El puente de Alcántara (63 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—¡Vino! —gritó el carnicero hacia el fogón, donde estaba la criada, y ésta bajó rápidamente a la bodega, mientras el hombre seguía a la bella Doda a la otra habitación.

La puerta de la casa seguía abierta, y Lope vio entrar rápidamente a Mira, temerosa y con la cabeza gacha. Tras ella entró un segundo hombre, y también a éste lo reconoció Lope al primer vistazo: era el hombre al que llamaban Cuatrodedos.

Éste cerró la puerta al ver a Lope.

—¿Qué hace este chico aquí? —preguntó sin quitar los ojos de Lope.

—Es del campamento normando, sólo ha venido para anunciar que su señor vendrá esta noche; se irá enseguida —dijo Mira con temblorosa precipitación. Se había retirado a la pared posterior, recogiéndose junto al fogón. Lope dio un paso hacia la puerta.

—¡Tú te quedas aquí! —dijo Cuatrodedos. Caminó lentamente hacia el centro de la habitación, al tiempo que desabrochaba las correas de sus calzones de montar de cuero.

La criada volvió de la bodega con una jarra de vino y la llevó a la habitación contigua, de la que salían la voz profunda y ronca del carnicero y la risa aguda de la mujer. Cuatrodedos siguió a la criada con la mirada, recorriéndola de arriba a abajo. Cuando regresó, el hombre dijo:

—¡Tráeme a mí también una jarra, chica!

La criada le volvió la espalda, fingiendo que no lo había oído. Se hizo un inquietante silencio, hasta que Mira se levantó para bajar a la bodega.

—¡Tú no! —dijo Cuatrodedos con aspereza, y señaló con la cabeza a la criada—: ¡Ella!

La muchacha miró a Cuatrodedos, luego a Mira, y, al ver que Mira asentía rápidamente con la cabeza, se dirigió nuevamente al sótano, sin prisas, y volvió con una jarra llena.

Cuatrodedos cogió la jarra.

—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Eres nueva aquí?

La criada echó la cabeza hacia atrás y contestó desdeñosa:

—Por qué no.

El hombre la miró fijamente. Estaba de pie frente a ella, sereno, con la jarra en la mano izquierda y una sonrisa en la cara. Lanzó el golpe de un modo tan repentino que la criada no tuvo tiempo de esquivarlo. Le dio en la cabeza con el dorso de la mano, con tal fuerza que la hizo caer. La muchacha, soltando un suave quejido, corrió a refugiarse bajo el fregadero, en el rincón más apartado de la habitación. Cuatrodedos la siguió lentamente, quitándose los pesados calzones de cuero al caminar, arrojó éstos al banco colocado junto al fogón, se sentó en él y se recostó cómodamente contra la pared.

De pronto, la voz del carnicero irrumpió con violencia desde la habitación contigua. La mujer respondió con un estridente aluvión de palabras, y el carnicero volvió a gritarle: una acalorada discusión que se encendió y volvió a apagarse con la misma rapidez y violencia. Un momento después, el carnicero salió a la cocina y, mirando con ojos entornados las llamas que ardían en el fogón, dijo:

—¡Ven, nos vamos!

—Ve tú primero, yo iré después —dijo Cuatrodedos. Y, señalando a Lope con la jarra llena, añadió—: Estamos esperando a su señor, uno del campamento normando, un viejo conocido. Tengo que hablar unas cuantas cosas con él.

—Como quieras —rezongó el carnicero, y salió de la casa. Antes de cerrar la puerta, volvió a meter la cabeza y dijo, dirigiéndose a Mira—: Y vosotras, atendedlo bien, dadle lo que desee. No paga, la casa invita.

