—Entonces no tiene sentido usar cabos, porque con cadenas podremos sacarlos en un santiamén. Vamos a subir para coger un par de ellas. Nos llevaremos éste en el banco.
Otra vez los marineros subieron la campana y la colocaron sobre la cubierta, y otra vez se oyeron vítores, pero ahora mucho más altos. Bonden y Davis, dos hombres muy robustos, llevaron el pequeño cofre al centro del alcázar.
—¡Dejen paso! —gritó el contramaestre, empujando a los tripulantes de la
Surprise
, los turcos y los marineros de las Indias Orientales, que, llenos de alegría y ansiedad, se habían aglomerado alrededor.
Entonces el carpintero, con sus herramientas, pasó por la abertura que dejaron. Luego se arrodilló junto al cofre, le quitó tres clavos y le levantó la tapa con una palanca.
Los alegres y ansiosos marineros, ahora más cerca unos de otros que antes, se quedaron perplejos. Los que sabían leer leyeron despacio la frase
Merde á celui qui le lit
, que estaba pintada en blanco en un bloque de metal de color gris mate.
—¿Qué significa esto, doctor? —preguntó Jack.
—Más o menos: Imbécil quien lo ka.
—¡Es un maldito lingote de plomo! —gritó Davis, y cogió el lingote con un rápido movimiento y se puso a danzar sosteniéndolo en alto por encima de su cabeza, rojo de ira y con la boca cubierta de saliva.
—Dámelo y lo tiraré por la borda —dijo Jack en tono amable, dándole palmaditas en el hombro.
—Señor… —dijo Rowan en tono vacilante—. ¿Quiere comprar pescado?
—Nada me gustaría más, señor Rowan —respondió Jack—. Pero, ¿por qué me lo pregunta?
—Hay un barco abordado con la corbeta, señor, y el pescador tiene un pescado que parece una raya con manchas rojas. Hace bastante tiempo que está aquí, y me temo que se irá si no le atendemos enseguida.
—Compre todo el pescado que tenga a bordo —dijo Jack—. Doctor, ten la amabilidad de preguntarle por la situación de la isla con ayuda del señor Hassan. Eso permitirá a los turcos decidir dónde van a desembarcar y a nosotros saber qué medidas debemos tomar.
Se fue a su cabina, y allí le encontró Stephen al final de la calurosa tarde.
—La situación es clara, Jack —dijo—. Los franceses llegaron a la isla hace un mes y han reconstruido las fortificaciones y han colocado baterías en todos los lugares donde eran necesarias. No es posible desembarcar. Durante las dos últimas semanas han hecho pasar la galera por el canalizo en dirección sur por la noche y navegar en dirección contraria por la mañana. Los pescadores estaban convencidos de que llevaba gran cantidad de plata, y probablemente los franceses dejaron a bordo los cofres en que fue transportada para que siguieran creyéndolo, porque si nosotros nos encontrábamos con algún jabeque o alguna falúa, sus tripulantes nos hablarían del tesoro y eso nos atraería.
—Se han burlado de nosotros —dijo Jack—. Hemos hecho el ridículo.
—Creo que es de esperar que sea ese el resultado de cualquier operación de la que se hable tanto como de ésta —dijo Stephen—. Así y todo, estoy asombrado de la exactitud de su información.
Durante el viaje de regreso de la
Niobe
a Suez, el viento del norte sopló casi ininterrumpidamente, por lo que la corbeta tuvo que avanzar dando bordadas, a veces dos o tres en cada guardia, y la orden «¡Todos a virar!» se repitió más veces que la llamada a los lampaceros, pues no sólo se daba de día, sino también de noche. Tenía los fondos muy sucios, especialmente en la parte donde se habían desprendido las placas de cobre, y esto provocó que perdiera los estayes más a menudo de lo que era de esperar y que navegara a muy poca velocidad, lo que afectó en gran medida a los numerosos hombres que iban a bordo, que pensaban haber derrotado a los turcos en Mubara y haber completado la aguada allí. El agua fue racionada, y el cazo del tonel que siempre estaba en la cubierta para que cualquiera bebiera, fue sustituido por el cañón de un mosquete desmontado, así que todo el que deseaba beber tenía que sorber el agua con él. Sin embargo, para que ninguno bebiera sin una poderosa razón, el cañón fue colocado en la cofa del mayor, porque los hombres no pensarían que valía la pena subir a cogerlo en medio del asfixiante calor si no tenían una sed terrible. Los turcos pensaron que eso era una injusticia, y dijeron que, a pesar de que otros subieran, ellos no eran capaces de subir porque ni sus madres ni sus padres eran monos, y los marineros les replicaron que ellos no trabajaban y que no podían tener sed porque tenían enrollada en la cabeza esa cosa horrible. Pero ese argumento no pareció convincente a los turcos, y podría haberse creado un grave problema en la
Niobe
si no hubiera hecho rumbo a Kossier, donde se podía coger mucha agua, aunque la corbeta tuvo que quedarse a considerable distancia de la costa y los pozos estaban en lugares a los que era difícil llegar en las lanchas.
