—El príncipe ha contado desde un principio con que el bazar opondría resistencia, pero no permitirá que eso influya en su decisión —dijo Ibn Ammar con optimismo, y citó la respuesta de al–Mutamid a las noticias de Sevilla.
Ibn Zaydun echó fuera a los dos pajes apostados junto a su cama.
—No deberíamos menospreciar al bazar —dijo con firmeza—. En Sevilla hay grandes banqueros que están en condiciones de financiar la construcción de un castillo. Hay grandes matarifes y ganaderos que pueden disponer de cincuenta u ochenta hombres armados. —Se inclinó hacia delante y clavó el índice en un cojín—. Los Banu Hadjdjadj, los Banu Khaldun, los Banu Sayyid, todas las grandes familias de Sevilla que alguna vez tuvieron poder e influencia son hoy insignificantes. Todo lo que han perdido ha pasado a manos del bazar. Hoy en día, el gran capital se mueve en el bazar. —Volvió a recostarse y cerró los ojos, agotado.
Ibn Ammar intercambió una breve mirada con al–Balia. Luego preguntó con tono de ligero reproche:
—¿Los temores de la gente del bazar cambian en algo el acierto de la decisión de convertir Córdoba en capital? ¿Cambian en algo vuestro convencimiento, hadjib?
Ibn Zaydun balanceó débilmente la cabeza.
—El león no cruza el río por una parte profunda ni aunque en la otra orilla estén pastando los más suculentos carneros. Busca un lugar poco profundo para vadearlo.
—El caballo no entra en el redil ni aunque en él crezca la hierba más jugosa. Prefiere recorrer millas a lo largo de la cerca. Pero un buen jinete puede hacerlo entrar de un salto —dijo Ibn Ammar.
Ibn Zaydun no respondió. Seguía con los ojos cerrados, e Ibn Ammar no estaba seguro de que lo hubiera escuchado. El anciano era un hombre difícil de calar. Era un zorro, un astuto estratega, dueño de un colosal tesoro de experiencias. Ibn Ammar siempre experimentaba una cierta sensación de inferioridad cuando estaba con él. Pero también conocía las debilidades del hadjib: sus titubeos, su infinita disposición a las soluciones de compromiso, su preferencia a alcanzar un objetivo dando muchos pasos cortos en vez de un único gran salto. Ibn Ammar estaba convencido de que ahora, tras la toma de Córdoba, ya no era momento de buscar soluciones de compromiso. No comprendía qué era lo que hacía dudar al hadjib.
Tras la petición de ayuda de Córdoba, Ibn Ammar y el hadjib habían estado inmediatamente de acuerdo en derrocar al amo de la ciudad. Habían estado de acuerdo en que, al tomar Córdoba, el joven príncipe de Sevilla había ganado el derecho a pretender el dominio de toda Andalucía. Habían estado de acuerdo en que el príncipe y toda la corte debían trasladarse a la antigua capital para hacer valer esa pretensión. Los dos habían influido en al–Mutamid, cada uno a su manera, y finalmente habían logrado convencerlo entre ambos. Las primeras diferencias entre Ibn Ammar y el hadjib se habían puesto de manifiesto cuando estaban ya en Córdoba. Sólo entonces Ibn Zaydun había vuelto a convertirse en el gran irresoluto que sólo veía los peligros, y no las grandes posibilidades. En las deliberaciones realizadas en privado en el madjlis del príncipe, Ibn Zaydun siempre había hablado con la voz de la prudencia: había que volver a colonizar la campiña cordobesa, que tenía grandes áreas despobladas; había que reconstruir los poblados derruidos; había que reinstalar a los campesinos que huían del campo para cobijarse en los suburbios. Tras la anexión de Córdoba, los vecinos del reino —Badajoz, Toledo y Granada— veían a Sevilla como una amenaza, de modo que era menester buscar por todos los medios un pacto con esos tres posibles rivales, reforzar el ejército, construir fortificaciones fronterizas, sobornar a las personas indicadas. La misma Córdoba debía ser tratada con dureza; había que destituir a la antigua nobleza rebelde, desalojaría de sus palacios fortificados y tomarla como rehén. Etcétera.
