—Dime, ¿crees que ganaremos? —preguntó el hijo del conde.
—Tu padre está convencido —dijo Lope.
El conde y los otros comandantes se habían reunido en la pequeña iglesia del pueblo para discutir el orden de batalla y las cuestiones tácticas. Por la mañana, dos sacerdotes del campamento de don García habían cruzado el río portando la esperada carta del rey, en la que éste reivindicaba una vez más la legitimidad de sus pretensiones y exigía a los condes del Duero que se sometieran a su dominio. Por su parte, los condes le habían enviado una carta en que remarcaban su antiguo derecho a la independencia y, al mismo tiempo, proponían resolver la cuestión en un juicio o, en caso de que el rey no quisiera reconocer ningún tribunal terrenal, pedir a Dios que juzgara en un combate cuerpo a cuerpo entre los comandantes de ambos ejércitos. Como era de esperar, don García había rechazado esta propuesta en un segundo mensaje, añadiendo el sarcástico comentario de que él, como rey legitimo, no se rebajaría a cruzar los aceros con un vasallo levantisco. Con esto, ambas partes habían decidido que ya estaba bien de formalidades, y la batalla había sido acordada para el día siguiente, 18 de enero.
—¿Me despertarás? —preguntó el muchacho. Los ojos se le cerraban.
—Te despertarás tú mismo cuando escuches los tambores —dijo Lope—. Habrá mucho jaleo.
Desde la iglesia llegaba el suave canto de sacerdotes y monjes durante el gradual. Desde la tarde, desde que quedó fijado el momento de la batalla, no se habían dejado de celebrar misas en el altar de la iglesia, una tras otra. Aún se celebrarían muchas más hasta que despuntara la mañana.
El conde regresó de la iglesia bastante tarde. Con él se hallaban el castellán y otros tres comandantes de castillos que se contaban entre sus vasallos. Se quedaron de pie ante el fogón, con los brazos cruzados ante el pecho. Lope ya se había dormido. Despertó sólo un instante. Lo único que oyó fue la noticia de que el conde de Valdárez había pedido el honor de emprender el primer ataque, y que la petición le había sido concedida.
Por la mañana seguía lloviendo. Hacía más calor, pero el viento soplaba con implacable violencia, y cuando el ejército se reunió para oir misa en la plaza de la iglesia, los sacerdotes condujeron con inusitadas prisas el oficio y sólo dejaron que compartieran el pan y el vino los comandantes, en representación de todos.
El conde se sintió disgustado por aquello. No dijo nada, pero cualquiera lo podía adivinar. Y luego, cuando los sacerdotes de su propio séquito hicieron sus preparativos para la batalla, se tomó su tiempo. En una solemne ceremonia, le echaron al cuello una corona de reliquias, entretejieron una reliquia en las crines de su corcel de batalla, lo bendijeron a él y a su caballo, a su armadura y a sus armas, repitieron la misma ceremonia con su hijo, y entre incesantes plegarias, bendijeron también a todos sus hombres y sus armas, invocando para cada uno la protección de Dios. Sólo después dio el conde la orden de ponerse las armaduras.
Lo ocurrido fue contado luego por los hombres que lo habían presenciado de maneras muy diversas. Cada uno pretendía haber visto algo distinto. Pero sólo Lope lo había visto todo desde el principio. Sólo él, el conde y el infeliz escudero, que había sido el culpable de todo, sabían realmente qué había ocurrido.
Lope estaba junto al conde y a su hijo, observando al mozo que estaba poniendo a este último el jubón de cuero forrado y abrochándole el protector del cuello. Lope era responsable del joven conde, y el capitán le había enseñado a no confiar en nadie cuando se trataba de ponerse la armadura. Entonces, de repente, oyó que el conde profería una maldición algo reprimida, y vio cómo se arrancaba con furiosa precipitación la cota de mallas que, como advirtió Lope en ese mismo instante, llevaba puesta al revés, con el interior hacia fuera. Su escudero debía de habérsela colocado mal. Era un mal presagio, Lope lo sabía, como lo sabían también el conde y su escudero. Lope vio que el conde se había puesto pálido y que, cuando logró por fin desembarazarse de la cota, hizo disimuladamente la señal de la cruz y miró furtivamente a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta de algo. Lope apartó la mirada rápidamente, pero sin perder de vista al escudero. El pobre temblaba de miedo. Era un hombre experimentado, que servía al conde desde hacía más de veinte años, y no un novato de quien pudiera comprenderse que perdiera los nervios ante su primera batalla. Precisamente eso empeoraba aún más las cosas. Lope observó cómo el hombre ceñía el yelmo al conde y se lo abrochaba con manos trémulas, y cómo, por último, cogía el cinturón con la espada para ponérselo a su señor con el habitual detenimiento. Lope siguió con nerviosa expectación cada movimiento del escudero, como si intuyera lo que inevitablemente tenía que suceder, y un instante después vio que el hombre pisaba una piedra resbaladiza, levantaba los brazos para mantener el equilibrio y caía al suelo a los pies del conde. La espada cayó a su lado, en el barro. Este segundo presagio ya no podía pasar desapercibido. Los hombres se quedaron estupefactos, mirando al escudero, que se levantaba aterrorizado e intentaba limpiar la espada con la manga de su cota de cuero.