Lope vio cerrarse la puerta. El cerrojo ya no estaba puesto. Cuando el carnicero se hubiera alejado, quizá él podría arriesgarse a escapar para poner sobre aviso al capitán. Abrir la puerta de un empujón, cruzar el patio, correr hacia la puerta exterior y perderse en el tumulto de la calle de las tabernas. El caballo podría volver a recogerlo luego. Pero era probable que la puerta estuviese cerrada con llave, y Cuatrodedos alertaría al guardia justo a tiempo para que le impidiera el paso. Aunque la puerta estuviera abierta, no tenía la certeza de conseguirlo, pensaba Lope. Tenía que esperar una oportunidad más propicia.

Cuatrodedos estaba sentado tranquilamente en el banco, con las piernas estiradas.

—Qué pasa con el servicio —dijo en voz muy baja.

Ninguna de las muchachas se movió de su sitio, ni Mira, ni la criada, que seguía con la mano en la mejilla dolorida. Lope vio que los ojos del hombre se empequeñecían, y, unos instantes después, vio que Mira cedía antes que la criada y se dirigía hacia Cuatrodedos, lentamente, paso a paso. Y, petrificado de espanto, vio cómo se arrodillaba entre las piernas extendidas del hombre y empezaba a desabrocharle el cinturón.

¡Esfúmate! —dijo Cuatrodedos, apartando a Mira de un empujón. Y, volviéndose a la criada, dijo—: ¡Tú! ¡Ven aquí!

Lope vio que la criada salía temerosa de su rincón y se colocaba frente a Cuatrodedos, protegiéndose la cara con las manos. Vio que el hombre se inclinaba hacia la muchacha, le cogía la falda, tiraba de ella y la obligaba a arrodillarse.

—¡Ven aquí, pequeña, no te portes así! —le oyó decir Lope.

Luego vio cómo le cogía la trenza y se la enrollaba en la mano, como una cuerda, mientras ella le desataba los pantalones. Entonces Lope apartó la mirada. Ahora, pensó, éste es el momento. Cuando se levante yo ya estaré en la puerta. Y si intenta seguirme, la criada se interpondrá en su camino. Desplazó todo su peso hacia un lado y empezó a moverse imperceptiblemente hacia la puerta.

—¡Tranquilo, muchacho! ¡Quédate donde estás! —dijo Cuatrodedos con tal voz que Lope se quedó inmóvil en el acto. Apenas se atrevía a respirar. Se quedó quieto, con la cabeza gacha y los hombros levantados. Por el rabillo del ojo veía a Mira, que, con la espalda apoyada contra la pared, lo miraba con ojos muy abiertos y asustados. Entonces, de repente, llegó desde fuera la voz del capitán, potente y vociferante, irreconocible a pesar de oírse muy cercana. Parecía que había estado bebiendo en el camino, que se había detenido en las tabernas de la calle del pueblo.

Lope vio que Cuatrodedos se levantaba de golpe, apartaba a la criada con un ágil movimiento y se dirigía a la puerta, pasándose por el cinturón la bragueta caída del pantalón. Cuando la puerta se abrió, Cuatrodedos ya estaba pegado a la pared, oculto en las sombras, apenas reconocible. El capitán no lo vio al entrar. Se detuvo frente a Lope, tambaleándose y con los ojos entornados, y, recorriendo la habitación con la mirada, gruñó:

—Pensaba que sería recibido como la paloma después del diluvio. ¡Pero con qué me encuentro en lugar de eso! ¡Nadie a la puerta! ¡No hay luz en el patio! ¡Ni siquiera un vaso lleno como saludo! —Y mirando a Lope a los ojos, gritó—: ¡Qué haces tú aquí! ¡Fuera, vete! ¡Ocúpate de los caballos!

Sólo al ver que Lope no se movía, el capitán se dio cuenta de que ocurría algo y volvió lentamente la cabeza. No mostró ningún signo de temor, ni siquiera parecía sorprendido, o se controlaba tan bien que uno no podía notarlo. Se quedó quieto, mirando por encima del hombro a Cuatrodedos, que se había separado de la pared y caminaba lentamente hacia el capitán.

