—Da clases de italiano —dijo Lesueur de mala gana e hizo una pausa—. ¿Ve a ese hombre que está al fondo del lado izquierdo del cenador?
—¿El capitán manco con la peluca corta?
—No. Al otro lado de la mesa.
—¿El capitán de navío gordo y rubio que tiene un cosa brillante en el sombrero?
—Exactamente. A ese hombre le gusta mucho la ópera.
—¿A ese hombre de cara roja que parece un buey? Me sorprende usted. Hubiera pensado que le gustaban la cerveza y los bolos. Mire cómo se ríe. Seguro que le oyen en Ricasoli. Probablemente esté borracho. Los ingleses siempre están borrachos. No saben lo que es la decencia.
—Tal vez. De todas maneras, le gusta mucho la ópera. Y de paso le diré que no debe permitir que su disgusto turbe su juicio y le haga subestimar al enemigo: ese hombre con la cara roja que parece un buey es el capitán Aubrey, y aunque ahora no le parezca muy listo, fue el hombre que negoció con el bey Sciahan, destruyó a Mustafá y nos expulsó de Marga. Ningún necio podría haber hecho una de esas cosas, y mucho menos las tres. Pero lo que iba a decir era que, por el hecho de que tendrá que pasarse aquí algún tiempo y le gusta la ópera, decidió tomar clases de italiano para poder entender lo que dicen en ella.
Giuseppe iba a hacer un comentario sobre la simplicidad de esa idea, pero al ver la mirada de Lesueur, cerró la boca.
—Su primer profesor fue el viejo Ambrogio —continuó—, pero tan pronto como Carlos se enteró de eso mandó a las personas adecuadas a decir a Ambrogio que fingiera que estaba enfermo y recomendara a la señora Fielding. No me interrumpa, por favor —dijo, levantando la mano cuando Giuseppe volvió a abrir la boca—. Ella ya se ha retrasado doce minutos y quiero decir todo lo que tengo que decir antes de que venga. Lo importante es esto: como Aubrey y Maturin siempre han navegado juntos y son íntimos amigos, si ponemos a esa mujer en contacto con Aubrey también la ponemos en contacto con Maturin. Ella es joven, atractiva, muy inteligente y tiene buena reputación, pues no ha tenido ningún amante, es decir, no ha tenido ninguno desde que se casó. En estas circunstancias, no dudo de que llegará a tener relaciones con ella, así que espero recibir información muy valiosa.
Cuando Lesueur decía estas palabras, Maturin se movió en su asiento y miró hacia la torre de la casa del boticario. A los dos hombres que estaban dentro les pareció que sus extraños ojos claros podían verles a través de los listones de los postigos y dieron un paso atrás.
—Parece un asqueroso cocodrilo —susurró Giuseppe.
La inquietud de Stephen Maturin había aumentado por la sensación de que era observado, aunque esto no había llegado al nivel de la consciencia. Su inteligencia todavía no había captado lo que había percibido su instinto, y aunque sus ojos miraban en la dirección correcta, su mente consideraba la torre una guarida de murciélagos. Sabía que la parte inferior la usaba un comerciante como almacén desde que se habían marchado los caballeros y estaba casi seguro de que la superior no había sido usada desde entonces; por tanto, pocos lugares podían ser más adecuados para los murciélagos. Clusius había descrito buena parte de la flora de la isla y Pozzo di Borgo, las aves, pero, lamentablemente, a los murciélagos malteses no se les había prestado atención.
A pesar de que el doctor Maturin tenía interés en los murciélagos, y también en todo lo relacionado con las ciencias naturales, solamente la parte superficial de su mente se ocupaba de ellos. El reconfortante puro había eliminado parte de su malhumor, pero todavía estaba muy molesto. Como había dicho Lesueur, era un agente secreto además de ser un cirujano naval, y al regresar a Malta después de haber estado en Jonia se había encontrado con que la inquietante situación ahora era todavía más inquietante. Mucha información confidencial había sido divulgada, hasta tal extremo que un vinatero siciliano que él conocía había podido darle información precisa sobre el LXXIII Regimiento, había dicho que zarparía de Gibraltar la semana siguiente con destino a Citera y Santa Maura. Pero, además, algunos planes importantes habían sido revelados, al menos en parte, y podrían llegar a conocerse en Tolón y París.
Desgraciadamente, había habido falta de autoridad. En Valletta, el popular gobernador, un oficial de marina que había luchado con los malteses contra los franceses, un hombre que simpatizaba con los malteses, hablaba su lengua y conocía bien a sus líderes, había sido reemplazado, inexplicablemente, por un militar estúpido y arrogante que se refería a los malteses en público como a «nativos papistas a quienes había que enseñar quién mandaba». Los franceses no podían pedir nada mejor. Habían reforzado las redes de espionaje que ya tenían en la isla con dinero y hombres, reclutando a gran número de descontentos.
