El puente de Alcántara (61 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—¿Sabes quién es el hombre que está en nuestra choza? —preguntó lbn Eh, despidiendo chispas por los ojos. Hablaba en hebreo.

—¿Por qué? —preguntó a su vez Yunus, inocentemente—. Se llama Ibn Ammar y es de la región de Silves.

—Se llama Abú Bakr ibn Ammar —corrigió Ibn Eh, acentuando cada parte del nombre—. ¿No te dice nada? ¿Ibn Ammar, el poeta, el amigo del príncipe Muhammad ibn Abbad?

—¿El que desterró el monarca? —preguntó Yunus. Empezaba a recordar vagamente.

—¡Ése, exactamente ése! —confirmó Ibn Eh—. ¿No lo viste nunca en Sevilla?

Yunus negó con la cabeza.

—Yo lo he reconocido nada más verlo, Dios lo sabe, una vez tuve tratos con él —dijo Ibn Eh, y respiró hondo, como si le costara trabajo recordar—. Hace cinco años Ibn al–Kinani y yo le vendimos dos muchachas. Él aceptó el precio sin siquiera intentar regatear. Nos vimos obligados a regalarle una tercera muchacha para no perderlo como cliente. Una semana después fue condenado al destierro. ¡Una muchacha valorada en cuatrocientos dinares! Fue el regalo más innecesario que puedas imaginar. Aquella vez me enfadé con Dios. —Contrajo el rostro en una mueca de dolor y, un instante después, rodeó a Yunus con el brazo y añadió, esbozando una pícara sonrisa—: Parece que ahora Dios quiere resarcirme.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Yunus.

Ibn Eh lo miró algo desconcertado.

—¿Ya no recuerdas las noticias que traje de Zaragoza?

Yunus rememoró aquellas noticias y, mientras caminaba por la calle del campamento con Ibn Eh hablando y gesticulando con ambas manos, empezó, poco a poco, a comprender qué esperaba Ibn Eh de su paciente.

Según los informes del comerciante, en Sevilla se había producido un levantamiento: Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero había intentado derrocar a su padre. Después de una campaña contra Córdoba, el príncipe se había presentado con unos cuantos hombres leales ante la puerta exterior del al–Qasr de Sevilla, montados todos en caballos extenuados, y había conseguido que los dejaran entrar asegurando que un grupo de enemigos venían pisándoles los talones. La segunda puerta había conseguido cruzarla con ayuda de su madre, que había sobornado a uno de los guardias. Luego, él y su gente habían buscado el harén del al–Qasr, para capturar a su padre. Pero el monarca no estaba en el harén. Al–Mutadid había salido del al–Qasr al atardecer, por sorpresa y sin llamar la atención, y se había dirigido a su nuevo palacio, construido al otro lado del río. Así pues, la confabulación había fracasado, y al príncipe heredero no le había quedado más remedio que huir. Había mandado abrir agujeros en todas las barcas de la orilla del río que daba a la ciudad, para que nadie pudiera avisar a su padre; había mandado requisar doscientas mulas y, al amanecer, había partido hacia el sur con la mayor parte del tesoro y con su madre, su séquito y su guardia bereber. Se suponía que con la intención de llegar a Algeciras y pasar de allí a África, donde podía buscar refugio en casa del hermano de su madre.

Sin embargo, esa misma noche, un jinete, que había cruzado el río a caballo, había informado a al–Mutadid de la intentona de su hijo. El monarca, utilizando correos rápidos y palomas mensajeras, había puesto al corriente de lo ocurrido a los señores de todos los castillos situados entre Sevilla y Algeciras. Uno de ellos, el qa'id de Medina Sidonia, había conseguido capturar al príncipe heredero y llevarlo de regreso a Sevilla. Un día después, el monarca había decapitado con sus propias manos a su hijo primogénito.