—Buen lugar para un reencuentro —dijo Cuatrodedos en voz baja—, ¿no te parece, viejo? —Empezó a trazar un semicírculo alrededor del capitán, de manera que podía mirarlo sin perder de vista a Lope—. Me alegro de volver a verte después de tantos días; me alegro sinceramente, viejo.

—¡Desaparece! —dijo el capitán—. ¡Lárgate de aquí!

Cuatrodedos balanceó lentamente la cabeza y torció la boca en una especie de sonrisa.

—No me entiendes, viejo. Todavía no me entiendes —dijo, arrastrando las palabras—. Quiero verte la pierna, sólo esa parte de la pantorrilla derecha. No quiero pelea, ¿me escuchas? Pero ya me rechazaste una vez, y con una tengo suficiente.

Lope miró al capitán y supo enseguida que no estaba dispuesto a ceder. Lo notó en la manera en que el capitán alzaba ligeramente la barbilla y enarcaba las cejas, y en cómo empezó a respirar tomando grandes bocanadas de aire con la boca entreabierta. De pronto, Lope sintió un miedo cerval. No eran ni tres pasos los que separaban al capitán de aquel hombre, demasiado poco para poder sacar el cuchillo a tiempo o para intentar esquivarlo. Por qué no cede, pensaba Lope, desesperado. ¿Por qué no deja que le vea la maldita pierna? ¿Por qué se arriesga a que ese toro lo crucifique? ¿Qué pretende? Los ojos de Lope iban y venían del capitán a Cuatrodedos, y de pronto empezó a concebir la punzante sospecha de que si el capitán se negaba a enseñar la pierna era únicamente por testarudez. Pero en ese mismo instante se abrió la puerta y entraron los dos normandos que habían participado en la incursión a la muralla de la ciudad, bromeando, riendo, colorados por el vino.

—¡Hombre, pensaba que ya estarías haciendo lo tuyo! ¿Dónde están las mujeres? —dijo uno de los normandos dando un manotazo en la espalda al capitán. Y, con la misma alegría, incluyeron a Cuatrodedos en su saludo—: ¿Celebramos los cuatro, o qué haces tú aquí?

—Ya estoy servido —dijo Cuatrodedos, y, empujando al capitán de camino a la puerta, añadió—: ¡Hasta pronto, viejo! ¡Volveremos a vernos!

Un instante después ya se había marchado.

Lope había olvidado por completo la orden del capitán. Se volvió aliviado hacia Mira y la vio salir riendo de su rincón. Por un instante, creyó que venía hacia él, pero la muchacha pasó de largo y se arrojó al cuello del normando más alto, abrazándolo con fuerza y cubriéndolo de besos mientras el cabello le volaba sobre los hombros.

—Ocúpate de los caballos —refunfuñó el capitán—. Y mantén los ojos abiertos, no quiero más sorpresas. ¿Entendido?

Cuando Lope pasó a su lado, el capitán le dio un manotazo. Pero Lope no sintió el golpe.

Lope hizo la primera guardia de la noche sentado a la puerta del establo, mientras el cabañero y el viejo Pero dormían acostados sobre la paja, entre los caballos. Desde allí, Lope oía el barullo de la casa, la desenfrenada algarabía de los hombres, la risa de la bella Doda, y las voces agudas de las muchachas y sus estridentes gritos. Oía la voz de Mira, sus risitas alegres y chillonas. La oía aunque se tapara las orejas con las manos.

Pasó toda la noche en vela. Se quedó despierto incluso mientras los otros dos hacían la guardia y el interior de la casa estaba ya en silencio.

Una vez salió Mira. Estaba semidesnuda, y tan borracha que se cayó al suelo. Se arrastró hasta la esquina de la casa y Lope la oyó vomitar. Pero cuando Lope se le acercó, ella se defendió sacando los puños y bufando como una gata.