El conde le arrebató la espada de un tirón, la levantó y golpeó con tal violencia contra el brazo del escudero que el acero atravesó la vaina y la cota de cuero del hombre, y todavía le quedó fuerza para romperle los huesos del brazo. El escudero se quedó tieso como una estaca, mirándose con ojos incrédulos el brazo, que se bamboleaba inerte. Nadie se atrevía a mover un dedo, hasta que, finalmente, uno de los capellanes se puso a rezar con voz chillona. Algunos de los hombres movieron los labios, como si quisieran acompañar la plegaria, pero el conde se volvió hacia el capellán con el rostro desencajado de rabia, lo hizo callar con una maldición, subió a su caballo rápida y decididamente, levantó la espada ensangrentada sobre su cabeza y gritó con potente voz a los hombres:
—¡Acabáis de ver cuán afilada está esta espada! Ese mismo filo caerá sobre nuestros enemigos. ¡Encargaos de que prueben vuestros aceros! ¡Que prueben vuestro coraje! ¡Dios está con nosotros!
Por orden del conde de Portocale, sólo se quedaron en el campamento los enfermos y unos cuantos arqueros, por si acaso atacaba la caballería enemiga. No podían prescindir ni de un solo hombre. Toda su tropa estaba formada por mil doscientos hombres armados, mientras que el ejército de don García contaba con más de un millar y medio. Pero los condes tenían una ventaja. El rey sólo disponía de trescientos jinetes, mientras que ellos tenían un cincuenta por ciento más, y además provistos de mejores caballos.
Seguía lloviendo. Cuando empezaron a avanzar hacia el río, la humedad era tal que ni siquiera era posible tocar los tambores. Se detuvieron a dos tiros de flecha de la orilla. Terreno llano. Una vereda flanqueada por espesos bosques conducía hasta el río, que en ese punto era amplio y poco profundo, y fácil de vadear. Pequeños campos delimitados por cercas de piedra en los que la siembra de otoño ya se levantaba un palmo; viñedos bien acotados; dehesas cercadas con setos, en medio de las cuales se levantaba algún árbol sin hojas y alguna choza de piedra. La otra orilla, difusa tras la niebla. Pero la avanzada, que había cruzado el río antes de despuntar el alba, informó que el ejército de don García también estaba listo, y que había tomado posiciones a media milla al otro lado del río.
Los condes deliberaron y decidieron esperar el ataque del rey. Habían previsto atacar ellos primero, aprovechando la superioridad de su caballería y enviando por delante a los arqueros a caballo que había enviado en su apoyo el príncipe de Badajoz, para así inducir al enemigo a aventurar una acometida y atacar entonces con los jinetes de armadura pesada. Habían planeado decidir la batalla en el primer encuentro, en un enfrentamiento directo con los caballeros de García, sin dar oportunidad al rey de poner en acción el grueso de sus tropas de a pie. Pero ahora faltaba lo más importante: los jinetes moros. La humedad les impedía utilizar sus arcos encolados. Era la primera sorpresa negativa de esa mañana de batalla, y no sería la última. No se tardó en advertir que tampoco podrían aprovechar la superioridad de sus jinetes, pues el terreno estaba tan blando que los caballos se hundían hasta los corvejones. No era posible galopar ni siquiera trechos cortos.
Algunos aconsejaron la retirada, el conde de Guarda primero que todos. El conde propuso retirarse hasta Braga y atrincherarse en la ciudad en espera de que mejorara el tiempo. Pero los otros no lo escucharon.
Tomaron posiciones en la parte más estrecha de la vereda: el grueso de las tropas de a pie en el centro; en los flancos, cien pasos más allá, los arqueros de arcos largos, cerca del bosque, que los protegería de los jinetes enemigos; en medio, la tropa montada de los condes, detrás de sus portaestandartes; el conde de Valdárez y sus jinetes como avanzada, al otro lado del río, observando al enemigo.
Don Nuño Méndez cabalgó frente a las líneas, sin yelmo, con el protector del cuello desajustado, y desde su cabalgadura vociferó una arenga:
—¡Mostrad vuestro valor, soldados! ¡Mostrad vuestro coraje! Pensad que no lucháis únicamente por la victoria y el botín, sino por vuestra libertad. Olvidad los escudos, emplead sólo la espada. Dios decidirá quien está en lo justo, y esa decisión será en favor nuestro, ¡pues la justicia está de nuestra parte!
El viento le arrebataba las palabras de la boca. Sólo llegaban a entenderlo los hombres de las primeras filas; a pesar de ello, todos lo vitoreaban. Había mandado repartir vino en abundancia.
Esperaron. Sacerdotes vestidos de blanco recorrían las filas con grandes cruces, campanillas e incensarios. Monjes pasaban portando reliquias y permitiendo que todo el que quisiera asegurarse la protección celestial tocara los santos relicarios.