Sin embargo, había tenido aún más importancia el intervalo entre la muerte del almirante sir John Thornton y el nombramiento de un nuevo comandante general. Sir John había dirigido muy bien el servicio secreto naval y había sido un hábil diplomático, un buen estratega y un excelente marino; sin embargo, sus relaciones con la mayor parte de las personas que integraban su improvisada organización no eran de carácter oficial sino personal, y la organización se había desintegrado en las manos del segundo al mando de la escuadra, su incompetente sucesor temporal, el contraalmirante Harte. Muchos hombres influyentes y muchos funcionarios que desempeñaban cargos importantes en gobiernos de un lado a otro del Mediterráneo hacían confidencias a sir John o a su secretario, pero no tenían nada que decir a un malhumorado, indiscreto, e ignorante sustituto temporal. El propio Maturin, que cooperaba con el servicio secreto voluntariamente, impulsado nada más que por un profundo odio hacia la tiranía napoleónica, había decidido no desempeñar más que el cargo de cirujano naval mientras Harte estuviera al mando de la escuadra.
Pero ese intervalo había llegado a su fin. Ahora el respetable sir Francis Ives, el nuevo comandante general, estaba con el grueso de la escuadra haciendo el bloqueo a Tolón, donde los franceses tenían veintiún navíos de línea y siete fragatas y había mucha actividad, y a la vez trataba de desenredar los hilos de su mando, que controlaban los asuntos tácticos y políticos y la complementaria, pero necesaria, información secreta. Al mismo tiempo, el Almirantazgo había enviado a un funcionario para que resolviera los problemas que había en Malta, nada menos que al vicesecretario interino, el señor Andrew Wray. Tenía fama de ser brillante, y, ciertamente, hizo una excelente labor en el Ministerio de Hacienda, a las órdenes de su primo lord Pelham. No cabía duda de que era un funcionario competente. Y Maturin no tenía la menor duda de que, aparte de luchar con los franceses, necesitaría usar toda su inteligencia para superar la animadversión del Ejército y la obstrucción y los celos de otros servicios secretos británicos que habían penetrado en la isla. Había allí misteriosos caballeros de varios departamentos, que daban malos consejos, se estorbaban unos a otros y causaban confusión, y cuando Stephen Maturin analizaba su situación, lo único que le consolaba era pensar que probablemente la de los franceses era peor, pues sabía muy bien que en los gobiernos autoritarios proliferaban los espías y los delatores. Había indicios de que los miembros de al menos tres ministerios franceses trabajaban en Malta, cada grupo sin saber que los demás estaban presentes, y de que todos estaban vigilados por un hombre de un cuarto ministerio. El aparente objetivo de la visita del señor Wray era acabar con la corrupción en el astillero, y a Maturin le parecía que tendría más éxito en esto que en el contraespionaje. El espionaje requería la especialización en asuntos relacionados con él, y ésta era la primera conexión directa de Wray con este departamento, que Stephen supiera; en cambio, como la corrupción era universal, o sea, que se encontraba en toda la sociedad, y como Wray en su juventud había vivido regaladamente en una casa lujosa sólo con el sueldo de funcionario (pocos cientos de libras al año), sin ninguna renta de propiedades privadas, era probable que la conociera bien. Maturin había conocido a Wray hacía algunos años, cuando Jack Aubrey estaba en tierra y tenía una extraordinaria cantidad de dinero, pues acababa de conseguir un importante botín en la operación que había llevado a cabo en Mauricio. Se habían encontrado en un club de juego de Portsmouth donde Jack estaba jugando con algunos conocidos y se habían limitado a saludarse con una inclinación de cabeza y a decir «¿Cómo está usted, señor?». Maturin no dio importancia a la presentación, y nunca habría recordado a Wray si no hubiera sido porque unos días más tarde, cuando estaba en Londres, Jack había acusado a Wray y a sus compañeros de hacer trampas en el juego de cartas, aunque en términos lo bastante ambiguos para mantener la dignidad. Pero Wray no le había exigido una satisfacción de la forma bárbara en que era corriente hacerlo en casos como ese. Aunque Stephen no sabía de primera mano lo que había pasado, pensaba que posiblemente Wray había entendido que las acusaciones de Jack iban dirigidas a otro jugador; sin embargo, había indicios de que en el Almirantazgo hubo una actitud hostil hacia él durante algún tiempo, pues le habían denegado barcos, habían dado buenos nombramientos a hombres con menos méritos de guerra, no habían ascendido a los subordinados de Jack, y Stephen había sospechado que Wray se estaba vengando de esa manera. Pero eso también podría ser el resultado de otras causas; podría ser, por ejemplo, consecuencia de que a los ministros les desagradaba el general Aubrey, el padre de Jack, un eterno parlamentario miembro del partido radical que era un