Quedaba por delante una larga noche.

30
ZARAGOZA

VIERNES 28 DE ELUL, 4824

13 DE AGOSTO, 1064 / 26 DE SHABAN, 456

El establecimiento de baños se encontraba en el centro del barrio judío, cerca de la gran sinagoga, y esa tarde, víspera de sabbat, estaba repleto. Pero a los invitados del nasí de la comunidad judía y poderoso administrador financiero del príncipe, el honorable Abú'l–Fadl Hasdai, se les había asignado un lugar privado en una de las masatib, reservadas para clientes distinguidos.

Yunus había cerrado a medias la cortina. Estaba solo. Ibn Eh seguía en el baño de vapor, y había pedido un masajista y un barbero, para disfrutar de todos los placeres del baño. El comerciante había llegado de Barbastro hacía apenas algo más de una hora, agotado tras dos días de viaje a marcha forzada, sudoroso, sucio y con el único deseo de darse un largo baño. Todavía tardaría un rato en regresar a la maslah.

Yunus cogió el delgado cuaderno que le servia de diario. En esas últimas semanas no había tenido oportunidad de continuar sus apuntes. Lo habían llevado de una recepción a otra. Había tenido que relatar sus experiencias en Barbastro una y otra vez en casa del nasí, ante públicos distintos. Junto con Ibn Ammar, había sido llamado incluso al madjlis del mismísimo príncipe, para que hablara ante la corte. La noticia de la capitulación de la ciudad había sumido a Zaragoza en un gran nerviosismo. Nadie, a excepción de los pocos que estaban al corriente de la desafortunada obstrucción del pozo, había contado con que las cosas tuvieran tal desenlace. Hasta ahora, siempre se había dado cuenta con relativa facilidad del antiguo enemigo del norte. El rey de Aragón jamás había conseguido conquistar ni uno solo de los grandes castillos de la frontera. Y ahora, de pronto, tenía en su poder una de las ciudades más grandes del reino.

La mayoría de los observadores estaban convencidos de que el rey debía esa victoria únicamente al apoyo de las tropas francas y normandas. A muchos los embargaba un miedo irracional, rayano en la histeria. Circulaban los rumores más descabellados, especialmente sobre los normandos, cuya astucia y destreza para la guerra eran conocidas ya por los informes de comerciantes sicilianos. Así pues, era más que comprensible que Yunus, como testigo ocular que había visto de cerca a los normandos durante el tiempo que duró el sitio, fuera constantemente bombardeado con preguntas desde todas partes. Entretanto, él ya había contado tantas veces los acontecimientos que llevaron a la toma de Barbastro que ahora le parecían extrañamente irreales, como si hubieran ocurrido meses atrás.

Abrió el cuaderno y releyó las últimas anotaciones. Algunos párrafos los había escrito con tanta prisa que ahora le costaba trabajo descifrarlos.

JUEVES 6 DE AB / 22 DE JULIO

Cuatro jinetes salieron de la ciudad ayer por la mañana, dos hacia Zaragoza y dos hacia Lérida. El rey de Aragón los ha hecho acompañar por grandes escoltas hasta Monzón y Aguijes. Los cuatro emisarios tienen la misión de averiguar si la ciudad todavía puede contar con que recibirá ayuda. Un nuevo ejemplo de la curiosa burocracia de esta guerra de sitio, que nunca deja de sorprender a un profano como yo. Tan pronto se cometen las más terribles atrocidades para obligar a los defensores de la ciudad a entregarse y se estrecha cada vez más el cerco, como se deja pasar oficialmente a cuatro mensajeros y hasta se pone a su disposición una escolta para que lleguen sanos y salvos a su destino. Naturalmente, tras esta generosidad se oculta un frío cálculo: los sitiadores están convencidos de que ni al–Muktadir de Zaragoza ni al–Muzaflar de Lérida vendrán en defensa de la ciudad, Y que la ciudad se rendirá tanto más pronto, cuanto antes vuelvan los emisarios con esa noticia.