—Señor, cae como un remolino sobre nuestros enemigos, dispérsalos como el viento. Devóralos como el fuego devora el bosque. Haz que broten llamas del suelo. ¡Destrúyelos con tus rayos, espántalos con tus truenos! ¡Precipítalos en la desgracia, oh Señor!
Esperaron hora tras hora, y la lluvia no cesó ni un momento. El viento les helaba los huesos, y bebían vino contra el frío, contra el miedo, contra la incertidumbre y aburrimiento de la espera. De tanto en tanto, un jinete de la avanzada venía del otro lado del río e informaba que las tropas de don García también permanecían firmes en sus posiciones. El rey parecía tan poco dispuesto como los condes a enviar a sus hombres al ataque a través de un terreno tan pesado e impracticable.
Un hidalgo del séquito de la condesa de Braganza salió a caballo al frente de las filas, arrojó al aire la espada desnuda y volvió a cogerla por la empuñadura; luego se puso a cantar con voz clara y potente la canción del valiente infanzón. Todos conocían la canción, y todos conocían la historia que narraba. Trataba de un francés conocido como «Guy el Negro», un hombre aventurero y mujeriego que disfrutaba del especial favor del rey. Había seducido a la mujer de un infanzón, y éste, al enterarse, lo había matado, lo había quemado hasta matarlo con un brasero de hierro, ante los ojos del rey y de toda la corte. Y ninguno de los grandes señores de la nobleza gallega había movido un dedo para detenerlo.
«¡Detenedlo!», gritó el rey,
más escapó el infanzón
sin que importara esa ley.
Ya pronto sufrirá el señor,
sufrirá como vio sufrir
a ese cierto negro Cuy.
Si quiere a nuestras mujeres
pondremos también en acción
a un valiente infanzón
que con la espada lo frene.
Los hombres acompañaron la canción vociferando. Muchos ya estaban tan borrachos por el vino que apenas si podían mantenerse en pie.
Finalmente, tras largas horas —debía de ser ya pasado el mediodía—, el conde de Valdárez regresó con sus hombres e informó que el ejército del rey se estaba aproximando. Los vieron llegar por el río, a través de la cortina de lluvia. Primero apareció una avanzada a caballo, luego algunos arqueros, que corrieron por ambos lados hacia los linderos del bosque, mientras las tropas de a pie atravesaban el vado en largas columnas. Pasó casi una hora hasta que las líneas enemigas hubieron formado a este lado del río y hasta que hubieron llegado las últimas unidades de caballería.
Todos estaban a la espera de que don Nuño Méndez diera la señal de atacar. El enemigo se encontraba tan cerca, a orillas del río, que sus jinetes apenas tenían espacio para desplegarse, y sus hombres de a pie estaban extenuados por el avance. Pero el conde de Portocale vacilaba. Tal vez lo había sorprendido la solidez del enemigo, la gran cantidad de hombres con armadura de hierro emplazados en las primeras líneas. Tal vez ya no confiaba en que sus propios hombres pudieran emprender ordenadamente el ataque. En cualquier caso, no dio a su alférez la orden de levantar la bandera, y luego ya fue demasiado tarde, las líneas del rey empezaron a avanzar lentamente. Volvieron a detenerse cuando ya sólo los separaban cien pasos. Don García tampoco parecía decidido a atacar. Y empezó de nuevo la agotadora y angustiosa espera.
Lope se hallaba en el flanco izquierdo, donde se habían apostado las tropas de Guarda, Valdárez y Braganza. Estaba en la retaguardia, tan atrás que sólo llegaba a ver vagamente las líneas enemigas. Tenía la misión de quedarse detrás pasara lo que pasase, con los dos hidalgos que protegían al hijo del conde, y de atacar únicamente cuando la victoria fuese segura y se tratara tan sólo de hacer prisioneros. Habían pasado casi todo ese tiempo al abrigo de un pequeño muro, utilizando los caballos para cortar el viento e intentando protegerse de la lluvia con los escudos; a pesar de ello, la humedad les había calado hasta los huesos. El hijo del conde tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes, y aunque se esforzaba por parecer valiente, se le saltaban las lágrimas.
Cuando el enemigo tomó posiciones a este lado de la orilla, Lope ayudó al muchacho a montar, y con la visión de las tropas que avanzaban hacia ellos el joven se olvidó del frío. Se encontraban en un lugar ligeramente elevado, que les ofrecía muy buenas vistas del ejército del rey. También vieron cómo un jinete del ala izquierda enemiga salía de sus filas y avanzaba lentamente hacia la tierra de nadie que separaba a ambos ejércitos. Cuando llegó a la mitad, se detuvo, se puso de pie apoyándose en los estribos y levantó su lanza, de la cual colgaba un brillante pendón blanco, alargado y estrecho. Luego cruzó la lanza sobre su silla de montar, se llevó la mano a la boca y gritó algo. Lope y el joven conde lo vieron gritar, pero no escucharon su voz. El hombre avanzó unos dos cuerpos de caballo más, hizo que su alazán se levantara sobre los cuartos traseros, volvió a gritar y, alzando otra vez la lanza, avanzó un buen trecho paralelamente a las filas de los condes.