento de su cotización, que había entregado a sus dos hombres para que se los llevaran al hadjib de Zaragoza como respuesta a su carta. Pero el buen humor no había durado mucho.
Ar–Radi, el hijo mayor de al–Mutamid, había ido a buscarlo a Segura y lo había llevado primero a Córdoba. Allí lo había paseado por las calles de la ciudad sentado de espaldas en un asno, sujeto entre dos fardos de paja. Aún recordaba el griterío burlón de la multitud, y la desconcertante experiencia por la que había pasado entonces: la sensación de que apenas podía distinguir si la multitud se divertía o si gritaba pidiendo un verdugo. El que pasaba por la calle abierta entre la multitud, él en este caso, se llevaba prácticamente la misma impresión de quienes simplemente se divertían que de quienes hacían escarnio de él: los mismos brazos extendidos intentando tocarlo, las mismas bocas gritando a voz en cuello, el mismo clamor histérico. Hasta los niños se comportaban igual, sólo que éstos unas veces le arrojaban flores y otras estiércol; pero también ellos parecían hacer ambas cosas con el mismo placer.
Recordaba las maldiciones de las mujeres del harén del príncipe, que lo cubrieron de basura cuando fue llevado al al–Qasr de Sevilla. Recordaba, sobre todo, aquella escena tan irreal en el gigantesco madjlis del palacio de al–Mubarak, cuando, por primera vez después de tantos años, había sido llevado en presencia del príncipe, arrancado de su sueño en mitad de la noche, solo, doblado bajo el peso de sus cadenas, presa de una terrible angustia en aquel salón sombrío que estaba iluminado por una sola lámpara y surcado por un sin fin de sombras amenazantes. Recordaba como, de repente, al–Mutamid había salido de la oscuridad. El príncipe estaba tan amorfamente gordo que Ibn Ammar necesitó un momento para reconocerlo. Tenía el rostro fláccido, y los ojos acuosos y rojos como los de un bebedor. Ibn Ammar aún oía su voz llorona, balbuceante, a veces ahogada en lágrimas y a veces cargada de rabia. Aún oía sus lamentos, sus reproches, sus amenazas, y sus gritos, mezcla de rabia y desesperación, cuando, al final de su largo y excitado monólogo, Ibn Ammar no pronunció ni una sola palabra de arrepentimiento, sino que se limitó a apelar a su clemencia.
—¡Lo que has hecho no tiene perdón!
Ibn Ammar recordaba el estallido del príncipe, cargado de lágrimas, y las órdenes estridentes a los criados que esperaban detrás de la puerta.
—¡Lleváoslo! ¡Lleváoslo fuera de mi vista! ¡Lleváoslo!
Ibn Ammar sabía que aquella noche había estado a un paso del abismo, y que en los meses siguientes su vida no había valido lo que tres guisantes. Pero luego había ocurrido algo que, por lo visto, cambió en su favor el clima reinante en palacio.
Hacía siete semanas don Alfonso, el rey de León, se había apoderado de Toledo. Al–Qadir, el príncipe, había entregado a los españoles el al–Qasr y el gran puente, y se había trasladado con los suyos a la fortaleza de Cuenca. Después de esto, a la ciudad tampoco le había quedado más remedio que someterse. De la noche a la mañana se había producido una catástrofe que muchos venían prediciendo desde hacía años, pero que ni siquiera los más pesimistas habían vaticinado para tan pronto.
—Un capote se deshilacha primero por los bordes, pero con la caída de Toledo el capote de Andalucía se ha rasgado justo por el medio. —Con esta metáfora había descrito los hechos el khádim. Era una comparación muy acertada. Con la conquista de Toledo, el rey de León se había apoderado del corazón de la península. Ahora, todos los reinos de Andalucía estaban expuestos a un ataque directo de los españoles. También Sevilla estaba amenazada.
Ahora a al–Mutamid sólo le quedaba elegir entre dos posibilidades. Haciendo un gran esfuerzo, podía intentar subir drásticamente los impuestos y emplear todos sus recursos económicos en reclutar nuevas tropas, para someter a los otros príncipes andaluces o, como mínimo, obligarlos a cerrar una alianza bajo el dominio sevillano. Por otra parte, podía llamar en su ayuda a los almorávides del norte de África.
La primera opción se correspondía con la política que Ibn Ammar había seguido desde el inicio de su gobierno como hadjib. La segunda era el objetivo que perseguían sus adversarios, que ahora llevaban la voz cantante en la corte: Abú Bakr ibn Zaydún, quien lo había sucedido en el puesto de hadjib, e Ibn Adhams, el qadi supremo, cabeza de la facción ortodoxa.
En los últimos años, los almorávides, dirigidos por el emir Yusuf ibn Tashfin, habían conquistado con alarmante rapidez las regiones costeras del norte del Magreb, y finalmente, el último otoño, se habían apoderado de la ciudad portuaria de Ceuta, de modo que ahora lo único que los separaba de las costas andaluzas era el estrecho de Gibraltar. Abd–Alá, el príncipe de Granada, ya había trabado contacto con ellos. Hasta ahora al–Mutamid de Sevilla se había negado a dar ese paso, a pesar de que el nuevo hadjib y el qadi supremo lo instaban a ello una y otra vez.
Durante años, Ibn Ammar había alertado al príncipe contra el fanatismo de esos bereberes del desierto, contra el hecho de que una vez que cruzaran el estrecho sería imposible refrenar su agresividad. Le había hecho comprender que Yusuf ibn Tashfin no se contentaría con acudir con sus jinetes en ayuda de los príncipes andaluces cuando éstos lo llamaran, sino que intentaría someter toda Andalucía apenas hubiera conquistado el Magreb.
Sus advertencias habían perdurado. Pero ahora el príncipe mismo se había privado de su libertad de decidir.