Ibn Zaydun había puesto al príncipe una y otra vez ante nuevas tareas que a éste no le interesaban y, además, desbordaban su capacidad de decisión. El hadjib tenía razón en todo. Pero no parecía comprender que lo único que podía mover a al–Mutamid a hacer todo aquello era aceptar el gran desafío. No parecía comprender que la única forma de hacer que el príncipe mantuviera firme su decisión por Córdoba era apelar a su pasión arquitectónica, a su ansia de esplendor, a su inclinación hacia los grandes gestos. Ni siquiera parecía consciente de que ahora el príncipe había tomado, por fin, una decisión y estaba dispuesto a hacerla pública.
—¡Hadjib! —dijo Ibn Ammar en tono casi suplicante—. ¡Venerable hadjib! Si vos se lo aconsejáis, el príncipe podría dar a conocer mañana mismo su decisión en favor de Córdoba.
—No me parecería acertado —dijo Ibn Zaydun. Su respuesta fue tan rápida como si hubiera estado todo aquel tiempo esperando esa propuesta, para rechazarla—. Tampoco sería bueno para ti, hijo mío —continuó, dirigiendo hacia Ibn Ammar los ojos entornados por el dolor—. Tú sabes que en Sevilla te atribuyen a ti la culpa. No es bueno hacerse tantos enemigos al inicio de una carrera tan prometedora.
—Hadjib, vos mismo me habéis explicado que sólo una Andalucía unida será lo bastante fuerte para resistir un ataque del norte —dijo Ibn Ammar con desesperada insistencia—. Los tres hijos de Fernando de León están luchando entre sí, pero ¿por cuánto tiempo más? ¿Cuánto tiempo nos queda hasta que uno de los tres se haga con la victoria y descargue sobre nosotros el poder de los tres reinos?
—Nos queda mucho tiempo, hijo mío —respondió Ibn Zaydun con serena seriedad—. Bastante tiempo. La lucha entre esos tres no ha hecho más que empezar. — Tenía el rostro rígido como una máscara, no había en él el menor rastro de que fuera a ceder. Con el mismo rostro inmóvil, se volvió hacia al–Balia.
—¿Sabe el nasí de la comunidad judía qué opinan los grandes comerciantes judíos de los proyectos del príncipe? —preguntó.
Al–Balia parecía sorprendido.
—Somos súbditos leales del príncipe, venerable hadjib —dijo, eludiendo la respuesta.
—Lo sé —contestó el hadjib con voz apenas perceptible. Y señalando a Ibn Ammar con la cabeza, continuó—: Sé que estás de su lado. Sólo te pregunto si puedes hablar por todos los miembros de tu comunidad.
—Entre nosotros también hay distintas opiniones —dijo cuidadosamente al–Balia—. Es muy posible que, en algunos casos, la política del nasí y de la comunidad no coincida con los intereses económicos de algunos miembros de la comunidad.
—¿En casos como el que estamos discutiendo aquí?
—Vos lo habéis dicho, venerable hadjib.
—¿Y es posible que el nasí no esté informado de que algunos miembros de su comunidad tomen parte en una reunión política especialmente importante en el bazar?
Al–Balia se quedó de una pieza; buscó a Ibn Ammar con la mirada, como pidiéndole ayuda.
—¿Qué reunión? —preguntó Ibn Ammar, muy alarmado.
—Una reunión de los hombres más influyentes del bazar, de la que por desgracia tengo escasos informes —dijo Ibn Zaydun—. Únicamente sé que hablaron de dinero. De una gran suma de dinero. Una suma enorme.
Ibn Ammar pensó con febril precipitación qué fines podía perseguir el hadjib con esa revelación. ¿Era sólo una estratagema o realmente sabía algo más? El viejo zorro disponía siempre de la mejor información. Durante los veinte años que llevaba en la cúpula de gobierno, había emplazado a sus espías e informadores en cada rincón. Siempre llevaba ventaja a los demás. Era también gracias a sus contactos secretos que Córdoba estaba en sus manos.