Nuestro sire afirma que los cuatro mensajeros fueron sometidos a una inspección antes de la partida. Se acordó que se permitiría que cada uno llevara consigo cincuenta dinares de oro. Uno llevaba setecientos dinares más cosidos en el forro de su traje. Obviamente, le quitaron el exceso de equipaje.

En los últimos días están capturando cada vez con mayor frecuencia a un gran número de hombres jóvenes que llevan consigo grandes sumas de dinero. Por lo visto, la gente bien situada de la ciudad está recurriendo a este medio para intentar poner a salvo como mínimo una parte de su fortuna. Los mensajeros cargados de dinero son recompensados con una décima parte de lo que llevan si consiguen atravesar el cerco con el dinero que les ha sido confiado. Es un juego muy arriesgado, pues los jóvenes que lo aceptan tienen que preocuparse no sólo de los sitiadores, sino también de las bandas de aventureros que asolan la región. Desde que se sabe que la ciudad ya no tiene agua, ninguno de los señores toma más hombres a su servicio. Los que han llegado demasiado tarde tienen, pues, que coger con sus propias manos su parte del botín. Están al acecho de los fugitivos que logran escapar de nuestros guardias. Asaltan a los comerciantes que vienen al campamento. Atacan incluso a tropas aisladas del ejército, cuando éstas se alejan demasiado de su campamento y no son lo bastante fuertes. Se dice que en estas bandas hay muchos hombres del conde de Barcelona. El conde no ha podido participar oficialmente en el sitio de Barbastro, porque tiene un tratado firmado con el señor de Lérida.

LUNES, 10 DE AB / 26 DE JULIO

Todo está en calma. Ya no se ven centinelas sobre las murallas de la ciudad. Nuestros guardias también se han vuelto más descuidados que antes. Uno puede moverse fuera del campamento sin ser molestado hasta llegar casi a las murallas. La gente de la ciudad parece como paralizada. La falta de agua debe de ser terrible. Ayer al mediodía, a la hora de más calor, tuve ocasión de observar a un mozo de nuestro campamento que se acercó hasta la muralla misma de la ciudad, donde habló con una mujer que se encontraba en lo alto de la muralla. La mujer le pidió agua. Llevaba un bebé en brazos, y dejó caer un odre vacío atado a una cuerda. El mozo llenó el odre en el río. Al regresar, pidió dinero a la mujer. La mujer le arrojó dos pulseras. El mozo le pidió la faja que llevaba a la cabeza. La mujer se la arrojó. El chico ató el odre a la cuerda, pero sin soltarlo, y pidió también el mantón que llevaba la mujer. Ella le arrojó también el mantón. El mozo soltó la cuerda pero, antes de que el odre estuviera fuera de su alcance, le clavó el cuchillo. La mujer subió el odre tirando de la cuerda tan rápido como pudo, mientras el agua se derramaba en un delgado chorro. No sé qué cantidad del precioso liquido consiguió salvar, pero no puede haber sido mucha. Al final la mujer ya no tenía fuerzas ni para maldecir al muchacho.

Al regresar, el mozo pasó a mi lado y me enseñó lleno de orgullo el botín que había conseguido. Era un chico joven, apenas dieciséis años, mozo de uno de los caballeros normandos. Yo lo conocía bien, y siempre me había parecido inofensivo y bondadoso. La guerra lo corrompe todo. Y a los más jóvenes antes que a ninguno.