La tarea de llenar todos los toneles de agua y llevarlos a bordo era larga, y allí fue más larga aún. Generalmente el aire que rodeaba el mar Rojo era tan húmedo que los rayos de sol no quemaban a quienes estaban expuestos a ellos, y por eso los marineros trabajaron desnudos de cintura para arriba, y la mayoría de ellos aún tenían la espalda pálida después de haber pasado semanas así. Pero un viernes (pasó otro viernes) empezó a soplar el terral, un viento tan seco que las galletas, las cartas marinas y los libros se arrugaron en poco tiempo y la piel de algunos marineros se puso roja como un ladrillo y la de otros, púrpura. La orden por la que se retiraba el permiso para trabajar sin camisa a los marineros que no eran de raza negra, amarilla o cobriza llegó tarde, y aunque Stephen les untó la espalda con aceite de oliva, las quemaduras eran tan profundas que el aceite no hizo efecto. A partir de entonces cargar el agua fue un proceso más doloroso y más lento, y mientras tanto, el
bimbashi
, que no había perdonado a Jack por haberse dejado engañar, le mostraba el escenario de otra gran derrota de la Armada real y le contaba con detalle cómo había ocurrido. El
bimbashi
le enseñó la pequeña fortaleza con cinco cañones que defendía la rada de Kossier, a la que dos fragatas de treinta y dos cañones, la
Daedalus
y la
Fox
, habían disparado cañonazos durante dos días y una noche cuando la ciudad estaba ocupada por los franceses. Dijo que habían disparado seis mil andanadas y lo escribió para que no hubiera error y luego añadió que los ingleses no había podido tomar la fortaleza y que los turcos habían logrado repeler el ataque sin perder más que un cañón, aunque se había producido un gran número de bajas.
Jack había dicho a Stephen: «Por favor, di al
bimbashi
que le estoy muy agradecido por la información y que considero que es muy cortés por el hecho de habérmela dado». Sus palabras habían tenido que ser transmitidas necesariamente a través de Hassan, un hombre refinado que se había avergonzado de oír al
bimbashi
contar aquella historia y todavía estaba avergonzado.
Sin embargo, Hassan se despidió de Jack con la misma frialdad que el
bimbashi
cuando llegaron a Suez. Entonces el árabe volvió al desierto y el turco llevó a sus hombres al cuartel.
—¡Qué manera más extraña de decir adiós! —exclamó Jack, mirando con pena e indignación cómo Hassan se alejaba—. Siempre le traté con cortesía y nos aveníamos muy bien. No sé qué le ha hecho adoptar esa actitud soberbia.
—¿Ah, no? —preguntó Stephen—. Pues que él esperaba que bajaras a coger las setecientas cincuenta bolsas que prometió entregarte si traicionabas a los egipcios. Pensaba que habías cumplido tu parte del contrato y que él no podía darte ni una sola bolsa, y mucho menos varios centenares, en el momento de irse. Creía que pretendías burlarte de él, y eso es suficiente para que un hombre adopte una actitud reservada y soberbia.
—En ningún momento acepté su disparatada proposición. No le hice caso.
—¡Naturalmente que no! No obstante, él cree que sí, que es lo que importa. Pero no es un hombre desagradable. Por la mañana, mientras tú estabas limpiando los fondos de la corbeta, estuve hablando con él y con un médico copto que habla francés, un hombre que él conoce desde la infancia y que nos servirá de intermediario si tenemos que volver a tratar algún asunto con el gobernador egipcio. Ese caballero tiene relaciones con muchos mercantes griegos y armenios, y avidez de información. ¿Quieres que pida un poco más de este admirable sorbete, la única cosa fría de toda la creación, y que te cuente lo que averigüé?
—Sí, por favor.
Estaban sentados en la terraza que estaba justo encima de la entrada del caravasar donde Stephen había dejado su manada de camellos y donde ahora se encontraban los hombres del capitán Aubrey. Los tripulantes de la
Surprise
habían terminado sus tareas matutinas y ahora la mayoría de ellos estaban descansando-bajo los arcos de la galería que rodeaba el patio y contemplando los camellos, que estaban al sol, a poca distancia de la carga que tendrían que llevar en el futuro: fardos, la campana desmontada y muchas cajas con pedazos de coral, conchas y otras maravillas de la naturaleza recogidas por Stephen y Martin. Varios tripulantes habían adoptado algunos de los perros medio salvajes que vagabundeaban por las calles de Suez y David discutía con el dueño de una osa de Siria el precio de su osezno. Todos parecían hombres apacibles y amables, pero, al fondo del patio, había numerosos mosquetes apilados al estilo de la Armada, y tal vez eso y el diamante de Jack influyeron en que el vicegobernador egipcio fuera más complaciente que antes. Sus soldados habían sido llamados a acompañar a Mehemet Alí en una operación bélica, y aunque volvió a pedir a Jack que le pagara derechos de anclaje, no insistió, y tampoco los aduaneros insistieron en que pagara derechos de aduana cuando les dijo que en las cajas no había mercancía sino objetos personales y que no podían abrirse.