Tras la ejecución de Ismael, Muhammad, el segundo hijo del monarca, había sido nombrado príncipe heredero del trono de Sevilla. E Ibn Ammar, el paciente que yacía en la choza de los judíos, era el hombre de más confianza de este príncipe, su ejemplo, su mentor, su amigo. Toda Sevilla estaba enterada de la estrecha amistad que los unía. Por parte del príncipe era casi una especie de esclavitud, un afecto tan intenso que el monarca había tenido que desterrar a Ibn Ammar para que el príncipe no se convirtiera en un títere en manos del poeta. En Sevilla, todos lo sabían, y todos sabían también que el príncipe había ayudado a su amigo en el destierro. Y cualquiera podía sospechar qué sucedería cuando el viejo monarca abandonara este mundo.

Cuando Yunus e Ibn Eh dejaron la calle del campamento para dirigirse a su choza, la criada salió a su encuentro y les dijo que un hombre había entrado en la cabaña para ver al paciente. A juzgar por la descripción de la criada, ese hombre debía de ser el Siciliano, la mano derecha de sire Robert Crispin, el caudillo normando. Yunus se puso nervioso y quiso entrar inmediatamente a ver a su paciente, pero Ibn Eh lo contuvo, cogiéndolo del brazo.

—Te pido una cosa más, Yunus —dijo con seriedad—. No digas a Ibn Ammar ni una palabra de lo ocurrido en Sevilla. Ni una palabra de que sabemos quién es. Él no me ha reconocido, y yo no me he dado a conocer. Así debemos dejarlo hasta que lleguemos a Zaragoza.

Yunus asintió, ausente. Quería hacer una pregunta más, cuando, de pronto, se oyó un terrible grito, un grito inhumano que les puso los pelos de punta y los dejó petrificados por unos instantes.

Hasta pasado el mediodía, Ibn Ammar se resistió a la necesidad imperiosa de orinar. Finalmente, la presión sobre la vejiga se había hecho tan insoportable que había acallado el dolor de los testículos. Entonces Ibn Ammar había conseguido levantarse y, apoyándose en la pierna sana, había orinado al lado de la cama. El dolor insoportable en los testículos lo ayudaba a no conceder importancia a lo penoso de la situación. Luego se había quedado un largo rato inmóvil apoyado sobre la espalda, con los ojos cerrados y todos los sentidos dirigidos a los terribles golpes que, al mismo ritmo que los latidos de su corazón, caían sobre sus testículos como una almádena, y sólo se hacían tolerables cuando no movía ni un solo músculo.

No había oído entrar al hombre en la choza; no lo había oído acercarse a la cama en la que estaba acostado. Había vuelto a sumirse en un suave letargo, hallando consuelo en la convicción con que el hakim judío afirmaba que esos dolorosos latidos no tardarían en ceder y que lo peor ya había pasado. No se había dado cuenta de nada. El dolor atravesó su cuerpo con tan infernal violencia, tan inesperado, que en un primer momento Ibn Ammar ni siquiera había sentido de dónde había brotado. Sólo cuando se disipó el velo que el dolor había extendido ante sus ojos y vio al hombre que estaba junto a su cama, la fría sonrisa de su rostro, la afectada ceremonia con que iba sacándose de los dedos el guante que llevaba en la mano derecha, sólo entonces comprendió lo que había pasado. Debía de haber dado un grito bestial, pues de pronto los dos judíos aparecieron en la puerta de la choza y se quedaron mirándolo, hasta que el extraño los despidió con un movimiento de la mano. Luego Ibn Ammar perdió el conocimiento, pero al parecer sólo por un instante, pues cuando volvió en sí el extraño seguía exactamente en el mismo lugar, sin haber terminado aún de meterse el guante tras el cinturón. Ibn Ammar lo veía ahora con más claridad, aunque seguía medio ensordecido por el dolor y sus ojos parecían torcidos como por un calambre. Eh hombre tenía unos cuarenta años, rostro moreno, barba negra y de corte elegante, ojos oscuros; sólo podía ser el árabe de Sicilia del que le había hablado el comerciante judío.

El hombre habló a Ibn Ammar en un árabe extrañamente duro, casi atropellado, que difícilmente podía encajar con su elegante aspecto.