MIÉRCOLES 12 DE AB / 28 DE JULIO

En la ciudad, el miedo es tan grande que, al caer la noche, los padres envían a sus hijos fuera de las murallas. Hay rastreadores, gente de los alrededores, que se escabullen entre las cadenas de guardias y ofrecen a los hombres adinerados de la ciudad llevar a sus hijos e hijas a Monzón o Huesca a cambio de una importante suma. Al parecer, trabajan en combinación con algunos guardias de los campamentos, que reciben una parte. A veces se llevan a los niños y se los dejan a nuestros guardias. Entonces se establece una repugnante negociación por el rescate. Llevan a los niños (que a veces son muchachitas de doce, trece años) hasta las murallas de la ciudad y les ordenan que griten llamando a sus padres. Luego los suben a alguna de las atalayas construidas frente a las murallas y, tan pronto aparecen los padres en el adarve, los amenazan con tirar a sus hijos desde lo alto de la atalaya si no pagan el rescate.

La barbarie ha aumentado espantosamente con el transcurso del sitio. Una parte no le va a la zaga a la otra, y cada atrocidad es respondida con una atrocidad aún peor. Cuando el conde de Urgel, gravemente herido, abandonó su campamento y se dispuso a regresar a su tierra, sus hombres decapitaron a treinta prisioneros ante las murallas de la ciudad. En contrapartida, por decirlo así, hace tres semanas algunos soldados de la guarnición del al–Qasr salieron sin ser vistos utilizando una pequeña portezuela de la muralla, rodearon el campamento del rey de Aragón, levantado frente al al–Qasr, y atacaron a una joven pareja que estaba jugando al ajedrez en el huerto vecino al campamento, que por lo visto no estaba muy bien vigilado, un capellán del rey y una dama noble. Mataron al capellán y raptaron a la dama. Al caer la noche, en la plataforma de la gran torre cantonera de la muralla exterior del castillo, la mujer fue violada por toda la tropa de la torre, bajo la luz de antorchas y a la vista de todo el campamento aragonés. A la mañana siguiente le cortaron la cabeza y la lanzaron al campamento con una catapulta, y arrojaron el cuerpo al foso.

VIERNES 14 DE AB / 30 DE JULIO

En el campamento del rey de Aragón han comenzado las negociaciones de la rendición. Ayer volvieron los cuatro emisarios. Como era de esperarse, ni Zaragoza ni Lérida vendrán en ayuda de Barbastro. En el campamento reina un clima de nerviosismo. Los soldados rasos albergan recelos. Desconfían de cualquier negociación. Temen que los señores se repartan el botín sin tenerlos a ellos en cuenta, y que tengan que marcharse con las manos vacías. Desde hace tres meses están esperando ansiosos el momento de saquear la ciudad y hacer un gran botín. Ahora todo parece indicar que la ciudad no se entregará a ellos, sino que se rendirá ordenadamente a sus señores.

Pero los señores tampoco están de acuerdo entre ellos. El rey de Aragón quiere anexionar la ciudad a su reino. Está interesado en recibirla en el mejor estado posible y en ganarse a los ciudadanos como nuevos súbditos. Quiere sacar únicamente el dinero y el botín que pueda arrebatarse a los ciudadanos sin que esto haga tambalear su futuro. Apuesta por una victoria a largo plazo, y por ello persigue el objetivo de hacer pagar a la ciudad en su conjunto y entregar a cada comandante del ejército de sitio una parte del botín.

A los señores franceses, por el contrario, el futuro de la ciudad les es indiferente. Quieren volver a casa con tanto botín como sea posible. Por eso proponen repartirse la ciudad. Que a cada uno le corresponda un barrio, con el que pueda hacer lo que le plazca. Según parece, hasta ahora no se ha llegado a ningún acuerdo. Por lo visto, los normandos se inclinan más por la postura del rey, lo que podría indicar que piensan quedarse en la ciudad.

El pregonero está pasando ahora mismo por las callejas del campamento, anunciando que de ahora en adelante se castigará con azotes a todo aquel que intente vender agua en secreto a la ciudad. «¡Qué os pueden importar un par de monedas de plata, si mañana podréis tener todo el oro de la ciudad!», grita.