—¿Dinero? ¿Para quién? —preguntó Ibn Ammar.
—No para mí —dijo Ibn Zaydun con una sonrisa condescendiente. Parecía relajado, como si los dolores hubieran cedido de repente.
Su médico entró por una puerta cubierta con cortinas y se detuvo junto a la cama con cara de preocupación.
—Ya es muy tarde, señor —dijo el médico, obligando al hadjib a recostarse en los cojines. Ibn Ammar sospechó que el médico había estado detrás de la cortina escuchando la señal para entrar.
—Debemos dar un poco más de tiempo a la gente de Sevilla, para que se acostumbren a las nuevas circunstancias —dijo Ibn Zaydun con triunfante amabilidad—. Quizá de momento el príncipe podría elegir el palacio de ar–Rusafa como residencia de verano y visitarlo con cierta asiduidad. Quizá se podría empezar haciendo que el príncipe heredero traslade su sede a Córdoba. Sólo durante un periodo de transición, obviamente.
Ibn Ammar asintió en silencio y se despidió con una prisa casi descortés. Le costaba trabajo ocultar su desilusión. Sabía a quién estaba destinado ese dinero. Y a juzgar por el rostro del nasí, que caminaba en silencio a su lado, al–Balia también lo sabía. En toda Sevilla sólo había una persona capaz de hacer que el príncipe cambiara su decisión sobre Córdoba: Itimad, la madre de sus hijos, as–Sayyida al–Kubra, la gran princesa.
Como siguieron llegando de Sevilla partes que informaban de nuevos disturbios, cinco días después de su entrevista con Ibn Ammar y al–Balia, el hadjib partió hacia Sevilla con la intención de poner fin a los disturbios. El príncipe seguía convencido de que pronto gobernaría su reino desde Córdoba, y se había sumido en los proyectos de sus arquitectos.
Una semana después, cuando un importante khádim de la casa de la princesa se presentó en el palacio de ar–Rusafa para transmitir el deseo de su señora de viajar a Córdoba para visitar al príncipe con los cuatro hijos que le había dado, al–Mutamid mandó preparar una grandiosa recepción que en nada desmereciera a las antiguas recepciones de la corte de los califas omeyas.
Ese mismo día partió hacia Zaragoza lsaak ibn al–Balia. Ibn Ammar lo había enviado a la corte de Abú'l–Fadl Hasdai, para que expusiese al hadjib del príncipe de Zaragoza un plan que venía cavilando desde hacía mucho tiempo y cuyos perfiles había esbozado en extensas conversaciones con Abú'l–Fadl, cuando aún se encontraba en Zaragoza. El plan preveía dividir Andalucía en dos esferas de influencia: una al norte, que abarcaría la cuenca del Ebro, la mayor parte del reino de Toledo y las regiones de la costa mediterránea, hasta Denia; otra al sur, que comprendería Badajoz, Sevilla, Granada, Almería, Murcia y parte de los territorios toledanos, hasta el Guadiana. El norte sería dominado por Zaragoza; el sur, por Sevilla.
Con esto, Ibn Ammar reconocía que, de momento, era imposible hacer realidad los grandes proyectos con los que había llegado a Córdoba, y que abarcaban toda Andalucía.
MIÉRCOLES 18 DE ENERO, 1071
13 DE RABÍ II, 463 / 13 DE SHEWAT, 4831
No había parado de llover desde que cruzaron el Duero. El cielo parecía como cubierto por un paño empapado y gris, colgado a muy baja altura, que se extendía de horizonte a horizonte y destilaba sin cesar una humedad sucia y fría. La lluvia no sólo caía de arriba; flotaba en el aire como finísimas partículas de agua y volvía a elevarse del suelo convertida en húmeda neblina, se impregnaba en la ropa, se metía bajo los abrigos encerados, goteaba dentro de las botas, hasta inundarlo todo con una humedad fría y viscosa que embotaba los sentidos. La tela húmeda excoriaba la piel, el cuero de los trajes se ponía pringoso, las corazas se oxidaban a pesar del aceite y la grasa, la avena para los caballos se hinchaba y hacía reventar los sacos. Nada estaba a salvo de la humedad. Al anochecer encendían enormes hogueras y colgaban las cosas a secar. Por la mañana seguían húmedas. Tampoco el fuego podía vencer a la humedad.