Trajeron el sorbete, tan frío que estaba cubierto de escarcha, y Stephen se tomó una pinta entera y luego dijo:
—Pues parece que el Servicio secreto tenía razón en lo que decía sobre el cargamento de la galera, pero estaba equivocado respecto a la fecha de su partida. Los franceses sabían muy bien cuáles eran nuestras intenciones y probablemente también todos nuestros movimientos y contrataron un grupo de cristianos de Abisinia como tripulantes para que la llevaran a su destino durante el ramadán. Pero después que los tripulantes abisinios volvieron a su país, ordenaron a otros llevar continuamente la galera de una punta a otra de ese espantoso canal y difundieron el rumor de que transportaban más tesoros desde uno de los islotes del sur para que llegara a nosotros. Esperaban que nosotros, convencidos del valor del cargamento, perseguiríamos la galera. Entonces la galera nos llevaría a un brazo de mar que se encuentra al otro lado de las baterías, donde la tripulación la abandonaría, y luego, en cuanto nosotros hubiéramos subido a bordo de ella, la habrían destruido o nos habrían capturado.
—¡Por eso tenían tantos botes! —exclamó Jack—. En aquel momento me preguntaba por qué —dijo Jack jadeante y luego, después de estar abanicándose unos momentos, añadió—: Killick sorprendió a uno de los hombres del vicegobernador tratando de abrir una de las cajas con los sellos estampados que el señor Martin me pidió para guardar sus equinodermos. Creo que el vicegobernador sospecha que al final abordamos la galera. Hizo todo lo posible para que le invitara a subir a nuestra corbeta. ¿Qué le habrán dicho los turcos?
—Le dijeron la pura verdad. Bueno, ahora es evidente que Mehemet Alí juega sucio con el Sultán, y, naturalmente, los egipcios piensan que los turcos hacen lo mismo con ellos. Aquí algunos piensan que nos apoderamos del tesoro francés o al menos de parte de él; otros piensan que sacamos del mar un tesoro que llevaba hundido mucho tiempo; otros piensan que cogimos perlas en los lugares donde ellos saben que hay muchas, pero donde nadie se atreve a bucear; y otros piensan que fracasamos. Por otra parte, creo que todas las criaturas pensantes y con dos piernas que hay en la ciudad piensan que nos llevamos la campana para conseguir bienes materiales. No sé con cuál de estas opiniones coincide la del vicegobernador, pero Hassan me aconsejó que no me fiara de él, entre otras razones, porque si se produce la ruptura entre Mehemet Alí y el Sultán, lo que es muy probable, él no tendrá miedo a las represalias de los turcos por habernos tratado mal. Le diré a Martin que cuide mucho sus equinodermos.
—No voy a decir que me importa un bledo el vicegobernador —dijo Jack—, y tampoco que no tiene poder porque no tiene soldados, porque eso podría traer mala suerte, pero dejaremos de verle mañana. Sin embargo, tengo que decir algo en favor de él: ha sido bastante cortés y nos ha conseguido un buen grupo de camellos. Creo que los traerán al amanecer. Y si hacemos el viaje con más calma esta vez, andando por la mañana y por la tarde y descansando a mediodía y por la noche, y si todo va bien, dentro de tres o cuatro días también dejaremos de ver este horrible país y estaremos a bordo del bendito
Dromedary
, navegando por el Mediterráneo como cristianos… y yo tendré que ponerme a escribir la carta oficial. ¡Qué Dios me ayude! Te aseguro que preferiría ser azotado delante de todos los barcos de la escuadra, Stephen.
A Jack Aubrey nunca le había gustado escribir cartas oficiales, ni siquiera aquellas en que comunicaba una victoria, y la idea de tener que escribir una en que debía decir que había fracasado, sin poder mencionar ningún beneficio o ganancia que lo compensara (no había capturado ninguna presa, no había conseguido ningún valioso aliado), hizo decaer su ánimo.
Pero volvió a animarse cuando llegó el médico copto, el doctor Simaika, que había ido a visitar a Stephen y hablarle de política europea, de oftalmía y de lady Hester Stanhope. El visitante había traído una cesta con hojas de
qat
recién cogidas y cuando Jack y Stephen las mascaban para comprobar si les hacían sentir menos calor, empezó a hablar del adulterio, la fornicación y la pederastia en Egipto, haciendo referencia a sus aspectos menos trágicos, y señalando que Sodoma estaba al estenoreste, detrás del oasis de Moisés, a tan sólo unos días de camino. Hablaba con tanta gracia y estaba tan alegre que Jack pasó una tarde muy agradable, y pasó mucho tiempo riendo a pesar de que no entendía muchas cosas de las que decía y a menudo tenía que pedirle que se las explicara. A Jack le parecía que Suez no era ahora un lugar tan repugnante, pues el calor era realmente más soportable y el viento arrastraba la pestilencia hacia el mar, por eso, cuando el vicegobernador envió a su secretario a decirle que sería mejor que el capitán Aubrey no partiera al día siguiente le recibió muy sereno.