LUNES 17 DE AB / 2 DE AGOSTO

Hemos pasado dos días pésimos; y la gente de la ciudad, una noche terrible. Antes solía asombrarme el carácter anormalmente blando de nuestras leyes, que si bien ordenan a los soldados tratar bien a las mujeres capturadas en la guerra, al mismo tiempo les permiten tomarlas por la fuerza. Ahora comprendo la benevolencia del legislador. Según parece, la violenta embriaguez de la victoria no se puede contener con ninguna ley.

Pero voy a intentar narrar los acontecimientos en orden.

El sabbat todos los señores se reunieron en el campamento del rey de Aragón para recibir el pago acordado por dejar libre retirada a la guarnición del al–Qasr y los notables de la ciudad. Según dicen, ciento cincuenta esclavos y ochenta mil dinares de oro.

El domingo tuvo lugar la rendición oficial. La mayor parte del ejército de sitio se reunió en la gran plaza que se extiende ante la puerta principal de la ciudad. (Yo pude observar el desarrollo de los acontecimientos desde las fortificaciones de la torre de asedio, con Ibn Eh). Por la mañana, una solemne misa de campaña. Luego se abrió la puerta. Las primeras personas de la ciudad salieron a la plaza cruzando el puente del foso, el qa'id y el qadi al frente, seguidos por los señores, a caballo; detrás, los soldados de la guarnición, a pie. Todos armados, pero sin ningún tipo de equipaje adicional, y sin sus mujeres (habían tenido que sujetarse a las más duras condiciones). Dos hileras de jinetes formaron una calle a través de la multitud de hombres del ejército de sitio. Los soldados de a pie franceses, en las últimas filas, empujaron hacia delante al ver que cada vez más hombres salían de la ciudad para unirse a la fila de fugitivos, cuyo otro extremo ya llegaba hasta la carretera a Monzón. La calle abierta entre la multitud se estrechó. Y, entonces, unos cuantos de estos soldados se abrieron paso a través de la cadena de jinetes y arremetieron contra los fugitivos (más tarde se dijo que quienes habían empezado aquello eran hombres de la tropa del conde Ebles de Roucy). Intentaron arrebatar a los fugitivos las armas, los aprestos, la ropa. En un primer momento, los jinetes que formaban la calle intentaron reprimir a su propia gente, pero pronto desapareció toda señal de orden, y los fugitivos fueron arrollados por la multitud. Sólo pudieron escapar los señores de la nobleza de la ciudad, que se encontraban al frente del convoy, y los soldados que ya habían alcanzado el final de la plaza, y los que aún estaban tan cerca de la puerta que pudieron volver a refugiarse en la ciudad. Todos los demás fueron muertos en un instante, fueron literalmente aplastados, pisoteados y cortados en pedacitos (más tarde vi los cadáveres, más de ciento ochenta muertos).

Naturalmente, la puerta de la ciudad fue cerrada enseguida.

Luego, los señores consiguieron volver a imponer orden. Parte de las tropas de a pie fueron enviadas de regreso a los campamentos, mientras la otra parte quedó apostada al borde de la plaza. Llevaron los cadáveres al cementerio. Hacia el mediodía, el rey mandó decir a la gente de la ciudad, mediante un pregonero, que volvieran a abrir la puerta y se reunieran sin armas en la plaza. El pregonero prometió que serían tratados bien y estarían a salvo. Unos momentos después salieron los primeros, vacilantes, y, protegidos por jinetes, se colocaron en el borde del foso. Cuando pudieron ver que esta vez no había nada que temer, se formó de pronto una gran aglomeración en la puerta. De repente todos querían salir, el tumulto era tan grande que varios niños y ancianos murieron arrollados. Muchos se descolgaban con cuerdas por la muralla, para llegar antes a los toneles de agua que el rey había tenido la precaución de preparar. Algunas mujeres bebían con tal desmesura que morían al hacerlo. La plaza se llenó de gente en un abrir y cerrar de ojos. Apenas una hora después del mediodía la ciudad estaba completamente desierta. Sólo quedaban en el al–Qasr algunos que no habían querido entregarse y se habían atrincherado allí.