—Que Dios te dé salud —dijo—. Siento haberte causado dolor, no lo he hecho adrede. —Sonreía, pero la sonrisa sólo llegaba a su boca; sus ojos eran fríos e inexpresivos como los de un pájaro—. Mi amigo, el señor de este campamento, es normando, ya me entiendes: madjus. Quería venir él en persona a hacerte unas cuantas preguntas, pero yo se lo impedí. Le dije: Déjame ir a mí, deja que yo hable con él, hablamos el mismo idioma, podemos entendernos mejor. —Arrimó con la punta de la bota una albarda de madera y se sentó en ella—. ¿Has tratado alguna vez con normandos? —preguntó—. Por las malas, quiero decir.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

—Dios te libre de hacerlo —dijo el Siciliano. Se apoyó cómodamente sobre la rodilla—. Voy a contarte una historia —continuó—. Sucedió hace un año. Algunos de los normandos que ahora están en este campamento, estaban acantonados entonces frente al castillo del emir de Palermo, cerca de Messina. En una incursión consiguieron capturar al hijo de un qa'id, que era vasallo del emir. El comandante de los normandos quería saber de él cuántas provisiones quedaban en el castillo. El joven no quería decir nada. Así que los normandos le arrancaron un diente. Y una hora después, el siguiente. Al atardecer, el joven dijo por fin lo que los normandos querían oir. Para entonces ya había perdido doce dientes, doce dientes hermosos y sanos. —La sonrisa que rodeaba su boca se marcó aún más, dejando ver una hilera de dientes blancos e inmaculados—. Absurdo, ¿no te parece? —Se inclinó hacia delante y la sonrisa desapareció de su rostro—. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo.

Ibn Ammar respiraba rápidamente, a estertores. El miedo le oprimía el pecho.

—¿Qué quieres saber? —preguntó. Su voz sonaba como si tuviera la garganta llena de arena.

—Nos han informado que la ciudad ya no tiene agua —dijo el siciliano—. Quería saber si lo que dicen esos informes es cierto.

Ibn Ammar asintió con la cabeza. Estaba preparado para esa pregunta. Desde el primer momento había sabido que lo interrogarían, y había meditado la respuesta. Se había propuesto confesar sólo una parte de lo que sabía, pero la mirada fría y sonriente del Siciliano alejó rápidamente esta intención. Contó todo lo que había visto y oído, inundó de información al hombre que lo interrogaba. Estaba tan ansioso de decirlo todo que se le saltaban las lágrimas cuando el Siciliano le hacía alguna pregunta desconfiada, dando la impresión de que no le creía. El miedo a nuevos dolores lo convertía en una dócil criatura carente de voluntad propia. Habría escupido sus secretos más íntimos, su vida entera, si el Siciliano, tan deferente y cortés, se lo hubiera pedido; habría traicionado a su propia madre con tal de satisfacer a ese hombre tan amable.

Y se avergonzaba de ello, se sentía humillado; sentía una vergüenza tan profunda que le hacía olvidar todo dolor. Un rato después, cuando entraron en la choza el comerciante judío y el hidalgo de nariz aguileña al que servían los tres hombres que lo habían encontrado ante la muralla, Ibn Ammar yacía completamente apático sobre su cama. Escuchó con total indiferencia cómo el hidalgo planteaba la absurda exigencia de seiscientos dinares. Con el mismo interés dejó pasar los esfuerzos del judío por rebajar la suma. Cuando finalmente el hidalgo se dio por satisfecho con la cantidad, comparativamente ridícula, de ciento veinte dinares, Ibn Ammar no sintió ni consuelo ni agradecimiento. El interrogatorio del Siciliano lo había dejado más gravemente herido que la caída de la muralla. Se sentía como si lo hubieran castrado del alma.