Sólo al llegar a Braga habían encontrado un alojamiento más o menos seco. Se habían quedado dos días en la ciudad. Luego había llegado la noticia de que el ejército de don García se había reunido en Tuy, de modo que ellos atravesaron las colinas del norte de la ciudad para plantar su campamento junto a una aldea situada a una milla del río. Habían levantado las tiendas de campaña, habían colocado en círculo los carros de provisiones y los habían convertido en una fortificación, apuntalándolos con ramas y troncos. Habían esperado a que las tropas de don García levantaran su campamento al otro lado del río. Desde hacía dos días estaban acampados frente a frente. Seguía lloviendo. La lluvia había arreciado, y soplaba un incesante viento del oeste. A veces se abrían violentamente las nubes, el viento barría el cielo y la lluvia cesaba durante dos o tres horas. Pero el aire continuaba húmedo, y la humedad seguía impregnando la ropa. Los hombres se acostaban tiritando en las tiendas, se sentaban temblando de frío alrededor de las hogueras. La mayoría sufría diarreas, todo el campamento apestaba como una cloaca. Al anochecer, el conde de Portocale había mandado repartir vino, pero ya ni el vino daba calor a los hombres. El campamento estaba en completa calma. Era la noche previa a la batalla.
Lope estaba en la casa que el conde de Guarda había elegido como cuartel. En el fogón ardía un pequeño montón de leña. La madera estaba mojada y humeaba más de lo que calentaba; sólo se podía respirar el aire pegado a tierra. Los campesinos habían dejado la casa vacía antes de huir, y se habían llevado hasta las puertas y los postigos de las ventanas, dejándola abierta por los cuatro costados. Además de Lope, había otros once hombres en la habitación; la mayoría de ellos ya dormían. En el establo, unido directamente a la habitación delantera, estaban los caballos de batalla del conde y el castellán, y los de otros dos vasallos. Junto al fogón, a los pies de Lope, yacía el hijo del conde, envuelto en una manta. Estaba cansado, pero luchaba contra el sueño y preguntaba a Lope con una voz susurrante, mezcla de miedo y curiosidad ante la batalla:
—¿Mi padre también luchará con la lanza? ¿Tú tirarás con el arco? ¿Crees que ganaremos?
A Lope le sorprendió que el conde expusiera a su hijo a los imprevisibles riesgos de una batalla. Al principio supuso que el chico y él iban a participar en la campaña por el mismo motivo por el cual el conde había traído consigo todas las reliquias de su capilla y de la iglesia de Guarda, pero luego vio que también los otros condes, incluida la condesa de Braganza, se hacían acompañar por sus hijos. Tal vez querían demostrarse unos a otros su confianza en la victoria. Todos estaban completamente seguros de la victoria.
Habían previsto con mucha anticipación que en esa época de enero se produciría el enfrentamiento decisivo contra don García. El rey de Galicia había convocado para el 13 de enero una reunión de la corte en Tuy, en la que consagraría la renovada catedral e investiría al nuevo obispo. Había ordenado que se presentaran todos sus vasallos con sus tropas completas, y había invitado también a su hermana, doña Urraca, y a su hermano don Alfonso. Cuando el rey de León confirmó que asistiría a la reunión de la corte, estuvo claro que don García aprovecharía la ocasión para atacar a los condes insumisos del Duero. Había reunido todas sus tropas en la frontera meridional de su reino, y no tenía que temer que se produjera un ataque de León: las circunstancias no podían serle más favorables.