Acto seguido, tropas avanzadas de todos los campamentos entraron en la ciudad y ocuparon murallas y torres, mientras los vencidos (más de cuatro mil personas, según mis cálculos) descansaban en la plaza, bajo un calor sofocante. A media tarde se presentó nuevamente el pregonero del rey para ordenar a todos los propietarios que volvieran con sus familias y criados a la ciudad y a sus casas. De aquellos que se quedaron en la plaza, se separó a los más viejos, se los revisó buscando dinero y se los despidió. Los jóvenes fueron repartidos entre los distintos campamentos y llevados inmediatamente a éstos, donde ya esperaban los comerciantes.

Más tarde, una hora antes de la puesta de sol, los señores y sus séquitos entraron en la ciudad. El rey de Aragón había tenido que ceder. La ciudad fue repartida entre las distintas tropas, calle por calle y casa por casa. Los comandantes se mudaron a las casas de los nobles de la ciudad; los caballeros, a las de los comerciantes y artesanos, según el rango y prestigio de cada uno. Cada casa era el botín de aquel a quien le había correspondido, incluidas las personas que vivían en la casa y todo lo que había en ella. Cuando oscureció, toda la ciudad estaba ya ocupada, y entonces empezó la horrenda noche de los vencedores. El nuevo amo tomó a la mujer de la casa o a su hija. Las sirvientas y criadas fueron entregadas a los seguidores y mozos. Los dueños de las casas, si no eran de los pocos privilegiados que habían conseguido comprar la libertad, fueron sometidos a terribles torturas para hacerles confesar dónde habían escondido el dinero y las cosas de valor. No se hacían diferencias por cuestiones de religión; musulmanes, judíos y cristianos estaban todos igualmente expuestos a los caprichos de los vencedores. Prefiero callar a seguir hablando de esa noche.

MIERCOLES 19 DE AB / 4 DE AGOSTO

Esta mañana se han rendido también los hombres que aún mantenían ocupado el al–Qasr. Han tenido que dejar a sus mujeres e hijos, igual que todos los otros, pero se les ha garantizado que podrían retirarse libremente y con sus armas. Eran apenas cuarenta hombres. Al atardecer, ha llegado la noticia de que habían sido atacados por una banda de aventureros. Se dice que la mayoría han muerto.

Asimismo, esta mañana se ha celebrado la primera misa cristiana en la mezquita principal de la ciudad, después de complicados exorcismos que se han prolongado durante toda la noche. El monje de Conques cuyas calumnias casi me cuestan la vida en Tolosa ha consagrado la mezquita a Santa Fides, la patrona de su monasterio. A pesar de todas sus limitaciones, por lo visto el monje comprendió rápidamente que la mezquita principal dispone de considerables sumas de dinero procedentes de donaciones y de extensas propiedades. Sire Robert Crispin, el comandante de nuestra tropa normanda, es el único señor que no ha asistido a la misa. Se dice que ha protestado por la transformación de la mezquita en una iglesia. No soy capaz de decir si lo ha hecho por compasión hacia los humillados musulmanes o porque espera sacar algo del asunto. En cualquier caso, es posible que pronto dependa del apoyo de los musulmanes de Barbastro. Al parecer, el rey de Aragón le ha ofrecido hacerlo vasallo suyo y lo ha enfeudado entregándole el gobierno de Barbastro. ¡Un normando, un madjus, señor de Barbastro! Pero probablemente sea una bendición para los habitantes más miserables de la ciudad. El Siciliano me ha contado que, en su patria, los normandos permitieron a los musulmanes una total libertad de culto, protegiéndolos incluso de los propios sacerdotes cristianos y de los esfuerzos apostólicos del obispo de Roma.

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