29
BARBASTRO

SÁBADO 17 DEJULIO, 1064

29 DE AB, 4824 / 29 DE RADJAB, 456

Partieron dos horas antes de la puesta de sol. Setenta hombres con cien caballos, la mitad pertenecientes al campamento normando; los otros, al campamento del rey de Aragón. Desde que el rey moro de Zaragoza había reforzado las guarniciones de los castillos fronterizos con divisiones de caballería ligera, ya nadie se arriesgaba a emprender una cabalgada hacia el sur si no se disponía como mínimo de medio centenar de hombres. Tres semanas atrás, una patrulla francesa había sido aniquilada por los moros. Sólo había quedado con vida un hombre, que había regresado al campamento descalzo y semidesnudo, y sin nariz ni orejas.

Cabalgaron ocho horas casi sin pausa, adentrándose en la oscuridad de la noche, primero hacia el sur, hasta dejar atrás el castillo de Monzón, luego hacia el sureste, por la llanura. Al frente cabalgaba un adalid, un peón natural de la región que conocía cada sendero y en quien se podía confiar, pues su mujer y sus dos hijos estaban bajo vigilancia en el campamento. El adalid, apartándose de las carreteras, los guió por estrechos senderos de pastores y a través de cumbres boscosas flanqueadas por precipicios cortados a pique, hasta una colina que se levantaba sobre la planicie como última estribación de la cadena de montañas. Pasaron el resto de la noche en un encinar que crecía en la pendiente occidental de la colina. Establecieron guardias y durmieron en el suelo, envueltos en las mantas de sus sillas de montar, entre los caballos estacados, junto a sus armas listas para ser empuñadas.

A Lope le había tocado hacer la última guardia con el viejo Pero. El adalid los guió a la cima de la colina, donde buscaron un lugar cómodo, un tronco donde apoyar la espalda. El viejo Pero no tardó en quedarse dormido, y Lope lo dejó dormir. Se sentía fresco, no había ningún peligro de que también él fuera vencido por el sueño.

Cuando empezó a amanecer, Lope trepó a un árbol y echó un vistazo a la llanura. Al sur, a unas tres millas de allí, había un pueblo bastante grande. Lope llegaba a ver la cúpula de la mezquita, la delgada punta del minarete y los tejados cubiertos de paja de las casas aglomeradas detrás de la palizada que rodeaba el pueblo. Recorrió con la mirada los caminos y los lugares de trilla. No se veía a nadie, ni un solo campesino yendo a trabajar a los sembrados, ni un arriero, ni un pastor sacando el ganado a pastar. Todo estaba quieto, extrañamente quieto.

Antes de salir el sol sonó el pitido que los llamaba de regreso al lugar donde habían acampado. Los hombres estaban reunidos en grupos; habían enviado exploradores que confirmaron lo que había notado Lope. Los campesinos se habían atrincherado en el pueblo; la sorpresa había fracasado. Algún vigía o algún pastor de cabras debía de haberlos visto llegar por la noche y habría avisado a la gente del pueblo. Los moros no se dejaban sorprender tan fácilmente, vivían alertas por los muchos ataques que ya habían sufrido, y con cien caballos era prácticamente imposible acercarse sin ser vistos. Ya no se podía hacer nada.

Dos o tres jinetes aragoneses abogaron por asaltar el pueblo, pero todos los demás se opusieron. Habría demasiados heridos, podían perder demasiados caballos. El posible botín no lo merecía, y el camino de regreso era demasiado largo. Desde que se sabía que los moros de Barbastro ya no tenían agua, nadie quería arriesgar demasiado. Así las cosas, emprendieron el regreso, enviando por delante una avanzadilla de doce hombres, a quienes se mandó que no se perdieran de vista. Cabalgaron dos horas a paso ligero hacia el oeste por campo abierto, con la esperanza de poder asaltar a unos cuantos campesinos, a los que luego podrían canjear por trigo. Pero la región parecía desierta. Todos los pueblos por los que pasaron estaban cerrados y en los minaretes ondeaban largas banderillas verdes. Era como si en lo alto de cada colina hubiera un espía siguiendo sus pasos y anunciando justo a tiempo su llegada.

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