tormento para ellos, y esta explicación estaba apoyada por el hecho de que la reputación de Wray no había sufrido menoscabo. Generalmente, un hombre que no se batía en semejantes circunstancias era despreciado por todos; sin embargo, cuando Aubrey y Maturin regresaron de una misión que tuvieron que realizar más allá de la Indias Orientales poco después del desagradable incidente, Stephen se encontró con que todos daban por sentado que hubo un duelo o que Wray dio explicaciones a Jack, y que Wray era recibido en todas partes. Stephen le había visto varias veces en Londres. Y si la reputación de Wray no había sufrido menoscabo, no tenía motivos para tomar venganza. De todas maneras, su modo de vida había cambiado por completo desde aquellos días. Había hecho un buen matrimonio, desde el punto de vista material, porque, a pesar de que Fanny Harte tenía poca belleza y menos afecto que darle (ella estaba en contra del matrimonio desde el principio, porque estaba enamorada de William Babbington, capitán de la Armada real), su fortuna le permitía llevar una vida regalada, como a él le gustaba, sin necesidad de valerse de otros recursos, y tenía la posibilidad de conseguir una mayor riqueza, que esperaba con ansia, cuando el contraalmirante Harte muriera, ya que Harte había heredado una gran suma de un pariente suyo que era prestamista en la calle Lombard y Fanny era su única hija. Por otra parte, debido a que Jack Aubrey había conseguido una importante victoria en el mar Jónico, que había proporcionado a la Armada, entre otras cosas, una excelente base naval, y que había agradado al Sultán, un punto de gran importancia diplomática en esos momentos, estaba a salvo de insidiosos comentarios marginales que aludieran a su mala conducta o de notas semioficiales que mencionaran las indiscreciones de su juventud.
—Ahí está el otro —dijo Lesueur cuando Graham salía de la sombra y se sentaba al lado de Stephen Maturin—. La información que teníamos sobre él era confusa. Al principio creíamos que formaba parte de una organización totalmente diferente, pero ahora nos parece que no es más que un lingüista que fue contratado para traducir y redactar documentos en turco y en árabe y que pronto debe volver a su universidad. No obstante, lo vigilarás y anotarás quiénes son sus conexiones. ¿Dónde se habrá metido esa mujer? Tenía que estar ahí hace veintitrés, no, veinticuatro minutos, para dar la clase a Aubrey. No tendrá tiempo de dársela antes de su reunión.
Hubo una larga pausa, y Giuseppe, que miraba por el postigo de la ventana de la esquina además de mirar por el de la ventana del frente, dijo:
—Una dama se acerca rápidamente por el callejón del costado seguida de una sirvienta.
—¿Lleva un perro, un enorme mastín de Iliria?
—No, señor, no lleva ningún perro.
—Entonces no es la señora Fielding —dijo Lesueur en tono malhumorado y con convicción.
Pero estaba equivocado, y se dio cuenta de ello en el momento en que la dama y su sirvienta, que llevaba una capa con capucha negra, doblaron la esquina y entraron precipitadamente en el jardín del hotel Searle.
Todos los hombres que estaban sentados en la mesa de Aubrey se pusieron de pie, pues ella no era un solaz local ni interpretaba el papel del jardinero quinto. En realidad, el hecho de que el capitán Pelham cayera de bruces, si fuera un acto voluntario, difícilmente habría sido considerado un exagerado testimonio de su respeto en vez del efecto del exceso de vino de Marsala y una inoportuna pata de una silla.
Hubo un alboroto durante unos momentos, cuando la señora Fielding intentaba pedir disculpas al capitán Aubrey y al mismo tiempo responder a los oficiales que deseaban saber cómo estaba y si a Ponto le había ocurrido algo. Ponto era un perro hosco, receloso, torvo e implacable, un mastín de Iliria, un animal del tamaño de un becerro mediano, y tenía un collar con púas de acero. Siempre caminaba junto a la señora Fielding, reduciendo sus largos pasos para igualarlos a los pequeños pasos de ella, y generalmente su presencia la protegía de los excesos de confianza, pero si no bastaba, daba un estruendoso ladrido. Por lo que ellos pudieron entender, la señora Fielding había dejado a Ponto en su casa para castigarlo por haber matado un asno. Sabían que Ponto era perfectamente capaz de hacer eso, pero, debido a que algunas veces ella no pronunciaba bien el inglés y a la calma con que hablaba del incidente, pensaron que debía de haber un error.
—A fe mía que hoy están ustedes muy elegantes, caballeros —continuó después de una breve pausa—. ¡Calzones blancos! ¡Medias de seda!
Ellos dijeron que sí y le preguntaron si no se había enterado de la noticia, de que el señor Wray, el enviado del Almirantazgo, había llegado en el
Calliope
la noche anterior. Añadieron que al cabo de veinte minutos irían al palacio del gobernador a presentarle sus respetos muy peripuestos, con sus mejores calzones y con las pelucas muy empolvadas, y que estaban seguros de que él se quedaría boquiabierto al ver su hermoso aspecto.